Lo siento, pero este año no voy a escribir ningún
cuento de Navidad. La razón es bien sencilla: de repente me he dado cuenta de
que no me gusta escribir cuentos de navidad. Y eso que llevo haciéndolo desde
hace 18 años. Solo disfruté escribiendo los dos primeros; a partir del tercero
se convirtió en una obligación y dejó de hacerme gracia. Lo de siempre. Pues
eso, que lo siento muchísimo, que no hay cuento. Sin embargo...
... sin embargo las navidades son mágicas y de la
misma forma que pueden transformar un corazón de piedra en una serpiente de
mazapán, el zumo de un limón en jarabe de arce y un puño cerrado en mano
abierta, sus hechizos también pueden convertir cualquier cosa en un dulce
cuento de navidad.
No me gusta escribir cuentos de navidad, repito, es
más, los odio con todas mis ganas, pero sí me gusta escribir cuentos de terror
donde moscardones de vientre metalizado zumban alrededor de cadáveres apilados
al borde de las tapias de los cementerios, esperando su turno para pudrirse o
para ser desenterrados por los chacales hambrientos.
Entonces, eso es lo que voy a hacer, escribiré un
espantoso cuento, solo apto para sádicos descerebrados, asesinos y psicópatas,
y que la magia de la navidad se encargue de transformarlo en un bonito cuento
navideño. Y si no ocurre así, solo significará una cosa: que la Navidad y su
puñetero espíritu, son puras patrañas.
Avisado queda el lector. A ver qué pasa.
La noche cayó repentinamente como un cubo de
alquitrán llenando de oscuridad toda la aldea. Apenas eran las seis de la tarde
y los que aún no se había metido en sus casas, no acertaban a encontrarlas
perdidos en una tenebrosidad jamás imaginada. Vagaban con los brazos extendidos
por delante, como fantasmas sonámbulos, temerosos de tropezar con algo
indeseable. Un viento frío silbaba entre las calles, amenazador y cortante. De
repente se oían unos pasos rápidos, asustados, a continuación el sordo impacto
de un cuerpo contra algo sólido y luego nada más que débiles lamentos que se
esfumaban con el viento. Los cuerpos se convertían en niebla y la niebla en
nada. Nada.
Marbol Scar, hacía lo que hacía cada tarde de
invierno, estudiar grimorios, atizar el fuego de la chimenea, trazar extraños
signos en enormes pergaminos y volverse loco tratando de encontrar sentido a
los que ya habían dibujado otros magos del lado oscuro antes que él. Estaba en
el buen camino, o en el malo, según se mire, de conseguir que el mundo fuera
definitivamente desdichado y que nadie volviera a conocer ningún momento de
tranquilidad. Llevaba algo más de dos mil años intentando que el infierno que
él había creado se mantuviera siempre vigoroso, pero al final, llegaba un
momento en que todo el terror y dolor se diluía y la felicidad volvía a cada
rincón de la tierra. ¿Qué es lo que fallaba en su fórmula? ¿Por qué la
humanidad no era indefinidamente desgraciada? ¿En qué se estaba equivocando?
¿Por qué indefectiblemente, una vez al año, la gente era feliz? De repente,
llegaba un momento cada doce meses en que el mal desaparecía, las calles se iluminaban
y la luz se enseñoreaba de la faz de la tierra. Todo el mundo sentía ilusión,
cantaban, bailaban, se reunían con familiares y amigos, celebraban... daba
igual lo que celebraran, el caso es que sin venir a cuento todos se olvidaban
de antiguos rencores, las guerras se detenían, el odio dejaba paso al amor, las
abuelas hacían acopio de pañuelos con sus iniciales que todo el mundo les
regalaba y el mazapán se vendía a espuertas.
Marbol Scar se levantó de su sillón y empezó a dar
vueltas por la habitación cabizbajo buscando una respuesta. Desde un rincón,
Scrum, su enorme gato cazador de serpientes, lo miraba con desaprobación. Un
ratón diminuto, el ratón ojos rojos, chillaba desesperado tratando de evitar
ser despedazado por la lechuza que se fijaba en todo, aunque en esos momentos
solo miraba a su presa. Un murciélago eviscerado atraía a moscas, cucarachas y
hormigas hambrientas que se disputaban con violencia el festín. La calavera de
un carnero miraba con sus ojos huecos el espectáculo como testigo de lo que a
ella misma le había pasado, y un hurón dormitaba inconsciente sobre la leña. En
la marmita, enormes burbujas verdosas reventaban incansablemente liberando un
fétido vapor que fluía por toda la habitación con su olor hediondo, y hacía de
respirar una tarea fatigosa y extremadamente molesta.
La verdad, es que más que miedo, todo daba mucho
asco.
De repente, como si se hubiera congelado el universo,
Marbol Scar se detuvo y con él todas las demás criaturas también cesaron su
actividad. El hurón que dormitaba sobre la leña, por el contrario, se despertó
súbitamente mirando con pasmo todo lo que le rodeaba. Cientos de chinches
saltaron despavoridos de la cabeza del nigromante mientras se rascaba debajo de
su mugriento sombrero. Una idea acababa de entrar en su podrido cerebro, una posible explicación a lo que no
entendía. Se dio cuenta de que cada año el momento en que todo el mundo dejaba
de sufrir y se convertía en una masa de seres felices, siempre caía en las
mismas fechas, justo al rededor del 24 de diciembre. Qué curioso, ¿no? Se
preguntaba, aunque lo realmente curioso era por qué había tardado dos mil años
en darse cuenta de algo tan evidente, pero esa es otra cuestión.
Era extraño, precisamente en navidades, pensaba, muy
extraño... ¿Por qué? ¿Por qué la gente es más feliz precisamente cuando las
circunstancias son las más desfavorables de todo el año? Todo es mucho más
caro, a cualquier sitio que vayas hay unas colas interminables, los atascos son
monumentales, y la ciudad se convierte un auténtico caos. Eso sin contar con
otros inconvenientes igual de molestos como la obligación de asistir a cenas,
comidas, chocolatadas, brindis..., el bombardeo constante en todas las emisoras
de radio y televisión con melifluos mensajes de amor sobre un insoportable
fondo de campanillas y niños cantando espantosas cancioncillas..., ruido, más
ruido, petardos, borrachos, locos al volante... unos días horribles se mire
como se mire y sin embargo, todos encantados. ¿Qué pasa en el mundo? ¿Por qué
en esas condiciones tan poco propicias para encontrar la felicidad, es cuando
más felices se sienten todos?
Tres golpes profundos, secos, restallaron en la
puerta con autoridad. Inmediatamente fue a abrirla, sabía quién estaba al otro
lado, lo sabía desde la última vez que vino. Todos los años recibía la misma
visita, la criatura más siniestra que cabe imaginar. Perfectamente podía ser el
ser más depravado y terrorífico de la creación, si no fuera porque ese título
se lo otorgaba a sí mismo. Lentamente hizo girar la cerradura de la puerta, los
goznes chirriaron y por la apertura, apenas un resquicio, penetró un aire frío
y húmedo que precedía a su visitante. Su esbelta figura se recortó en la
oscuridad de la noche. Dos puntos incandescentes brillaban donde debían estar
los ojos. Marbol Scar se hizo a un lado con una leve inclinación de cabeza para
dejar pasar a su invitado. Su aspecto era impresionante, rebosaba maldad y
hasta se podía oler su enorme
poder. Con pasos lentos y decididos que resonaban sobre el suelo de madera como
si caminara un gigante, se dirigió hacia el centro de la estancia. Se dio la
vuelta y lanzó su mirada encendida a Marbol mientras le tendía su enorme capa
negra y su sombrero que apenas ocultaba unos cuernos retorcidos y pesados.
Todos los años se repetía la misma ceremonia. Luego, la aparición se dirigía a
la chimenea, frotaba sus manos frente al fuego que sonaban como pedernales y
sin más se sentaba en una enorme butaca tras sacudir de ella a una vieja cabra
que se entretenía en comerse la tapicería con parsimonia.
Afuera el viento ululaba, la cellisca congelaba hasta
las miradas y las sombras invadían la tarde. No se escucha nada que no fuera el
viento hasta que repentinamente las seis de la tarde campanearon desde la plaza
del pueblo avisando de que aún era muy temprano para tanta oscuridad. Sonó de tal
manera que incluso Marbol sintió un ligero estremecimiento. Todos los años lo
mismo.
En la marmita las enormes burbujas seguían
explotando; el personaje se había acercado hasta ella y con una mano atraía
hacia a sí el vapor liberado.
-Delicioso –dijo con su sonrisa desdentada.
-¡Sí, delicioso! –repitió el gato cazador de serpientes.
El hurón, completamente despierto ya, elevó la cabeza
tratando de captar con sus bigotes ese olor para poder tener su propia opinión.
Pasados unos segundos aprobó el aroma con un suave movimiento de cabeza. De un
salto llegó hasta la marmita y se asomó a su interior. ¿Y las burbujas verdes?
La lechuza cruzó la habitación y llegó hasta el
rincón donde un aparato negro con una extraña forma pareció recibirlo. El
murciélago eviscerado se incorporó tratando de no perderse detalle.
Marbol Scar empezó a sentir molestias. La piel le
ardía, el interior de las venas también y la sangre empezaba a hervirle en su
interior. Fue corriendo a asomarse a la ventana. La abrió con energía,
necesitaba el aire fresco, precisaba sentir la humedad de su tacto. Unas
figuras apenas perceptibles se movían afuera como si tuvieran prisa; a sus
oídos llegaba el sonido de sus pisadas cada vez con mayor claridad. Giró de
nuevo hacia el interior de la estancia. El personaje charlaba animadamente con
la cabra que volvía a estar sentada en el sillón. Ya no devoraba la tapicería
pero seguía mordisqueando algo. Lo sujetaba con una de sus manos. ¡Una cabra que
come con sus manos!
En el centro de la habitación había una mesa y sobre
la mesa estaba la marmita. El fuego había desaparecido y la calavera del
carnero ahora era mucho más grande, más estilizada, más alta... era como un
árbol y sus ojos hundidos se había convertido en dos enormes bolas, una verde
la otra roja. Alrededor otras muchas de distintos colores.
El murciélago se acercó y puso un paquete envuelto en
brillante papel rojo al pie de la calavera transformada, luego se dio media
vuelta rozando con sus alas las ramas del extraño árbol. El gato pareció
reprenderlo y le avisó de que tuviera cuidado.
El personaje siniestro dejó de hablar con la cabra y
cogió de la mesa una cerveza que empezó a beber con verdadero deleite.
-¿Alguien quiere un poco de jamón? Está delicioso –dijo extendiendo una
fuente hacia todos los presentes.
Afuera el viento ya no se oía y su eco había dejado
paso a un creciente bullicio de personas andando de un lado para otro.
Misteriosamente la oscuridad había desaparecido.
El hurón ahora charlaba animadamente con la lechuza
que seguía al lado del aparato negro que en ese momento empezó a emitir un
sonido extraño, algo que sonaba como una vieja canción en bocas infantiles.
-¡No pongas otra vez (INTELIGIBLE)! –protestó el hurón.
La cabra desde el sillón escuchó la conversación y
protestó a gritos.
-¡Sí, claro que sí, Luisito!, pon otra vez Noche de Paz, tu tío es un
soso.
Noche de
Paz, noche de amor,
Todo duerme
en derredor;
Sobre el
santo Niño Jesús
Una estrella
esparce su luz,
Brilla sobre
el Rey
Brilla sobre
el Rey.
Alguien descorchó una botella de champán y al
taponazo siguió el bullicio de risas espontáneas, felicitaciones y el roce de
abrazos sinceros.
Marbol había dejado de existir. Poco a poco su
conciencia había ido desapareciendo,
de la misma forma que desapareció la oscuridad hasta convertirse todo en luz.
Al mismo tiempo, el olor dulce de un pastel recién horneado llegaba de alguna
parte y se mezclaba con el aroma a pino, mazapán y el perfume de la tía Julia
que sujetaba en brazos a la pequeña Inés. De aquella antigua estancia no
quedaba nada, y su lugar en el universo era ocupado por un puñado de personas
que reían, cantaban y se deseaban felicidad unos a otros, con estimable éxito.
Todo el mundo allí era dichoso.
Una vez más, la FELICIDAD, así con mayúsculas, había triunfado sobre todas las demás cosas y era la gran protagonista.
En un rincón de la habitación, un ratón malherido, el
ratón ojos rojos, se lamía sus heridas tristemente. Era el único que sabía que
pronto la lechuza volvería a atacarlo.