sábado, 9 de diciembre de 2017

El placer de hojear





Todos, antes de comprar un libro, lo abrimos, lo hojeamos, y al buen tuntún, escogemos un párrafo y lo leemos.

Obedeciendo a este impulso, pongo a continuación un par de hojas de Muerto dos veces, mi última novela. Pertenecen al inicio para no destripar nada de lo que allí ocurre.

Espero que os guste y si os gusta mucho, la presentación será el miércoles a las 19:45 en el restaurante Río Tormes, en la calle Zurbano, 84.

Hala, pues aquí va:

(...)
Tenía el rostro afilado, tez morena, los ojos pequeños y hundidos que le daban aspecto de calavera y una barba negra de tres días, intensamente negra, que le crecía por minutos. Era feo. También era huesudo, y sus brazos extremadamente delgados terminaban en unas manos de dedos puntiagudos. Parecía que toda su fisonomía estuviera pensada para desempeñar mejor su trabajo de enterrador. Se quedó sin empleo el día en que se presentó en el cementerio vestido de torero. La noche anterior había estado en una fiesta de disfraces con tan mala fortuna que al volver a su casa, ya muy de madrugada, lo atracaron en un semáforo. A punta de pistola le indicaron que se sentara en el asiento del copiloto, e inmediatamente después subieron dos sujetos a su viejo Corsa, poniéndose uno de ellos, el de la pistola, al volante y el otro en el asiento de atrás. Apestaban a crueldad, o eso le pareció a él que presumía de tener un sentido del olfato capaz de detectar también cualidades del alma que nadie podía oler, si acaso los perros.
El frío tacto del estilete que el sujeto que iba detrás le había puesto debajo de la nuez le confirmó que su apreciación no iba mal encaminada. Los atracadores gritaban, no solo a él, también entre ellos, lo que era prueba de su grado de excitación, probablemente también de los efectos de alguna droga nada relajante.
A pesar de que la situación era de lo más propicia para sentirse en peligro, le llamó la atención no estar en absoluto asustado, ni el más ligero temor, nada de miedo. Es curioso, pensó. Luego trató de seguir las órdenes que le daban, tanto desde atrás, el de la navaja, como el que conducía que era quién más gritaba.
     -¡Danos la cartera! ¡Y con mucho cuidadito!
    -¡Vamos a tu casa y allí nos das  todo lo que tengas!
    -¡Déjate de ir a su casa, capullo! ¡Puede vivir con alguien y eso lo complicaría todo! ¡Mejor la cartera!
    -¿Mi cartera? –preguntó el sepulturero- Voy sin cartera, ¿dónde creéis que puede llevar una cartera alguien vestido así? –señaló con ambas manos su traje de luces, oro y grana.
    -¿Eres torero? –preguntó de muy mala gana el de atrás.
    -No seas imbécil, ¿cómo va a ser torero? –dijo el que conducía- ¿qué te crees, que hay corridas a las seis de la madrugada? Este tío viene de una fiesta, joder si apesta a alcohol y tabaco.
    -Una fiesta solo para toreros  -dijo con fingido orgullo el enterrador.
    -No te hagas el gracioso con nosotros, torerito, que aquí quien tiene el rejón es el que tienes detrás –dijo el que conducía señalando a su compinche sin mirarlo.
    -Pues ese tendrá lo que quiera, pero yo no tengo cartera, y efectivamente lo de ir a mi casa sería meteros en problemas, pues no vivo solo.
    -¿Con quien vives? –preguntó el de atrás.
    -Con un oso Kodiak.
Un frenazo repentino hizo que todos salieran despedidos violentamente hacia delante salvo el conductor que estaba prevenido.
    -¡Fuera, bájate del coche! –gritó al enterrador-. Bájate ahora mismo antes de que cambie de opinión y le diga al Hierros que te rebane el pescuezo.
El Hierros estaba deseando que le dieran esa orden pues hundió ligeramente el estilete en la carne de su víctima hasta hacer que brotara un pequeño hilo de sangre. Sin mostrar ninguna preocupación el enterrador vestido de torero apartó con suavidad la mano que sujetaba el arma.
    -Ya has oído, Hierros, déjame bajar, que tu colega parece muy nervioso.
    -¡FUERA!
La siguiente escena fue bastante desconcertante para cualquiera que la presenciara. De un Corsa destartalado baja alguien vestido con un traje de luces, el coche se aleja a toda velocidad y mientras se pierde en una nube de polvo, la víctima del atraco lo contempla con los brazos en jarra. Se agacha, coge una piedra y la lanza hacia el horizonte a sabiendas de la inutilidad del gesto. Sabe que está lejos de su casa, sabe que aunque la tuviera enfrente no podría entrar porque las llaves se han ido en la guantera del Corsa, y sabe que tiene que estar en el cementerio de la Almudena antes de media hora o perderá su trabajo, de modo que ante tanta calamidad solo puede hacer una cosa: dar media vuelta con orgullo haciendo un desplante a un toro imaginario y caminar con la cabeza bien alta, mirando al tendido, como si acabara de dar un par de soberbios capotazos a su destino.
Al fondo, un coche granate metalizado, un Porsche Cayenne, pasó silenciosa y lentamente.


(...)









1 comentario:

  1. Y conociendo al personaje, hasta es posible que sea verdad... ;-)) Gracias por tu comentario Joaquín

    ResponderEliminar