Todos, antes de comprar un libro, lo abrimos, lo
hojeamos, y al buen tuntún, escogemos un párrafo y lo leemos.
Obedeciendo a este impulso, pongo a continuación un
par de hojas de Muerto dos veces, mi
última novela. Pertenecen al inicio para no destripar nada de lo que allí
ocurre.
Espero que os guste y si os gusta mucho, la
presentación será el miércoles a las 19:45 en el restaurante Río Tormes, en la
calle Zurbano, 84.
Hala, pues aquí va:
(...)
Tenía el rostro afilado, tez morena, los ojos
pequeños y hundidos que le daban aspecto de calavera y una barba negra de tres
días, intensamente negra, que le crecía por minutos. Era feo. También era
huesudo, y sus brazos extremadamente delgados terminaban en unas manos de dedos
puntiagudos. Parecía que toda su fisonomía estuviera pensada para desempeñar
mejor su trabajo de enterrador. Se quedó sin empleo el día en que se presentó
en el cementerio vestido de torero. La noche anterior había estado en una
fiesta de disfraces con tan mala fortuna que al volver a su casa, ya muy de
madrugada, lo atracaron en un semáforo. A punta de pistola le indicaron que se
sentara en el asiento del copiloto, e inmediatamente después subieron dos
sujetos a su viejo Corsa, poniéndose uno de ellos, el de la pistola, al volante
y el otro en el asiento de atrás. Apestaban a crueldad, o eso le pareció a él
que presumía de tener un sentido del olfato capaz de detectar también
cualidades del alma que nadie podía oler, si acaso los perros.
El frío tacto del estilete que el sujeto que iba
detrás le había puesto debajo de la nuez le confirmó que su apreciación no iba
mal encaminada. Los atracadores gritaban, no solo a él, también entre ellos, lo
que era prueba de su grado de excitación, probablemente también de los efectos
de alguna droga nada relajante.
A pesar de que la situación era de lo más propicia
para sentirse en peligro, le llamó la atención no estar en absoluto asustado,
ni el más ligero temor, nada de miedo. Es curioso, pensó. Luego trató de seguir
las órdenes que le daban, tanto desde atrás, el de la navaja, como el que
conducía que era quién más gritaba.
-¡Danos la cartera! ¡Y con mucho
cuidadito!
-¡Vamos a tu casa y allí nos das
todo lo que tengas!
-¡Déjate de ir a su casa, capullo! ¡Puede vivir con alguien y eso lo
complicaría todo! ¡Mejor la cartera!
-¿Mi cartera? –preguntó el sepulturero- Voy sin cartera, ¿dónde creéis
que puede llevar una cartera alguien vestido así? –señaló con ambas manos su
traje de luces, oro y grana.
-¿Eres torero? –preguntó de muy mala gana el de atrás.
-No seas imbécil, ¿cómo va a ser torero? –dijo el que conducía- ¿qué te
crees, que hay corridas a las seis de la madrugada? Este tío viene de una
fiesta, joder si apesta a alcohol y tabaco.
-Una fiesta solo para toreros
-dijo con fingido orgullo el enterrador.
-No te hagas el gracioso con nosotros, torerito, que aquí quien tiene el
rejón es el que tienes detrás –dijo el que conducía señalando a su compinche
sin mirarlo.
-Pues ese tendrá lo que quiera, pero yo no tengo cartera, y
efectivamente lo de ir a mi casa sería meteros en problemas, pues no vivo solo.
-¿Con quien vives? –preguntó el de atrás.
-Con un oso Kodiak.
Un frenazo repentino hizo que todos salieran
despedidos violentamente hacia delante salvo el conductor que estaba prevenido.
-¡Fuera, bájate del coche! –gritó al enterrador-. Bájate ahora mismo
antes de que cambie de opinión y le diga al Hierros que te rebane el pescuezo.
El Hierros estaba deseando que le dieran esa orden
pues hundió ligeramente el estilete en la carne de su víctima hasta hacer que
brotara un pequeño hilo de sangre. Sin mostrar ninguna preocupación el
enterrador vestido de torero apartó con suavidad la mano que sujetaba el arma.
-Ya has oído, Hierros, déjame bajar, que tu colega parece muy nervioso.
-¡FUERA!
La siguiente escena fue bastante desconcertante para
cualquiera que la presenciara. De un Corsa destartalado baja alguien vestido
con un traje de luces, el coche se aleja a toda velocidad y mientras se pierde
en una nube de polvo, la víctima del atraco lo contempla con los brazos en
jarra. Se agacha, coge una piedra y la lanza hacia el horizonte a sabiendas de
la inutilidad del gesto. Sabe que está lejos de su casa, sabe que aunque la
tuviera enfrente no podría entrar porque las llaves se han ido en la guantera
del Corsa, y sabe que tiene que estar en el cementerio de la Almudena antes de
media hora o perderá su trabajo, de modo que ante tanta calamidad solo puede
hacer una cosa: dar media vuelta con orgullo haciendo un desplante a un toro
imaginario y caminar con la cabeza bien alta, mirando al tendido, como si
acabara de dar un par de soberbios capotazos a su destino.
Al fondo, un coche granate metalizado, un Porsche
Cayenne, pasó silenciosa y lentamente.
(...)
Y conociendo al personaje, hasta es posible que sea verdad... ;-)) Gracias por tu comentario Joaquín
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