viernes, 31 de diciembre de 2021

Con mis mejores deseos, 2022.

 


2.022 es un número que iba para bonito pero ha fallado y se ha quedado en número normal tirando a feo. Es curioso que le ocurra eso, que ni fu ni fa, cuando los dos únicos dígitos que lo componen, el dos, que es como un cisne, y el cero que es redondo, son realmente hermosos. Esto me recuerda a una modelo publicitaria que  tenía unas manos perfectas, y hacía anuncios de cremas, unos pies perfectos y la llamábamos para anuncios de sandalias, un culo perfecto, apropiadísimo para anuncios de ropa interior,  y sus  perfectos ojos verdes los hemos visto mil veces en diferentes anuncios de rímel, pero si veías a la modelo en conjunto, era una chica del montón, larguirucha y desgarbada en la que nadie se fijaba.

2.022 podía haber sido bonito, pero le falta algo, y no solo le falta simetría. Parece ser que en nuestro universo, salvo excepciones, lo bello va unido a lo simétrico. Muchas veces los artistas plásticos se afanan en romper la simetría buscando formas de belleza que no sigan el patrón que manda la naturaleza, pero se trata de eso, de una búsqueda. Lo que encuentras bonito sin buscar, es simétrico. 

2.022 no lo es, en general los números no lo necesitan para resultar bonitos, pero 2.022 está demasiado descompensado, o le faltan ceros o le sobran doses. Arreglar el desequilibrio significaría cambiar de siglo, demasiado drástico.

Además 2.022 es un año que uno mira con desconfianza, el recelo es inevitable. Últimamente miramos con desconfianza a todo. Esto sucede a escala mundial, no sólo en España. Esta mañana he leído que en Estados Unidos, que miden todo y de todo hacen estadísticas, el número de agresiones en los semáforos ha aumentado una barbaridad. ¿Por qué en los semáforos? Yo también me lo estoy preguntando pero ese detalle a juicio de quien cubría la noticia carecía de importancia por lo que nos quedamos sin saberlo. 

Aquí hacemos menos estadísticas, pero a ojo, se dice que también ha aumentado la agresividad entre nosotros sin especificar si el número de casos registrados en los semáforos es significativo.

Yo lo siento por el nuevo año, que ya antes de empezar, lo recibimos con una ceja levantada. Hay quien preferiría un año usado en lugar de uno nuevo, pero los años no son como los coches que puedes elegir el que te da la gana, en esto te toca el que te toca y sanseacabó.

A mí me gustaría que 2.022 fuera 2.001, quizá porque me dejo llevar por la mitología jolibudiense, así, escrito como suena, pero me tengo que aguantar con lo que hay, qué le vamos a hacer.

En fin, en cualquier caso, deseo a todos dos cosas, primero que no os peguéis en los semáforos y segundo que 2.022 sea un año mucho mejor de lo que parece.



Leoncio López Álvarez


jueves, 23 de diciembre de 2021

Sospechar es de sabios y también de tontos.






Me encanta escuchar conversaciones ajenas. Muchas veces entro en una cafetería exclusivamente porque veo un grupo de personas hablando y un hueco cerca desde donde puedo satisfacer mi condenable manía. Prefiero las parejas a cualquier otra formación, es una forma de evitar conversaciones sobre fútbol, que me trae sin cuidado lo que se diga.

Tengo que aclarar que muchas veces me he encontrado con parejas que no se dicen nada, y eso para mí tiene el mismo valor que si no pararan de hablar. Mi afán no es el cotilleo sino la observación de las conductas humanas, y no hablarse forma parte del estudio. A veces, me resulta más sencillo sacar conclusiones de los silencios que de la efusividad; soy un experto y sé cómo hacerlo.

El otro día, me aposté (lo que yo hago en las cafeterías, más que ponerme en la barra es apostarme en la barra) muy cerquita de una pareja joven, de esas que aún ignoran qué es el hastío. Hablaban con faltas de ortografía, pero esos errores, imperdonables leyendo, son más llevaderos escuchando, de modo que no me importó y seguí atento a lo que se decían. 

Mantenían una conversación de cafetería, muy apropiada para el entorno, pero la cosa fue derivando de lo general a lo particular. Pronto dejaron de hablar de trivialidades y pasaron al terreno personal en el que es imposible moverse sin que aparezcan los reproches. En un momento dado, la chica le dijo: es que tú siempre estás sospechando. El chico se puso a la defensiva, negándolo todo, pero estaba claro que efectivamente siempre estaba sospechando. Estaba claro para mí, que como ya he dicho soy un experto, y estaba claro para la chica que estaba harta de que sospechara de ella.

A los seres humanos lo que más nos gusta hacer es sospechar. Siempre estamos sospechando, pero gracias a esta obsesión, progresamos. La chica no lo sabía, pero es así.  Por ejemplo, si Golgi no hubiera sospechado que algo tenía que pasar con las proteínas y los lípidos dentro de las células, no sabríamos dónde se produce la síntesis de polisacáridos de la matriz extracelular, cuya importancia doy por descontado que no es necesario explicar. 

Hemos llegado a la Luna y más allá, traspasado los límites de nuestro sistema solar, gracias a las sospechas sucesivas que Newton, Kepler..., Braun y otros inminentes científicos y matemáticos tuvieron en un momento de sus vidas sobre el comportamiento del mundo que los rodeaba. Queda claro que las sospechas conducen al progreso, no es necesario buscar más ejemplos.

Pero sí, qué caramba, sigamos con ejemplos: el genetista y biólogo John  Burdon Sanderson Haldane, dijo y luego lo escribió, porque si no, no sabríamos que lo había dicho: Mi sospecha es que el universo no sólo es más extraño de lo que suponemos, sino más extraño de lo que podemos suponer. 

Esta frase me encanta porque topológicamente es como la botella de Klein, se contiene en sí misma, y aunque vista de lejos parece normal, si te acercas te das cuenta de que se trata de una superficie no orientada abierta cuya característica de Euler es igual a cero, es decir que no tiene ni interior ni exterior. El ejemplo más recurrido de este tipo de superficies es la cinta de Moebius, éste de la botella es para nota.

Pero volvamos a la pareja con problemas que tenía delante de mí mientras pedía mi cuarto tortel para disimular.  ¿Qué sucede cuando las sospechas aparecen dentro del ámbito de la pareja? Pues en general acaban destruyéndola, lo cual no contradice sino refuerza mi tesis: las sospechas conducen al progreso. En este caso por oposición, prescindiendo del que sospecha. Si esa chica quisiera progresar tendría que deshacerse cuanto antes del sospechador.

Antes de que pudiera pedir mi quinto tortel ya habían hecho las paces y los arrumacos sucedieron a los reproches. Esa pareja jamás iba a progresar, pensé; pagué y me fui con el estómago lleno de cabello de ángel, con lo poco que me gusta.



Leoncio López Álvarez










viernes, 17 de diciembre de 2021

La indiscutible y admirable fuerza de las hormigas

las hormigas de fuego crean una balsa atrapando aire para salvar la vida en crecidas.


Está documentado que si una hormiga  cae al agua casi seguro que morirá ahogada, pero si se ponen de acuerdo muchas hormigas, unen sus pinzas, garras, o lo que tengan las hormigas para unirse, y forman una balsa entre todas que flota sin problemas; de este modo cruzan ríos y salvan sus vidas en inundaciones. 

Este comportamiento es ejemplo de lo que se llama inteligencia colectiva y  funciona en seres tan absurdos como las hormigas y en otros más absurdos aún como los hombres. Una comunidad de vecinos podría ser ejemplo en el caso de los hombres, aunque no sé yo si es un buen ejemplo. 

Lo que está claro es que cuando varios individuos se unen aportando sus conocimientos y habilidades para una causa común, lo normal es que consigan sus objetivos, y desde luego, tienen más probabilidades de alcanzarlos que si cada uno va a su bola. Por eso se llama inteligencia colectiva, si no consiguieran nada, se llamaría de otra forma, mamarrachada colectiva, o algo así.

A uno le llena de orgullo ser testigo de estos comportamientos que consiguen salvar una situación difícil gracias a la colaboración de todos, es un momento de triunfo de la especie, ilusiona pertenecer a un grupo que merece la pena. Dan ganas de sacar pecho y gritar alguna proclama que el tiempo convertirá en topicazo, tipo, "la unión hace la fuerza", "todos a una", "somos un equipo" y otras frases sin las que no existirían los "coaching" de motivación.

Pero claro, vivimos en un universo binario, todo tiene su opuesto y de la misma forma que existe la inteligencia colectiva que nos salva, también existe la estupidez colectiva que nos lleva al desastre. 

La pandemia, la maldita pandemia, la insistente pandemia que lleva ya dos años de eternidad, ha provocado que se den las dos formas de aportación colectiva. Por simple cuestión matemática es muy poco probable que ambos grupos cuenten con el mismo número de afiliados, por decirlo en términos contables. Si hubiera empate.., no sé qué pasaría, lo malo es que haya más individuos participando de la estupidez colectiva que de la inteligencia colectiva

Nuestro futuro, una vez inventada la vacuna, depende exclusivamente de este detalle, de en qué grupo hay mas personas aportando su granito de arena al destino común.

El tiempo lo dirá. Como siempre. De momento felices fiestas y a ver en qué bando nos apuntamos.



Leoncio López Álvarez


lunes, 13 de diciembre de 2021

Cotidie estultior




Escuché en un podcast que la gente antes era más culta que ahora. Esta afirmación me sorprendió pues yo pensaba justo lo contrario, pero quien lo dijo era muy de fiar de modo que me quedé con la mosca detrás de la oreja. 

La duda se mantuvo carcomiendo lo que carcomen las dudas, que es materia gris, y así he estado, siendo carcomido hasta que por fin me he convencido de que efectivamente, si no más cultos, sí eran antes más listos. O lo que es lo mimo, ahora somos más tontos.

Tenía que haberlo sospechado hojeando mi colección de libros antiguos de contenido científico: matemáticas, física, química, mecánica, ingeniería, hasta de centrales nucleares. He vuelto a hacerlo a raíz de ese podcast y efectivamente, o bien los autores de entonces no sabían explicarse convenientemente o sus lectores las pillaban al vuelo con meros planteamientos. 

Cualquier libro de hoy día viene con mil ejemplos, estupendas ilustraciones, gráficos en colorines..., todo muy bien explicado, o al menos, mejor explicado, para mí, que hace ochenta años, que resultaba mucho más árido el camino a la comprensión de cualquier cosa. En los libros de entonces no había un sólo ejemplo con manzanas y peras que son los que mejor funcionan, ni un ligero esquema explicativo, sino intrincados textos, sobre los que habría que tomar apuntes de cada frase.

Ahora he comenzado una colección de libros de magia y el par de ejemplares que tengo sobre cartomagia de hace noventa años, no hay por dónde cogerlos, todo resulta confuso y de una complejidad enorme mientras que  cualquier libro escrito hace un par de semanas te viene hasta con un código QR que te lleva a un video donde si no entiendes cómo se hace el truco es que eres idiota. A lo mejor eso es lo que pasa, que nos hemos vuelto idiotas. 

Siguiendo con mis pesquisas, recurrí a otra de mis aficiones, la guitarra, y la conclusión es la misma. Sin saber nada de solfeo puedes acabar interpretando piezas bastante complicadas; incluso para tocar el piano existe una aplicación que desde la tablet, siguiendo sus instrucciones con moderada atención, te lleva  a tocar nocturnos que dan el pegoloti de que sabes tocar el piano. Esto lo sé, porque lo he hecho. Mis vecinos también lo saben aunque diferimos en nuestras apreciaciones.

Ahora no paran de sacar cursos que se anuncian con el reclamo de "aprende inglés SIN esfuerzo". ¿Cómo que sin esfuerzo? ¿Y me lo dices ahora? Llevo toda mi vida intentando entender el inglés, desde que entré en la universidad, y ¿ahora me dices que se puede dominar sin esfuerzo?

Cuando estudié mi carrera, ingeniero aeronáutico, me cambié del plan de cinco años al nuevo plan de entonces que eran seis años, porque tenía la sensación de que cinco eran pocos para tanta ciencia. Hoy, creo que la carrera dura cuatro. ¿Qué pasa, que ya no se enseñan maderas y telas para la construcción de los fuselajes?

Nos hemos hecho vagos; iba a decir cómodos, pero la comodidad es estudiar seis años de carrera en una buena silla, y la vaguería es hacerlo en cuatro. Pretendemos alcanzar el conocimiento sin esfuerzo, y me temo que eso nos lleva al inicio: efectivamente, antes eran más cultos que lo somos ahora, o al menos más listos.

Una cultura como las de antes, no se adquiere leyendo resúmenes, sino estudiando la obra entera. Ahora puedes entrar en Internet y encuentras epítomes de grandes libros que en quince páginas despachan un volumen de quinientas. Digo yo que de alguna manera se notará la diferencia.

Admitámoslo, nuestros abuelos, y no te digo nuestros bisabuelos, eran más cultos que nosotros. O al menos más listos. Eso sí, de inglés, andaban peor que yo.




Leoncio López Álvarez





martes, 7 de diciembre de 2021

Se acabó el cuento





Hasta hace muy poco yo escribía puntualmente por estas  fechas un cuento de Navidad movido por un sentimiento difícil de entender, quizá porque es difícil de explicar. Una iniciativa, atribuible a mi colección de contradicciones, que he mantenido durante veintiún años (el primer cuento fue en el año 2.000, fecha imposible de olvidar) de la que no me arrepiento en absoluto, pero que en modo alguno pienso continuar. 

Muchas personas escribimos cuentos de navidad en Navidades, como otras asisten a cenas de empresa. Falta reflexión, lo hacemos sin querer, así, sin pensar. Un día nos anuncia el jefe que el 17 es la cena de empresa y ni nos planteamos no ir. Normalmente cuando un amigo nos propone cenar juntos, consultamos la agenda, decimos, "vale pero no sé si podré, se lo diré a Laura..., nos llamamos", o directamente nos inventamos una excusa ... ¿Pero la cena de empresa? A esa acudimos como zombis, sin que medie nuestra voluntad, nos han dicho el 17 y ni miramos si teníamos otro compromiso o es el aniversario de nuestra boda. 

Pues lo mismo pasa con los que escribimos cuentos. En cuanto llega la primera semana de diciembre ya estamos dándole vueltas al puto cuento de ese año. En realidad a mí eso me sucedía el mismo día 23 de diciembre, es decir, que siempre me pillaba el toro. 

Tengo que decir en honor de la verdad, que ya el año pasado fue un año sin cuento. Lo que más me duele es que nadie lo echó de menos, a pesar de que siempre había alguien que me preguntaba por el cuento, que cuándo pensaba escribirlo, incluso este año. Se ve que lo preguntaban por cortesía, simple educación, pero  luego ni se lo leían. Esa es la razón por la que cuando un amigo me propone ir a cenar el 17, busco una excusa, sospecho que es de los que no se leían mi cuento de Navidad.

Lo fácil sería pensar que lo que ocurre es que no me gusta la Navidad, pero eso no es cierto, al menos no es del todo cierto. Por supuesto que hay cosas de la Navidad que detesto profundamente, pero hay otras que me tienen pillado por las pelotas, expresión de indiscutible falta de finura pero de no menos indiscutible precisión en lo que trata de decir. 

Es lógico, la Navidad es una parte imborrable en nuestra cultura, y eso atrapa, aunque carecería de importancia si no fuera porque sobre todo es una parte imborrable de nuestra infancia. Una parte en la que éramos felices. De niño no había ni un solo día de las navidades que no fuera de auténtica dicha. Todos tenían algo, en cada momento se producía el chispazo mágico de la felicidad. Aún hoy, que he dejado de escribir cuentos de Navidad, mantengo vivo ese recuerdo general, un aroma inconfundible grabado cuando más profundas quedan las marcas.  

De todos mis recuerdos hay un lugar que se mantiene prácticamente tal cual: la Plaza Mayor de Madrid. Todos los años acudo espoleado por la llamada de... yo qué sé,  pero el caso es que voy. El resto de sitios de entonces han dejado de existir o siguen existiendo tan cambiados que, como dijo Alfonso Guerra, no los reconocería ni la madre que los parió.

El año pasado no fui por temor a que entre las figuritas de navidad se escondiera el Caganer del maldito virus, y este año me temo que tampoco iré. Pues mira, no me había fijado, pero a lo mejor esa es la razón por la que ya no escribo mi cuento de Navidad, por no ir a la Plaza Mayor.

Cachis.


Leoncio Lopez Álvarez


sábado, 20 de noviembre de 2021

Teléfono fijo llamando a ninguna parte





Desde que el Ayuntamiento de Alcobendas me cobró una animalada de dinero en plusvalías, que luego el TC ha declarado  ilegal el cobro, que es tanto como decir que se trataba de un robo, visito bastante sus dependencias aunque sólo sea para gastar las baldosas, que en parte me pertenecen. Pues bien, el otro día, en una de mis rutinarias visitas que hago desesperanzado, me preguntaron si tenía teléfono fijo. Por un momento, he de confesar que dudé, luego hice memoria y finalmente negué convencido de que en mi nueva casa no existe tal pieza arqueológica. 

Sin embargo sí tengo un barómetro, que además lleva un higrómetro que no he consultado en mi vida, y un termómetro que es lo fácil. El funcionario del ayuntamiento tenía que haberme preguntado por mi barómetro en lugar del teléfono.

Al cabo de tres días, buscando un libro que el muy ladino se había dado a la fuga aprovechando cierto desorden, me percaté de que en una mesita baja, soberbio, desafiante, sin rastro de pesadumbre, estaba el teléfono fijo. Me acerqué con cierta cautela, uno nunca sabe cómo pueden reaccionar los teléfonos que se dan por perdidos, y me puse el auricular en la oreja. Me llevé una sorpresa al escuchar nítidamente el inconfundible tono de espera. Es decir que funcionaba. Lo miré como se mira a un paragüero, con cierta lástima porque sabemos que sus días ya pasaron, sin embargo, cómo ya he dicho, nada parecía indicar en la expresión del teléfono que él se sintiera inútil. Eso  es amor propio, o resiliencia que mola más.

Si en ese momento hubiera entrado una llamada, me habría llevado un susto de muerte, como en la última escena de la película Carrie, de Brian de Palma, cuando todo el mundo la daba ya por terminada y de repente surge de la tierra una mano crispada.


Por cierto, ¿cómo sonará? Si supiera el número me llamaba con el móvil.

Miro a mi teléfono fijo, y precisamente por su actitud altiva que parece que no le hubiera pasado nada, ni el tiempo, no puedo evitar verlo como si fuera un teléfono disecado. Está como esas rapaces que antes se veían en ciertas casas, sobre todo en los medios rurales, disecada, representando un momento de épico vigor, a veces con un conejo entre sus garras. El conejo podría ser el contestador automático, inseparable compañero en los últimos coletazos de ese teléfono que ya es historia. 

Lo primero que hacíamos nada más entrar en casa, era rebobinar la cassette para escuchar los mensajes que casi siempre decepcionaban porque llegaban demasiado tarde. El contestador automático era un símbolo de modernidad y no tenerlo era estar anclado en el pasado, tanto como tenerlo ahora. Hoy día ya nadie lo usa  ni en los móviles. Sí, el famoso buzón de voz también es parte del pasado. Es el fin de los buzones, de todos, incluyendo los que había en los portales con nuestros nombres bien rotulados, a veces con Dymo para mayor fuste. 

Muchas mañanas veo a los funcionarios de correos dando vueltas por la calle simulando que tienen mucho trabajo, pero sé que sus enormes carteras están vacías o con recortes de periódico para que parezca que llevan mucho peso.

Por cierto, tengo que fijarme a ver si en mi nueva casa tengo un buzón de esos. Me consta que tengo el grabador de cintas Dymo por alguna parte.



Leoncio López Álvarez

domingo, 14 de noviembre de 2021

Un mal momento



Escucho las noticias y es como si escuchara los delirios de un psicópata. Dan miedo. 

Que conste que no tengo nada contra el miedo siempre que se trate de un miedo sano, bien medido, no paralizante sino estimulante, ese miedo que nos viene muy bien para salvar la vida cuando se presenta una amenaza. Si no hay amenazas a la vista, no necesitamos el miedo para seguir coleando, quizá por eso el miedo ha sido de toda la vida cosa de pobres. ¿Pero ahora? Ahora  las amenazas están dirigidas a todos, nadie puede sentirse a salvo.

Por lo que me estoy enterando, el coronavirus vuelve a infectarnos a base de bien y los negacionistas siguen sin enterarse; el planeta se está yendo a la mierda envuelto en contradicciones y mientras las sequías asolan países, las inundaciones destrozan pueblos enteros.  Bielorrusia va a cortar el gaseoducto, Argelia parece que también, los chinos controlan todo el tráfico marítimo, y por controlar también controlan lo que no es el tráfico marítimo. Las materias primas escasean, las tierras raras están en poder de los chinos que controlan el tráfico marítimo y también lo que no es el tráfico marítimo. La selva amazónica arde y Bolsonaro se muere de risa como Nerón, pero en lugar de mirar las llamas tocando la lira, las mira tocándose las narices. El polo norte se descongela y el Mar de los Sargazos ahora es una inmensa isla de mierda; la bolsa se hunde mientras los bitcoins que ni producen ni hacen nada práctico, suben a ritmo de ataque epiléptico. Se nombran jueces con más méritos para ser juzgados que para juzgar, y a todo el mundo le parece bien incluso a los que les parece mal; los paraísos fiscales siguen siendo paraísos pero nadie los fiscaliza. La sanidad pública cada vez muestra peores síntomas, de ésta se nos muere fijo, y cada vez hay más gente en el súper al que yo voy. Esto último es lo que peor llevo.

En medio de esta debacle, vino el otro día un amigo mío para contarme que su mujer le había dejado. Pues mira, le dije, me alegro. Me miró perplejo, con el labio inferior temblando como preludio al llanto purificador. 

Los problemas personales siguen siendo personales y los generales también son personales, de modo que todo son problemas.

Hay que relativizar, le dije a mi amigo al que su mujer le acababa de abandonar. Mis palabras no fueron suficientemente convincentes porque él siguió como a punto de soltar una lágrima. Le di unas  palmaditas en la espalda y ahí se me desmoronó. Qué manera de llorar.

Llevo varios días que no oigo nada por el oído izquierdo, es un virus según me ha dicho el otorrino. Todo son virus últimamente, se lo diré a mi amigo. Lo que tenia que haber hecho era aislar a su mujer, quizá así aún seguirían juntos; lo ha abandonado por culpa de un virus, estoy seguro. 

También puede ser porque mi amigo es un infeliz y la manera más completa de infelicidad es que te abandonen. Yo creo que es infeliz por vocación y aunque no existieran los virus, su mujer lo habría abandonado.  Le están pasando cosas así constantemente.

Podríamos decir que su vida, como la de todos, está hecha a base de Momentos de inadvertida infelicidad. Este es el título de un libro de Francesco Piccolo, perturbador pero que da muchas pistas sobre nuestras vidas, por eso es perturbador.

Como ejemplo de esos momentos, Piccolo cita, "cuando te dicen que podías haberte vestido mejor y tú ya te habías vestido mejor". No hay nada tan desolador, y a partir de ahí todo lo que se te ocurra.

Hoy me he levantado optimista, así da gusto.


Leoncio López Álvarez

viernes, 5 de noviembre de 2021

El cuento de empezar y nunca acabar

 




Noto que me estoy haciendo mayor, incluso muy mayor, porque me da por pensar en lo que ha pasado en lugar de pensar en lo que va a pasar. También es por comodidad, pues pensar en el pasado es como leer, mientras que pensar en el futuro es como escribir, que cuesta mucho más trabajo. El hecho de que sea por comodidad refuerza que me estoy haciendo mayor, incluso muy mayor; ya sabemos que las personas mayores tienden a realizar el mínimo esfuerzo, como si quisieran ahorrar energías y tanto ahorran que terminan por no consumir ninguna y es cuando mueren. Aunque nadie lo diría, esto está muy relacionado con el segundo principio de la termodinámica, pero sí: si no hay aumento de entropía te mueres, así de claro.

Cada cual al mirar al pasado ve distintas cosas, y más vale que vea muchas porque si ve pocas,  significa que ha tenido una vida de mierda. Curiosamente, al echar la mirada hacia atrás, llaman más la atención las cosas que no se han hecho que las que sí. La incompletitud sobresale clamorosamente en nuestras vidas como un personaje mutilado en dura batalla.

En el taller de escultura de un gran amigo mío, me quedé embelesado contemplando los moldes de cera, atravesados por extraños hierros, que anteceden a la fase de la fundición del bronce para llenar el vaciado de esos moldes. Esas figuras me parecían unos objetos maravillosos con mucho más misterio que la escultura totalmente terminada; contenían incertidumbre, mucho más emocionante que la certeza que siempre acompaña a la culminación.

Hay especialistas en empezar muchas cosas y dejarlas a mitad en un constante coitus interruptusSon personas que ante un reto, les excita más aceptarlo que ganarlo, lo que en cierto modo me parece mucho más admirable. Ya lo dije en otra ocasión en La tertulia perezosa, hay algo en las personas tenaces que me produce pánico, y puse como ejemplo a Hitler. Lo bueno que tiene Hitler es que es un estupendo ejemplo para todas las cosas malas que se nos ocurran.

Comprendo perfectamente a estos amantes de lo inacabado, porque es lo mismo que decir amantes de acumular el mayor número posible de experiencias; si culmináramos todas, tendríamos que vivir cinco veces lo que vivimos y ya sabemos que eso no es posible. 

Hay muchas cosas que el mejor final que pueden tener es que no se acaben nunca. Sin ir más lejos, un bolero, y yendo más lejos, un viaje sin última parada. Recuerdo el efecto que me producía cuando iba a no sé dónde en un tren de cercanías, escuchar por megafonía fin de trayecto. Es una expresión que tiene algo de terrorífico, es mucho mejor oír, próxima parada Robledillo, dónde va a ir a parar.

Álvaro Pombo cuando recibió el Premio Planeta por su novela La fortuna de Martina Turpin, en una entrevista declaró: "no temo a la crítica porque he escrito mi mejor novela". Demasiado definitivo. Para un escritor joven decir eso tiene que ser terrible, y aunque Pombo ya contaba con 69 tacos Myrga en sus espaldas, sabemos que cualquier escritor imperecedero es joven tenga la edad que tenga. Esa es una buena razón para hacerse escritor imperecedero. 

Si un día me decido jamás empezaré a escribir mi mejor novela. Aunque gane el Premio Planeta.



Leoncio López Álvarez

martes, 26 de octubre de 2021

Parole, parole, parole...



 

Una vez más me llega una encuesta para elegir la palabra que a mí me parezca que es la más bonita que existe. Supongo que se referirán a palabras en español, porque si vale cualquier idioma, directamente me la invento.

No pienso votar, pero si lo hiciera se me abriría un interrogante, porque una palabra no sólo es un sonido, también es la idea que representa. Fraternidad alberga un concepto hermoso pero musicalmente, pues  ni fu ni fa, demasiadas erres, mientras que bragueta, por ejemplo, suena francamente bien, tiene ritmo, pero lo que te imaginas al escucharla no es precisamente algo bello. 

El año pasado todo el mundo que participó en la encuesta entendió que se referían al concepto, porque ganó amor por goleada. La victoria de amor significa muchas cosas, la primera, que la mayoría de los votantes eran unos mentirosos por no haber dicho sexo, que  era realmente en lo que estaban pensando. Unos mentirosos cursis. También significa que se curraron muy poco la respuesta, es como decir pera cuando te preguntan por una fruta. 

Lo de votar la palabra más bonita, ya es en sí mismo una cursilada de narices, incluso una horterada. Salen cosas como alba, amanecer, amistad, infancia... es para potar, en serio. 

Yo, si votara, elegiría la palabra limerencia, me parece preciosa aunque no estoy seguro de lo que significa. O quizá, mentira. Ésta si que es una palabra digna de figurar en un ranking. Vale, no es la más bonita, pero es la más utilizada y eso ya le da derecho a estar en el top de las palabras.

Mentimos desde que aprendemos a hablar y desde entonces no dejamos de hacerlo. De hecho, hay quién dice que el ser humano inventó el lenguaje para poder mentir. Un perro nunca miente, ni un caballo, ni siquiera mi gato que es un ser taimado, pero si supieran hablar, estoy convencido de que mentirían sin parar, tal como hacemos los humanos.

La mentira es consustancial a la palabra, y tan consustancial a nosotros, que mentimos hasta cuando estamos dormidos, incluso mentimos sin querer. Se nos escapan las mentiras como si fueran indiscretas flatulencias aunque algunas huelen incluso peor. Mentimos a nuestros padres, al médico, que hay que ser tonto, al abogado, a nuestra pareja a pesar de que siempre nos pilla... mentimos a troche y moche. Troche y moche, son dos palabras que también deberían ser elegidas para algo.

Esto de hacer encuestas tan tontas como elegir la palabra más bonita, o la película que más te gustó, o el libro que mas te ha marcado, también es consustancial al ser humano. 

La conclusión es que nos gusta mentir y hacer encuestas tontas, aunque no es esto a donde yo quería llegar. La verdad es que no estoy seguro de a dónde quería llegar, quizá de forma inconsciente deseaba hablar de la palabra limerencia. No lo sé, pero eso ya lo dejo para otro día.



Leoncio López Álvarez






lunes, 11 de octubre de 2021

Esto es estoicismo





 El 11 de octubre de 2011, me declaré públicamente partidario del estoicismo. Dos años, exactamente dos años más tarde, sigo erre que erre en mi postura. Esto demuestra mi coherencia filosófica de la que me siento particularmente orgulloso.

No suelo ser así con todo, no os creáis.


AQUÍ EL ENLACE QUE NOS HARÁ RETROCEDER DOS AÑOS EN EL TIEMPO.


sábado, 25 de septiembre de 2021

You talkin'to me?





Todos recordamos la escena de la película Taxi Driver, cuando Robert de Niro está frente al espejo ensayando  una respuesta macarra ante una provocación que sólo existe en su perturbada mente. ¿Me dices a mí? ¿eh? ¿me estás hablando a mí? Luego saca un revolver con el que apunta a quién le ha ofendido, perdonándole la vida. La ofensa sólo era que le había mirado.

Actualmente vivimos en un mundo plagado de Travis Bickles, el personaje que encarna Rober de Niro en la película, dispuestos a saltar a la mínima. Crispación lo llaman. 

Es fácil encontrarte con alguien que enseguida se pone a la defensiva sin que nadie le haya ofendido, o peor aún, directamente se pone ofensivo sin darte opción a defenderte. Las redes sociales están plagadas de ejemplos: si alguien sube un video reclamando fondos para ayudar a los gatitos abandonados, otro responderá furioso que más valdría ocuparse de los niños pobres, como si él mismo hiciera algo por ellos. Está clara su disposición para sentirse ofendido. 

Esta es una actitud insana que solo conduce a la infelicidad propia y ajena. Si pretendes sacarle punta a todo, te acabarás pinchando.

Conozco personas que sólo van a las conferencias esperando que llegue el turno de preguntas para hacer una que ponga en apuros al conferenciante. Normalmente son preguntas cuyas respuestas ya conocen de antemano, pero qué más da.

Son los mismos que en un espectáculo de magia van a ver si descubren el truco al mago, en lugar de dejarse llevar por la ilusión de que están siendo testigos de un prodigio. Ya sabemos que la magia no existe, ¡pero coño, disfruta con la idea de que sí! Pues nada, no hay manera.

Esto son ejemplos más apaciguados de Travis Bickle, pero de la misma forma que existen actos de micromachismo, también los hay de microcrispacion y conviene que estemos prevenidos para no caer nosotros mismos en ellos. 

Desde que existen los teléfonos inteligentes que tienen respuesta para todo, se discute mucho más, lo tengo observadísimo. Cuando hay una polémica, enseguida alguien saca su smartphone, interrumpe la conversación y tras unos penosos minutos exclama ufano ¡lo veis, yo tenía razón!

Yo recomiendo practicar un tipo de neoestoicismo que te mantiene alejado de entrar en estos terrenos que sólo conducen a que la felicidad te esquive como a un apestado. 

Lo digo en serio.




Leoncio López Álvarez

sábado, 18 de septiembre de 2021

Mareas que no dejan de marear





He encontrado unas fotos de cuando yo era 30 años más joven. Ni sabía que las tenía. Han aparecido a traición, así, sin que me diera cuenta; de repente abro una caja y ahí están, esperando tres décadas a ser descubiertas. A veces los recuerdos funcionan como venganza sin que esté nada claro quién se está vengando de qué, pero algo así sólo se puede hacer a mala idea.

En esta ocasión es una consecuencia más de la mudanza que hice hace siete meses. Esas fotos estarían por algún lado olvidadas en mi antiguo domicilio, y en el traslado, un empleado de la empresa de transportes las puso en una de las cajas, infinitas, que hasta hace poco se apilaban en el recibidor de mi nuevo hogar. 

Cambiar de casa es muy parecido a un naufragio. De repente te encuentras sin nada y luego, poco a poco, la marea va arrojando a la playa restos de lo que fue tu vida anterior. Así es como me siento cada vez que abro una caja, excitado ante lo que va a aparecer, casi siempre cosas que tenía ya olvidadas. 

La acción de la marea es continua, cada día te trae algo nuevo, lo mismo me pasa a mí, que procuro ajustarme al mismo ritmo de las mareas, sin prisas, abriendo una caja de tarde en tarde, para ver qué me encuentro de nuevo. Mejor dicho, que me encuentro de viejo pues todo son cosas que pertenecen al pasado. 

Las mudanzas sirven para recordarte quién has sido, algo que es muy fácil olvidar, incluso quién eres. Sólo por eso es necesario acometer una mudanza de vez en cuando, cuantas más veces mejor. Lo recomendable es un mínimo de tres mudanzas al año.

Las mudanzas nos obligan a tomar decisiones drásticas en nuestras vidas. Yo por ejemplo, me he comprado un Kindle book para leer libros sin tener que apilar las mondas de los que ya me he leído, así, en mi próxima mudanza acarrearé con una biblioteca de tamaño más manejable. Tengo que añadir, que el Kindle book es un invento infernal, yo nunca me fío de él, creo que me retrasa la señal que dejo para indicar en qué página me detuve y otras veces me cambia de libro, el caso es que cuando retomo la lectura no me suena de nada lo que estoy leyendo. Un galimatías.

Al mismo tiempo que estoy escribiendo esto, estoy viendo la película El gran dictador, y acaban de pasar la escena en que la bella Hanna, Paulette Goddard, le dice a Charles Chaplin en su papel de barbero "¿Conoce el chiste del hombre que coció su reloj mirando un huevo duro?" Así me siento yo con mi flamante Kindle book,  creo que algo estoy haciendo mal.

Lo dicho, un galimatías.



Leoncio López Álvarez


domingo, 12 de septiembre de 2021

Silencios que lo dicen todo


 


Las relaciones entre las personas son como las plantas. "Como" sin acento, no me refiero a que según cómo las plantes, así saldrán, aunque también, sino que guardan muchas similitudes con las plantas. 

Algunas dan frutos, dulces, amargos, agrios, podridos... o no dar nada, ni sombra, que ya es cicatería. Las hay que requieren más cuidados, delicadas que son, otras aguantan aunque azoten vendavales; las hay  comestibles y también carnívoras. Las hay aburridas, como musgos, aunque más aburridas son las setas a pesar de que las setas no son plantas. En realidad la setas no son ni plantas ni nada, son... setas. En algún sitio leí que las setas son la parte visible de los hongos, pero entonces ¿qué son los hongos que se ven a simple vista? Un lío. Hay hongos que ocupan territorios extensísimos, hasta 15 hectáreas y vivir mil años. Otros son unicelulares y a la semana ya han palmado, sino antes, así son las levaduras. Y las relaciones humanas.

Me estoy yendo por las ramas porque realmente quería hablar del silencio, exactamente del silencio que se produce en las parejas. A medida que la pareja cumple años, NO LOS EMPAREJADOS: LA PAREJA, el silencio va ocupando cada vez más espacio en su relación. Esto no es malo en modo alguno, el silencio tiene un valor idéntico a los no silencios y si no mira la música. También se aprecia el valor de los silencios en la oratoria, quién los maneja con soltura es más convincente. Las pausas dramáticas son esenciales para decir más de lo que estás diciendo. 

Miremos un queso gruyere, ¿qué vemos? Un queso estupendo gracias a sus silencios que lo hacen perfecto. Esos agujeros característicos, ojos los llaman, que no son otra cosa que silencios en su composición, aportan textura, facilitan la masticación, el bocado entra generoso pero parte es aire con lo que se produce una reacción química que estimula las papilas gustativas hasta el punto de hacernos pensar que nos estamos comiendo un queso estupendo. Porque admitámoslo, si no tuviera esos agujeros, el gruyere sería del montón, no como el emmental que lo es a pesar de que también tiene agujeros.

Dejemos a los quesos y volvamos a las personas. El silencio en una pareja que ya no tiene que estar pendiente de decir nada, lo cual es un alivio, es delicado asunto sobre el que conviene ser diestro, más aún, maestro. De esa habilidad depende que estar juntos sea una gloria o una incomodidad. El silencio en las parejas es una enorme responsabilidad que afecta a los dos pues la felicidad depende de que esos momentos de aparente vacío fluyan con elegancia y estimulen el amor escondido. 

Hablar es cansado, el silencio relaja; hablar es el precio que hay que pagar para llegar al sexo, el silencio es una casta forma de floración del amor.

Por si no ha quedado claro, soy partidario de estar calladito. 

Es imposible arrepentirse de lo que nunca has dicho, como ejemplo de las ventajas del silencio, y como ejemplo aún mejor, el silencio en los necios los hacen pasar por sabios.

Lo que no entiendo es a qué venía lo de las plantas.



Leoncio López Álvarez

sábado, 4 de septiembre de 2021

Botellón a botellazos

 




Me da mucha pereza escribir lo que voy a escribir. En realidad últimamente me da mucha pereza todo, particularmente escribir, señal inequívoca de que me estoy convirtiendo en algo parecido a escritor, quizá alguna mutación estrafalaria, como esas truchas que crecen en los desagües de las centrales nucleares. Los escritores son las únicas personas que escriben conscientes de lo difícil que es. En general todo el mundo escribe convencido de que lo hace bien; si pueden hablar ¿qué motivo hay para no saber escribir? Un escritor, sin embargo, cada texto que sale de su lo que sea (iba a decir pluma pero creo que ya nadie la usa), lo repasa veinte veces, aunque se trate de la lista de la compra. ¿Por qué? porque sabe que siempre hay una manera de decir las cosas que queda mejor, y esa idea le obsesiona. Obsesión que nadie más la tiene, ni siquiera los que escriben novelas y las autopublican.

Después de estas reflexiones catárticas que me han ayudado a vencer la pereza inicial, voy a decir lo que pensaba decir al principio. 

Pero vamos a ver, ¿qué cojones está pasando en nuestra sociedad? Por centrar más el tiro, ¿qué cojones está pasando en la juventud? Todos los días es noticia su comportamiento vandálico que previa borrachera colectiva acaba en enfrentamientos con la policía. Eso de que les digan que no se pueden reunir mil personas en un sitio público, llenándolo de sus basuras, metiendo tal jaleo que nadie puede dormir en los alrededores y encima sin mascarillas ni guardar distancias de seguridad pandémica, lo consideran de una injusticia atroz y se revelan ante las fuerzas opresoras como sólo la juventud sabe hacer. Esto está ocurriendo en todas las ciudades españolas, o al menos ha ocurrido durante las no celebraciones de las no fiestas. 

Me voy a poner en plan abuelo cebolleta, que ya voy teniendo méritos: antes se salía a la calle pidiendo amnistía y libertad. Ahora solo libertad, aunque estamos hablando de distintas libertades. Antes, en cuanto la policía gritaba por sus megáfonos disuélvanse, ya sabías lo que iba a pasar y salías corriendo; ahora también, pero en dirección hacia la policía para enfrentarse a ella. He visto imágenes de policías, asustadísimos con toda la razón, acorralados por unos jóvenes que les lanzaban todo tipo de objetos, hasta vallas de esas amarillas que pesan una barbaridad. ¿Estaban indignados por alguna injusticia? No lo sé, pero lo que sí sé es que estaban borrachos.

Recuerdo que una vez en el vestíbulo de la Facultad de Químicas nos encontrábamos dos estudiantes, sólo dos, cuando entró la policía, los temibles grises, y con muy malos modos nos gritaron: ¡disuélvanse! A nosotros la orden nos pareció inapropiada fuera del laboratorio, aún así nos disolvimos inmediatamente sin que quedaran resto de lo que fuimos. 

Eso sí eran tiempos felices, no como ahora. Felices para la policía, naturalmente. A mí nunca me ha pasado, pero saber que das miedo, tiene que proporcionar cierto tipo perverso de felicidad. Yo creo que la felicidad así, la que roza las perversiones, es más satisfactoria que por ejemplo, la que se siente haciendo la compra los viernes. 

Quién sabe, es posible que los jóvenes que se enfrentan a la policía experimentan alguna forma perversa de felicidad porque en lo más íntimo de su ser saben que no van a tener ninguna otra fuente de satisfacción. 

Tienen un futuro muy negro y se vengan de la única manera que se les ocurre. Quizá no sea la peor de todas.



Leoncio López Álvarez

sábado, 28 de agosto de 2021

Qué difícil es hacer las cosas sencillas



Una de las grandes verdades de esta vida es que todo, absolutamente todo, exige un aprendizaje. Dicho de otra manera: nada se hace con facilidad si antes no lo has intentado varias veces. 

Como prueba de este axioma inexorable, angustiosa redundancia pues cualquier axioma si realmente lo es, es inexorable, iba a contar lo de la paloma de Picasso, pero ya que sale Pablo Picasso, mejor voy a contar lo de su nombre. Tiene mucha más gracia y es menos conocido. 

Pablo Picasso, se llamaba  Pablo Diego José Francisco de Paula Juan Nepomuceno María de los Remedios Crispiniano de la Santísima Trinidad Ruiz Picasso. Su padre podía haber seguido añadiendo nombres hasta cubrir todo el santoral pues realmente esa fue su intención, pero supongo que en el registro civil saben cuándo frenar el entusiasmo de unos padres excesivamente devotos. En efecto, en el caso de Picasso, la abundancia de nombres no se debía a una extravagancia paternal, sino a un acto de agradecimiento, pues el bebé Pablito estuvo a punto de morir en sus primeros momentos de vida y sus padres en alabanza a los santos trataron de que todos estuvieran representados en la cartilla de nacimiento.

Decía que todo, hasta lo que aparentemente es de una sencillez abrumadora, precisa de entrenamiento. Por ejemplo, cuando estuve en Cantabria y Galicia, estos días pasados, me propuse aprovechar el viaje para tomarme las cosas con calma, sin prisas, tardando muchísimo en hacer lo que fuera. Parece fácil, pero no me salía. Sobre todo al principio, luego poco a poco fui aprendiendo.

Los primeros días desayunaba a la carrera como si tuviera que ir luego a mi boda. Después, recapacitaba y me recordaba a mí mismo que uno de los propósitos del viaje era encontrar la paz que proporciona la ausencia de compromisos y por tanto de prisas.

Por las tardes me sentaba en la terraza de una cafetería dispuesto a disfrutar del lento avance de la sombra del edificio, pero en cuanto el camarero me traía el café, ya estaba yo inclinado sobre él, añadiendo el azúcar y a continuación disolviéndola con movimientos enérgicos de la cucharilla. Calma, me recordaba, y entonces desaceleraba la acción simulando ser un hombre sosegado y tranquilo. Miraba a mi alrededor y veía a verdaderos profesionales de tomarse las cosas calmadamente con auténtica envidia. Allí había una señora octogenaria que probablemente estuviera en la terraza desde el día anterior, sin pestañear, mirando fijamente la evolución de media docena de moscas que perseguían la felicidad en el borde de una taza de café con leche ya vacía. Esa señora padece una diabetes galopante, pensé. Muy cerca, un caballero que podía ser su padre, completaba un crucigrama con asombrosa tranquilidad. Qué envidia, a mí, en cuanto me sale "americanismo de la planicie venezolana para indicar sobrepeso en una res", ya me revuelvo incómodo en la silla. En un momento elevó la vista del periódico y me miró compadeciéndose de mí; no me extraña.

Pero no es necesario ser viejo para tomarse las cosas con ejemplar tranquilidad. Hay gente que es así, supongo que después de haber pasado muchos días en Cantabria y luego Galicia. Yo estuve muy pocos pero la verdad es que al final me salía mucho mejor eso de no hacer las cosas cagando leches.

Me encantaría ser de esas personas que entran en el avión cuando todo el mundo está ya en sus asientos, con total tranquilidad. Me dan mucha envidia porque yo me he tirado una hora en la sala de embarque temiendo perder el vuelo.

Las compañías aéreas, en lugar de ofrecer bebidas a los pasajeros, deberían despellejar en vivo a estos viajeros que consiguen entrar en el avión recién salidos de la ducha, prácticamente. Es propio de la envidia, despertar instintos asesinos, al menos en mi caso.

Creo que voy a necesitar pasar más días sin otra cosa que hacer que ver llover. Además, en el norte se come muy bien.


Leoncio López Álvarez




sábado, 21 de agosto de 2021

Sin bragas

 




El número de palabras que existen en nuestro idioma, palabra arriba palabra abajo, sobrepasa la, en principio apabullante cifra de 100.000. Esta inexactitud, de palabra arriba palabra abajo, algún listillo pensará que sobra, pues basta con contar cuántas entradas tiene el diccionario de la RAE para dar la cifra cabal y exacta. Vale listillo, pero eso no constituye el léxico de un idioma, que se calcula añadiendo un 30% al número de  palabras que figuran en el diccionario. Lo del 30% tampoco es exacto sobra decirlo; habitamos un universo que detesta las exactitudes. Además, en esta cifra no redonda no están incluidos los americanismos, como por ejemplo guaira que también se puede escribir huaira, huayra, incluso waira y wayra. Otra inexactitud. ¿Qué es una guaira? Sin entrar en detalles, una flauta.

Con tanta palabra parece lógico pensar que todas nuestras necesidades de comunicación están cubiertas, ¿no? y que no vamos a tener problemas en localizar el término adecuado para representar el concepto que tenemos en la cabeza. Esto me recuerda que antes, en el colegio, teníamos la asignatura de filosofía, disciplina que requiere una precisión exquisita a la hora de escoger las palabras pues de ello depende que nuestra metafísica se entienda correctamente y no quedemos como gente con una metafísica deplorable, o peor aún, sin metafísica. Por eso en las primeras lecciones nos enseñaban a escoger delicadamente el término que mejor se ajustara para representar la idea que queríamos proyectar en el cerebro de nuestro interlocutor. La mente es como una pantalla de cine, y si por los oídos entra el sonido mesa, inmediatamente en la pantalla aparece un mueble de madera con cuatro patas. Luego, los detalles terminan de definir cómo es esa mesa, pero de momento ya hemos descartado 99.999 posibilidades. Un enorme avance.

Pues bien, decía que a simple vista, todo parece indicar que después de 50.000 años desde que empezamos con esto del lenguaje, ya podíamos merecidamente tener seguridad a la hora de expresarnos. Pues, sí y no. Hay huecos. En el idioma español existe huecos sin que haya rastro de la palabra exacta para definir con elegancia lo que tenemos en la cabeza. Por ejemplo, la palabra “braga”, “bragas” o en su versión más infantil para quitar dureza a la cosa, o acritud que también vale, “braguitas”. “Bragas” o cualquiera de sus derivados es un término único y desdichado para representar el concepto de ropa interior femenina que cubre sexo y anejos.

Volvamos a la pantalla de cine que tenemos dentro de nuestra mente, y escuchemos “bragas”. ¿Qué aparece inmediatamente en un rincón de la pantalla? Una suerte de trapo tirado en el suelo hecho un burruño que sin verlo sabemos que es de gran tamaño y aspecto… que no hace justicia a lo que puede esconder. Si acaso, “braguitas” mejora bastante la representación que nos hacemos, pero reconozcámoslo, resulta ridículo. 

A esta escasez de términos para algo tan cotidiano y presente en nuestras vidas, hay que añadir la confusión de que “braga” también se refiere a una bufanda tubular, por cierto, práctica prenda para los moteros sin la cual el número de faringitis entre este colectivo se dispararía incontroladamente.

El inglés, idioma mucho más rico en número de palabras, cerca de 180.000, tiene ocho formas de referirse a nuestras bragas únicas: Knickers, pants, panties, undies, drawers, thong, briefs y french knickers. A bote pronto, french knickers parece mucho más sexi que bragas, no me digas.

Pues eso, que hay conceptos que a la hora de encontrar el término que los represente nos han pillado en bragas, que diría mi profesor de filosofía. Todo un filósofo.




Leoncio López Álvarez


martes, 17 de agosto de 2021

Casas que son como hogares

 




Me he cambiado de casa. Ahora vivo en una mucho más moderna, recién hecha, con domótica avanzada que me permite poner en marcha el horno desde Albacete con mi teléfono móvil, como si eso fuera imprescindible. Digo lo de la domótica, como ejemplo, para dejar claro que se trata de una casa estupenda y que nada de lo que voy a decir a continuación es una queja. Se trata sólo de una reflexión sobre la vida, porque hablar de casas es hablar de nuestras vidas de la misma forma que hablar de macetas es hablar de plantas.

Las casas son como los zapatos, te sientes realmente a gusto cuando ya has andado con ellos unos cuantos kilómetros. Al principio todo resulta extraño en tu nuevo domicilio y es posible que por la noches enfiles hacia la cocina pensando que vas al cuarto de baño. Afortunadamente, una vez que llegas allí encuentras muchas pistas que te sacan de tu error y la cosa, ya que a tu lado está la nevera, acaba bebiéndote un vaso de agua, justo lo contrario de lo que pensabas hacer. 

Por cierto, domicilio es un término burocrático sin pasión, no como hogar, que es un termino pasional sin burocracias. Con el tiempo, los domicilios se acaban convirtiendo en hogares, y si no al tiempo.

¿Cuándo siente uno que la casa en la que vive es realmente su casa? ¿En qué instante sabes que ese es tu verdadero hogar? Yo he pensado bastante sobre este asunto y he llegado a la conclusión de que eso ocurre en el momento en que caes enfermo. Las casas están hechas de sensaciones y no hay sensaciones más intensas que las que se experimentan en momentos de  infortunio, como cuando tienes gripe o paperas. Por tanto, es necesario pasar dos o tres días sin salir de la cama con fiebre para darte cuenta de que estás en tu verdadera casa. El dormitorio, ese lugar sagrado donde no sólo duermes, es el sitio más seguro de todos dentro de tu mente simbólica, representa el útero materno y allí nada malo te puede pasar. No hay que encontrarse demasiado mal para acudir al dormitorio a cobijarte, un simple malestar o una digestión que se alarga es suficiente para buscar refugio entre sus paredes. Si esa habitación, si el dormitorio cumple a la perfección con la salvífica función que lo distingue sobre el resto de las estancias, entonces puedes estar seguro de que te encuentras en tu hogar. Ya podemos hablar de hogar, no de domicilio, ni siquiera de casa: hogar.

 Desde que vivo en mi nueva casa gozo de una salud estupenda, de modo que aún no he tenido ese momento de consolidación espiritual que me permita estar seguro de que me encuentro en mi hogar. Que conste que hago todo lo posible por pillar un buen trancazo que me saque de dudas, pero con este calorazo no hay manera.

En fin, esperaré al invierno, a ver qué pasa.




Leoncio López Álvarez


martes, 10 de agosto de 2021

El misterio de las gasolineras

 




Hacía mucho tiempo que no me hacía un viaje largo por carretera (claro, con la pandemia…) hasta que la semana pasada, harto, cogí mi moto y juntos nos fuimos a tierras del norte. No me acordaba yo de todos los detalles que lleva consigo el trashumar por los caminos de Dios pero en cuanto llegué a la primera gasolinera, aislada pero no solitaria, me volví a fijar en algo que siempre me había llamado la atención.

Todas tienen el mismo patrón, en algún lugar antes de llegar a la caja para pagar, tienes una zona donde venden distintas mercancías, y según el espacio del que dispongan puede ser un auténtico bazar. Y ahora viene lo realmente llamativo: en las grandes, incluso las medianas y no sólo en las gasolineras de Albacete que podría ser comprensible, en todas, siempre encontrarás una  vitrina llena de navajas a la venta.

En casi todas las gasolineras de España puedes comprar una navaja. ¿Por qué? Tienes navajas de todo tipo y tamaño: automáticas, estiletes, facas de siete muelles, cuchillos de montería con el mango imitando la pata de un ciervo, que ya me contarás tú,  machetes del ejército con la funda de camuflaje, cuchillos para destazar cerdos, imaginativos diseños ninja con pinchitos mortales por todos los lados, incluso tienen navajas de paracaidista reconocibles por su hoja curva muy apropiada para cortar los cordines del paraca en caso necesario. Lo que no está claro es por qué puede ser necesario desligarte del invento que te salva la vida, pero esa es otra historia, y desde luego lo que no está en absoluto claro es que tan específico artilugio se venda en las gasolineras.

Yo, si en algún momento quisiera comprarme una navaja, algo muy poco probable, sin ninguna duda iría a una gasolinera grande dónde encontraré sin problema el modelo que ando buscando.


Recuerdo que cerca de donde yo vivía había una tienda dedicada específicamente a vender este tipo de productos, cuchillos, navajas, tijeras, incluso hachas, todo un despliegue armamentístico dedicado al trinche y al ars cisoria, que con letras grandes anunciaba en la fachada:

VACIADOR.

Siempre me pareció un nombre muy bien escogido para la tienda. Supongo que ahora estará cerrada debido a la feroz competencia de las gasolineras. Una pena.







Leoncio López Álvarez

domingo, 1 de agosto de 2021

Series

 





Antes, de la tele sólo veíamos los documentales de la Dos, ya lo sabemos, pero la cosa ha cambiado una barbaridad. Ahora ya nadie se acuerda de los ñus cruzando el río Mara ni de los elefantes en el Serengeti, ahora lo único que vemos de la tele son series. Y eso se nota en todo. La proliferación de series en televisión ha modificado la realidad de la misma forma que un planeta gigante, o mejor, un agujero negro, modifica el tejido del espacio-tiempo (eso lo sé porque lo vi en un documental de la Dos).

La forma de hablar, de vestirnos y hasta la música que nos gusta, viene sin que nos demos cuenta, determinada en gran medida por las series de moda. Es lógico, hay que estar muy vigilante para no sentirse influenciado por lo que vemos, a veces con desmesurado entusiasmo. Conozco gente que se tira un día entero viendo la última temporada, completa, de su serie favorita que a lo mejor son catorce episodios. Así, todos seguidos, plas, plas, plas… Eso, desde luego no ocurría con los documentales de la Dos, lo más lejos que llegábamos era ver tres capítulos seguidos de la Guerra del Pacífico y al final nuestra atención ya no era capaz de asimilar qué había pasado en la batalla de Midway.

Hay aspectos en los que la influencia que sobre nosotros ejerce el abuso de series, día a día, y en mi caso noche a noche, resulta sorprendente y muy gratificante. Yo antes de tanta serie, soñaba como todo el mundo, me conformaba con lo que hubiera en ese momento, pero ahora lo hago seleccionando los sueños que me apetecen para esa noche, de la misma forma que elijo la serie que quiero ver. Los tengo de variado contenido: que vuelo sin problema dando un simple salto, que puedo respirar bajo el agua, que estoy en una casa encantada…, sueños eróticos, por supuesto, y otros angustiosos en los que me veo suspendiendo un examen después de haberlo preparado concienzudamente o que me persigue un toro sin que yo pueda escapar. Elijo el sueño que me apetece para esa noche, y hala, a disfrutarlo… hasta que suena el despertador a las siete de la mañana y me deja en mitad de lo que estuviera haciendo en mi sueño, y aquí es donde viene lo mejor. Resulta que luego, por la noche, puedo seguir con el sueño en el mismo punto en que lo dejé el día anterior, exactamente igual que hago con los episodios de las series. ¿No es fantástico?  Naturalmente también lo puedo retomar en la siesta, o en la cabezadita que normalmente me doy cuando cojo el tren de cercanías.

He de confesar que últimamente me busco cualquier excusa para quedarme frito un ratín y ver cómo sigue el sueño que estaba viviendo en ese momento, de hecho, hay días que me paso todo el rato durmiendo, es decir soñando. Este artículo, por ejemplo, lo he escrito soñando que era un afamado escritor de artículos y que me pagaban 1.000 euros por cada uno. Probablemente me suba el precio dentro de poco.

En mi próximo sueño veré como me gasto parte de mi fortuna acumulada.

  


Leoncio López Álvarez