martes, 31 de octubre de 2017

La chica de la curva






Soy de las pocas personas que no están al tanto de todos los detalles sobre Halloween. Lo digo porque cuando llega el mes de octubre a sus últimos días, florecen expertos en explicar su historia, etimología, país de origen, porcentaje de ciudadanos que se disfrazan, número de calabazas que se agujerean... cada vez es más complicado revelar un aspecto desconocido de Halloween. He de reconocer que nunca me he sentido atrapado por esta fiesta, quizá porque me ha pillado a una edad en que ya no me hace ilusión que mis vecinos me regalen caramelos, ni siquiera, tirarles yo un huevo crudo, aunque he de reconocer que esto último tiene muchas posibilidades de que aún lo acabe haciendo. Tampoco tengo hijos en los que delegar el divertimento, de modo que cuando llega el Día de todos los santos, pues a mí, ni fu ni fa. Lo único que sé, es lo que ya sabía desde que se llamaba así, el Día de todos los santos y ponían Juan Tenorio en la tele, y es que los muertos andan por medio. Tengo que reconocer que ese aspecto lo convierte en una fiesta interesante y por eso me he animado a escribir algo relacionado con Halloween; exactamente una historia, una historia real.




LA CHICA DE LA CURVA

En otoño suelo hacer un viaje en compañía de un grupo de amigos para inflarnos a comer los mismos platos de siempre pero con setas, autoengañados y autoconvencidos de que el motivo real del viaje es contemplar la belleza terminal de los campos en esta época del año. Ciertamente, cada año debemos retrasar más nuestro periplo porque cada vez los campos otoñean más tarde por culpa del cambio climático. Pues bien, resulta que este año hemos pensado que no tiene sentido hacer nuestro acostumbrado viaje otoñal dado que ni hay otoño, ni hay setas. Para ver los almendros en flor, mejor nos vamos en primavera, dijimos. Así que todo parecía pintar que nos quedaríamos cada uno en su casita, pero, lo que son las cosas, me acabo de comprar una moto y es fácil entender que arda en deseos de probarla. Se trata de una estupenda máquina diseñada para ir a más de doscientos kilómetros por hora con la seguridad que proporciona la tecnología más avanzada, y por tanto cara, del momento. Mi sueño de hace mucho tiempo, por fin está en mi garaje. Naturalmente las ganas de subir en sus 160 caballos me apremiaban desde que la saqué del concesionario y qué mejor momento que el famoso viaje otoñal, aunque fuera yo solo. Pensado y hecho: el otro día salí hacia la Sierra de Urbasa dispuesto a llevarme una gran decepción por no ver los tonos ocres que deberían estar presentes, pero dichoso de sacar el mayor partido a mi recién adquirida montura. Y aquí viene lo bueno. Me pilló el cambio de hora a traición, siempre me pilla a traición, y se me hizo de noche antes de llegar al pequeño hotel con encanto donde había reservado, de modo que tuve que conducir sin el aliciente de ver el paisaje. Bastante tenia con ver la línea central de la carretera, pues he de decir que en cuanto a velocidad punta nada tengo que reprochar a mi nueva moto, pero de iluminación, resulta a todas luces insuficiente. Para agravar la situación, la carretera era totalmente desconocida, flanqueada por dos líneas de árboles extrañamente altos, y llena de curvas. Las curvas son el mejor regalo que puede recibir alguien que está probando su nueva moto, lo sabemos, pero solo en el caso de que sea capaz de verlas. Y yo, del todo, no las acababa de ver, de modo que circulaba a escasa velocidad, al menos comparada con la que yo acostumbro a llevar. Gracias a esta precaución no atropellé a una chica que estaba en mitad de la carretera a la entrada de una curva amplia y bien peraltada, de las que da gusto tomar inclinando la moto hasta el límite. Supuse que era una chica porque llevaba una especie de camisón largo, hasta los tobillos, pero tenía la cara oculta por una capucha. Y no, no iba vestida de blanco, sino de negro. Tan negro, que si la vi, fue gracias al brillo que refulgía en una extraña herramienta que la sobrepasaba en altura. Di un frenazo que demostró el excelente funcionamiento del sistema ABS  y me detuve a su lado.
    -¿Qué narices haces aquí? –pregunté de muy mal humor parando el motor para que me oyera bien- ¿Te crees la chica de la curva?
La chica apenas se movió, simplemente giro la capucha hacia mí y juraría que vislumbré dos puntos rojos en su interior. Me respondió con una voz que sonaba a alguien quitando la pintura de un coche con una rasqueta.
    -¿Qué chica de la curva?
    -Olvídalo. Mejor será que te vayas a tu casa, y no olvides que debes caminar por el lado izquierdo de la carretera.
Puse de nuevo la moto en marcha dispuesto a marcharme, pues tampoco quería llegar demasiado tarde a mi pequeño hotel con encanto, pero no pude. Una mano blanca salió del manto y sujeto la mía. A pesar de llevar unos estupendos guantes con refuerzos de kevlar en el dorso, supe que la mano estaba fría y era dura. Por un momento pensé en meter primera y marcharme a toda velocidad pero algo indescriptible me obligó a quedarme allí.  Sin saber por qué me quité el casco y volví a detener el motor. Por una extraña intuición supe que nadie pasaría por esa carretera.
La mano que sujetaba la mía, se desasió con suavidad. Escuché, antes de que hablara, el sonido del aire pasando por lo que me imaginaba una traquea en pésimo estado. Esa chica debía de fumar muchísimo.
Su aliento me llegó sin temperatura con olor a hongos en descomposición.
    -¿Te has mirado últimamente tu nivel de colesterol? –me dijo de forma autoritaria.
    -No, la verdad –respondí tan desconcertado como cohibido-. Tenía que haber ido la semana pasada a hacerme los análisis pero me dio cosa porque supongo que estará por las nubes.
La capucha se movió de arriba abajo, afirmando lo que acababa de escuchar.
    -Y claro, del electrocardiograma, ni caso, ¿verdad?
Recordé que el médico me dijo cuando fui a verlo antes del verano que vigilara el colesterol y que tuviera mucho cuidado pues en la exploración que me hizo del corazón había observado que tenía arritmias.
Bajé la mirada un tanto avergonzado por no haber hecho, efectivamente, ni caso a lo que me dijo el médico.
    -Ya, pero de pimplar, de eso no nos hemos olvidado, ¿verdad? –continuó taxativa-. Al vino sí que le hacemos caso, ¿a que sí? Por no hablar de la falta de ejercicio y las morcillas, que te encantan.
    -Hombre.....
    -Ni hombre ni hombra. Pero vamos a ver, ¿y ahora qué hago yo contigo?
Yo seguía cabizbajo, sin atreverme a mirar a la cara a la chica de la curva, para empezar porque no estaba seguro de que tuviera algo que pudiera llamarse cara.
    -Es qué yo... -balbuceé.
    -Es que yo, es que yo... ay, señor.
La chica de la curva, apoyó en el quitamiedos de la carretera la guadaña que seguía refulgiendo, y después sacó una libreta de notas de alguna parte del manto negro, al tiempo que en su otra mano apareció un bolígrafo de los que tienen un botoncito arriba. Lo accionó con determinación varias veces de forma rutinaria, y después de varios “cliks”, empezó a escribir con rapidez en la primera hoja.
    -Me vas a tomar unas estatinas para el colesterol, veinte miligramos en el desayuno todos los días. Y estas pastillas para el corazón, una en la comida y otra antes de acostarte; no quiero sustos. Si notas un dolor agudo en el costado izquierdo, inmediatamente te tragas esta otra pastilla de aquí. Y ya sabes, tienes que hacer ejercicio. Quién mueve las piernas mueve el corazón, que decía mi abuela.
Con un gesto enérgico arrancó la hoja del block, me la tendió y resolutivamente volvió a coger la guadaña dispuesta a marcharse. Yo tomé la nota escrita con la típica letra de médico que solo los farmacéuticos entienden, me la guardé en la cremallera de la chupa y observé cómo se daba media vuelta y enfilaba hacia la línea de árboles de la cuneta.
Aún seguía hablando sin volver la cabeza antes de internarse definitivamente en el bosque:
    -¡Ah, y me gusta que conduzcas así, despacito! Ni te imaginas el trabajo que me da el exceso de velocidad. Si es que hay cada loco por ahí...

Yo acerté a decir un improcedente “gracias, buenas noches”, que no creo que llegara a escuchar, puse el motor en marcha, me ajusté bien el casco y seguí hacia mi pequeño hotel con encanto. Ya probaría mi moto al día siguiente con la luz del sol.




sábado, 21 de octubre de 2017

Yo, atónito






Jamás pude imaginar que las ansias separatistas, producto de un egoísmo nacionalista evidente, llegaran al extremo que estamos viendo. Yo, atónito.

Estoy atónito por todo, desde el principio hasta hoy mismo, pasando por el simulacro de referéndum.

En un principio porque donde no había ningún problema irresoluble, Puigdemont lo creó. Cierto que el gobierno del PP también colaboró en aumentar la lista de los independentistas, mucho antes de que Puigdemont sustituyera a Mas cuando se vio obligado a dimitir, pero esa es otra cuestión.
No nos engañemos, el motivo para reclamar la independencia no era porque el pueblo catalán estuviera viviendo una situación de injusticia, con un gobierno central opresor que les prohibía mantener su cultura (qué sentimiento de la propiedad sobre la cultura tan deleznable), o hablar su lengua, no, no era por eso sencillamente porque eso no es cierto; más bien al contrario: Cataluña es una de las regiones de Europa con mayor autonomía y libertad, y en cuanto a la lengua, si quieres trabajar allí más te vale que aprendas catalán porque si no, no tendrás la plaza de lo que sea. El motivo de reclamar esa independencia es precisamente por todo lo contrario, porque no quieren aportar la parte que les corresponde de los beneficios de ser una región rica. Todo lo que obtienen de ser la Comunidad que más se beneficia del comercio interior se lo quieren quedar íntegro. No olvidemos que su principal cliente son las regiones a las que niega su solidaridad. Les parece excesivo contribuir con la parte que les corresponde y al grito de “España nos roba” empezó su amor por la secesión (la falsedad de los famosos 16.000 millones ya ha quedado demostrada, con lo cual no voy a invertir tiempo en volver a argumentarlo aquí). Digamos entonces que se trata de una revolución de pijos. Y eso no está bien, porque las revoluciones, tal como estamos acostumbrados, las tienen que iniciar pueblos oprimidos, no los que más tienen, y deben partir de situaciones de injusticia que todos veamos evidentes, y no por un atroz egoísmo con los que compran tus productos y mandan a sus hijos a que trabajen allí porque en su tierra natal tienen menos oportunidades. El mismo Puigdemont debe de saber ésto, pues es nieto y bisnieto de jiennenses y almerienses.
Por cierto, cómo me alegro de que en Madrid, ciudad de aluvión, no existan las palabras charnego (xarnego, en la lengua catalana) ni maqueto.

Estoy atónito por la forma en que continuó la gracia, y cada vez que escucho a un independentista hablar de los métodos antidemocráticos del gobierno me acuerdo de los días 6 y 7 de septiembre. Creo que ningún independentista que habla de métodos antidemocráticos lo recuerda. Lo comprendo.

Estoy atónito porque se han tomado en serio el resultado de una votación ridícula y pantochera sin nada que la aproxime a una votación seria y cabal, de las que se estilan en los países democráticos.

Y finalmente estoy atónito por su reacción a la propuesta de aplicar el artículo 155 de nuestra constitución, cuando desde el principio sabían perfectamente que iba a suceder así. Esta aplicación cuenta con el respaldo de los partidos mayoritarios del País y su apoyo no es un apoyo al PP, como tratan de traducir los separatistas, sino un apoyo a la legalidad, un apoyo a la Ley y un apoyo a la democracia. Como tiene que ser.

Pero sobre todo estoy atónito porque se diga que esto es una reacción tardo franquista.


Qué pena, qué grandísima lástima. En fin, ya vendrán tiempos peores que me harán olvidar el día de hoy.








lunes, 9 de octubre de 2017

Es peligroso asomarse al interior









Hace casi seis años inauguré La tertulia perezosa, y ahora, después de todo ese tiempo me doy cuenta de lo bien que elegí el nombre. Más que por tertulia, por perezosa. Me da pereza escribir un nuevo artiblog. Sobre todo últimamente, yo no sé qué me pasa, pero he de confesar que donde antes había disposición ahora hay dejación. Supongo que la desgana en parte se debe a estos bochornosos días de otoño.

Pero si tienes un blog tienes que responsabilizarte de él, no puedes hacer como si no existiera, ¡es tu blog! Tienes que cuidarlo, estar pendiente de su estado, alimentarlo, y sí, también mimarlo.  Es como tener un perro: si has decidido tener un blog en casa, mejor será que tengas asumido que exige ciertos sacrificios, y en ningún caso lo puedes dejar abandonado.
Ya pero es que me da pereza, puede decir alguien que sea como yo, y entonces yo mismo le digo, pues mira, no haberlo tenido.

Pero siempre hay una salida más o menos airosa para estos casos. Se trata de husmear en tu ordenador, hurgar en carpetas antiguas, algunas casi olvidadas, donde tienes escritos un montón de cuentos acumulando algún tipo de polvo digital, y elegir el que mejor te parezca. Esa es una solución cómoda y rápida, pero aún existe otra mejor: promocionar tus libros publicados. Buscas fragmentos de capítulos que consideres que pueden servir de gancho para que algún lector despistado se interese por seguir leyendo, y de la forma más natural lo subes al blog. No está mal. Luego está la solución que he encontrado hoy, que es una mezcla de las dos anteriores: voy a subir un cuento de los muchos que componen mi libro El astrofísico que era poeta y otras cosas peores, editado por Ediciones Oblicuas. No tengo más remedio que añadir que está disponible en La casa del Libro, tanto en formato digital como en papel, y mucho más fácil, pinchando en la portada del libro que aparece a la derecha y que lleva directamente a la editorial.

Bueno, de momento, aquí va el cuento:



Es peligroso asomarse al interior




Que se sepa, nadie ha visto a Heracles con prisas. Nunca. Por eso me sorprendió tanto ver cómo cruzaba el otro día la calle a paso ligero y dando de vez en cuando grandes zancadas olvidando su proverbial compostura. Él siempre ha mantenido que a no ser que te dediques a ello profesionalmente no existe ninguna razón que te haga correr, ninguna. Y aún va más lejos con esta teoría pues dice que una de las formas más lamentables de perder la dignidad se produce precisamente en el momento en que alguien romper a correr, sobre todo si corre pretendiendo que nadie se da cuenta de que está corriendo. Esta situación se da especialmente cuando has empezado a cruzar una calle y de repente se acerca una avalancha de coches que suponías que se iba a desencadenar mucho más tarde pero el maldito semáforo ha durado menos de lo calculado. Entonces, los miras de reojillo aparentando tranquilidad sin ninguna intención de acelerar el paso, pero ante el inminente atropello no te queda más remedio que echar el cuerpo hacia atrás y dar ridículas zancadas a una velocidad mucho mayor de la mantenida hasta ese momento. Eso era justo  lo que de forma grotesca estaba haciendo mi buen amigo Heracles, de modo que picado por la curiosidad corrí tras él para descubrir  cuál podía ser la causa de su comportamiento. Le alcancé justo cuando acababa de parar un taxi. Tenía ya medio cuerpo dentro.
    -¡Heracles! –resoplé- ¿a dónde vas con tanta prisa?
Heracles se volvió sorprendido.
    -¿Eh?, ¡Ah, hola, qué tal! Perdona pero es que voy  un poco acelerado.
    -No me digas –respondí entusiasmado al ver a mi gran amigo en apuros- ¿te puedo acompañar?
Esta última frase la pronuncié ya dentro del taxi, pues no existe mejor política que la de hechos consumados.
    -Claro, claro, pero siéntate a mi lado, no encima.
    -Tenías que haberte visto cómo cruzabas la calle, parecía que te perseguía un perro.
    -¿Un perro dices?, sí, seguro que también... ¡Coja la Gran Vía, la Gran Vía, por favor! –Heracles estaba fuera de si, gritando al taxista- ¡mejor por la Gran Vía!
    -La Gran Vía estará más atascada...pero cuéntame, viejo amigo, por qué huyes de esta manera... ¿quién te persigue?
Heracles se calmó aparentemente y tras intentar respirar a un ritmo normal me dijo de la forma más natural que pudo:
    -En este momento andan detrás de mí unos cuantos asesinos a sueldo, los peores y más sanguinarios sicópatas y decenas de piratas entre los que incluyo filibusteros, bucaneros y corsarios. Me quieren dar alcance temibles espadachines borrachos y pendencieros, criminales de todo tipo,... también me persiguen guerreros galácticos, pistoleros salvajes, indios apaches,... ah, sí, y los enanos wanda.
    -¿Qué has hecho? –por supuesto, yo no ponía en duda lo que acababa de confesarme Heracles. Él nunca miente.
    -Una catástrofe, un accidente,... un accidente doméstico eso es.
Mi cara tenía la severidad suficiente para que sin decir nada, Heracles siguiera dándome explicaciones.
    -He tenido un escape. ¿Sabes qué ocurre, por ejemplo,  cuando se suelta la manguera del desagüe de tu lavadora?
    -Que se sale toda el agua y pone la cocina perdida. Una vez se me inundó a mí y caló hasta tres pisos por debajo del.... –Heracles me interrumpió. No le interesaba mi anécdota particular, simplemente ver que había entendido lo que era un escape.
    -Exacto. Pues eso me ha pasado a mí, pero en un libro. Por aquí a la izquierda, por favor –Heracles indicó al taxista el camino hacia donde solo él sabía que íbamos- Un libro terrible. Se llama “historias de los peores criminales de la literatura”. Lo estaba leyendo tranquilamente y por una maldita estupidez, se me ocurrió arrancar una hoja que tenía medio suelta. Fue como quitar el tapón de seguridad a una caldera. En seguida empezaron a salir todo tipo de personajes en un torrente imparable. Todo el salón de mi casa anegado de maniacos,... yo no daba abasto a recogerlos y cuantos más echaba al cubo con la fregona, más seguían saliendo,... una auténtica inundación que no podía controlar. Se me ha puesto la casa perdida de asesinos y tunantes,... no te puedes hacer una idea. Luego, empezó a salir otro tipo de inmundicias: verbos defectivos, conjunciones copulativas, oraciones de ablativo absoluto, sintagmas de todo tipo,... un auténtico desastre – Heracles hizo una pausa para respirar-. Bueno, al menos, estos últimos según se derramaban por la habitación se quedaban ahí quietos, acumulándose unos encima de otros, sin hacer nada, pero los personajes son todos muy violentos y en cuanto se dieron cuenta de mi presencia empezaron a perseguirme. Bueno al principio se mataban unos a otros, pero luego la emprendieron conmigo... en fin. ¡Pare, aquí es!
Heracles se bajó del taxi tan apresuradamente como había subido y luego desapareció engullido por un oscuro portal. Yo le indiqué al taxista que volviera al mismo punto donde nos había recogido y según nos alejábamos tuve tiempo de ver una placa en el portal que indicaba que ahí vivía un encuadernador de libros. Grimorios, pensé para mis adentros, y por primera vez me di cuenta de lo extraordinariamente raro que puede resultar Heracles a quién no lo conozca.


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