Siempre he sido acusado de ser una persona
superficial.
¿Qué
significa que soy superficial?,
pregunté una de las primeras veces que me llamaron así. Pues… pues eso, que te tomas todo a la ligera, me dijeron en un
tono claramente de reproche, que no
profundizas.
La verdad es que no me quedó nada claro así que no
hice nada por cambiar. Seguí siendo superficial.
He de reconocer que vivía perfectamente con esa losa
sobre mis espaldas, no me sentía diferente ni mermado ni que tuviera un gran
problema que resolver, de hecho ni siquiera me sentía superficial. Hasta que un
día conocí a alguien que me importaba de verdad, y lo que pensara de mí era
fundamental. Entonces sí me preocupé. Desde el principio de nuestra relación
intenté mostrar lo mejor de mí mismo con el fin de enamorarla, de cautivarla
con mi personalidad. Era un esfuerzo terrible pues esa actitud que yo juzgaba
que sería muy valorada, me obligaba a estar a veces serio, incluso taciturno…
quería dar la imagen de una persona reflexiva y profunda. Ella me importaba
demasiado como para permitir que tuviera una mala opinión de mí; por nada del
mundo daría pie a que pensara que yo no merecía la pena y si tenía que fingir,
pues fingiría como un auténtico bellaco.
Pero llegó un día, terrible claro, que después de
besarla con lentitud, como alguien que se piensa mucho las cosas, se separó de
mí y me dijo así, a bocajarro:
-Eres estupendo, lástima que seas tan superficial.
En ese momento me sentí la persona más desgraciada
del mundo.
-¿Cómo que superficial? –dije balbuceando-. Soy muy profundo y no me
tomo las cosas a la ligera –dije con orgullo, sacando pecho.
Ella me miró sonriéndome, no sé si con ternura o con
lástima, me pasó su mano por la cara como si fuera su golden retriber y a
continuación, se marchó. Antes, como si fuera un juez que dicta sentencia, me
dijo:
-Mira dentro de ti, mira a ver qué encuentras, pero mira sin miedo.
Ha sido lo más doloroso que me han dicho jamás. Sin
entender aún el alcance de sus palabras noté un dolor que me quemaba dentro… parecerá una tontería, pero yo
juraría que me dolía dentro del corazón.
Llegué a mi casa conteniendo la tentación de
emborracharme por el camino, me encerré en mi habitación, apagué la luz y me
dispuse a buscar en mi interior. Lo que estaba buscando se encuentra mejor a
oscuras, sin el peligro de que una visión parcial pueda interpretar lo que hay.
Porque tenía que haber algo, tenía que encontrar lo que fuera, ya que de no ser
así todo el mundo que me había llamado superficial estarían en lo cierto.
Busqué, seguí buscando y después de varias horas de
verme a mí mismo cómo era por fuera, cuando ya estaba a punto de rendirme y
asumir que era una persona superficial, de repente descubrí cómo era por
dentro. Fue una epifanía, una auténtica revelación, una visión súbita y
extremadamente clara. Me vi por dentro y me gustó lo que vi porque era yo
mismo. Dentro de mí había un ser idéntico a mí, con mis mismos rasgos, la misma
sonrisa cínica, hasta los bigotes eran clavados. Ya no era una persona
superficial. Era profundo, además mucho más profundo de lo que yo mismo
imaginaba, pues en lugar de conformarme satisfecho por el primer hallazgo,
seguí buscando a ver qué había dentro de ese otro yo que era idéntico a mí y lo que vi me fascinó aún más porque
había otro yo que también era yo. Y
Dentro de ese yo, había otro yo que me miraba exactamente igual que
el primero de todos, de la misma forma que me mira un espejo, porque también
era yo.
En un último esfuerzo, seguí buscando dentro del
último yo encontrado, que ya iba por
el cuarto, y lo que vi… ¡joder!, lo que vi, eso sí que me dejó realmente
intrigado. Dentro de mi último yo
había un dado de laca japonesa, un exaedro perfecto, la piedra cúbica. Era
negro y cada lado estaba marcado por un número. Lo cogí con muchísimo cuidado,
casi con reverencia temiendo que pudiera pasarle algo, a fin de cuentas es lo
que había en mi interior más profundo; algo de respeto merecía. Era precioso,
mucho más bonito que un dado de laca japonesa negro con las caras marcadas con
números correlativos. Sí, ya sé que se trataba exactamente de eso, de un dado
de laca japonesa negro con las caras marcadas con números correlativos, pero
ese en concreto estaba dentro de mí, circunstancia que lo hacía único e
infinitamente más valioso.
Hice con mi dado lo que se hace con cualquier dado:
lo agité dentro de mi puño ahuecado y lo lancé para que corriera sobre la mesa.
Tras varias vueltas que fueron amortiguándose, finalmente se detuvo en una de
las caras, lo cual no tiene nada de sorprendente, pero sí el hecho de que no
mostrara ninguno de los números. En su lugar aparecía una nota musical.
Inmediatamente empezó a salir del dado una dulce melodía, tranquila,
envolvente, que lo llenaba todo, pero eso no era lo único que salía del dado.
También emanaban de él cinco líneas que trataban de mostrarse paralelas, las
cinco líneas del pentagrama sobre las que bailaba la nota musical. Las líneas
se movían sinuosamente alrededor de mis yos,
que estaban los cuatro encima de la mesa como las cajas matruskas rusas que
cada una guarda otra más pequeña en su interior. Entonces me fijé en un detalle que me había pasado
inadvertido hasta ese momento. Mis yos
que había ido descubriendo no eran exactamente iguales ni mucho menos. Cada uno
mantenía una expresión diferente que tan solo podías detectar mirando la
posición del bigote. Mis cuatro yos
representaban cuatro expresiones que respondían a cuatro estados del alma:
paciencia, ternura, sabiduría y venganza. La nota musical, melodiosa y
tranquila, se movía en las cinco líneas del pentagrama que rodeaban a mi yo paciente. Luego pasó a mi yo ternura y la música era aún más
maravillosa, enamoradiza. Las cinco líneas siguieron danzando en el aire como si
fueran una proyección holográfica y llegaron a mi yo inteligencia. Lo envolvieron con una música perfecta,
matemática, con el ritmo y la estructura que hace vibrar al universo. Me dejé
llevar por sus acordes hasta que alarmado me fijé en que solo quedaba un yo que rodear: el yo de la venganza. Inmediatamente retiré el dado y lo guardé en mi
último yo, el de la paciencia. Luego
seguí la secuencia y el yo de la
paciencia lo guardé en el de la ternura y éste en el de la inteligencia. Solo
quedaba un yo sobre la mesa. Dudé. Me
miraba con los bigotes despeinados, furioso, había odio. No me reconocí. Pero
también era yo. Recordé a la persona que tanto me importaba y de sus palabras: Mira sin miedo, me dijo.
Entonces hice lo cualquier persona que no se
considere superficial debe hacer. Guardé mis tres yos estupendos en mi yo
venganza con la esperanza de que siempre se impusieran cualquiera de los otros
tres sobre él. Pero consciente de que también habita dentro de mí.
Por fin había dejado de ser una persona superficial.