sábado, 28 de agosto de 2021

Qué difícil es hacer las cosas sencillas



Una de las grandes verdades de esta vida es que todo, absolutamente todo, exige un aprendizaje. Dicho de otra manera: nada se hace con facilidad si antes no lo has intentado varias veces. 

Como prueba de este axioma inexorable, angustiosa redundancia pues cualquier axioma si realmente lo es, es inexorable, iba a contar lo de la paloma de Picasso, pero ya que sale Pablo Picasso, mejor voy a contar lo de su nombre. Tiene mucha más gracia y es menos conocido. 

Pablo Picasso, se llamaba  Pablo Diego José Francisco de Paula Juan Nepomuceno María de los Remedios Crispiniano de la Santísima Trinidad Ruiz Picasso. Su padre podía haber seguido añadiendo nombres hasta cubrir todo el santoral pues realmente esa fue su intención, pero supongo que en el registro civil saben cuándo frenar el entusiasmo de unos padres excesivamente devotos. En efecto, en el caso de Picasso, la abundancia de nombres no se debía a una extravagancia paternal, sino a un acto de agradecimiento, pues el bebé Pablito estuvo a punto de morir en sus primeros momentos de vida y sus padres en alabanza a los santos trataron de que todos estuvieran representados en la cartilla de nacimiento.

Decía que todo, hasta lo que aparentemente es de una sencillez abrumadora, precisa de entrenamiento. Por ejemplo, cuando estuve en Cantabria y Galicia, estos días pasados, me propuse aprovechar el viaje para tomarme las cosas con calma, sin prisas, tardando muchísimo en hacer lo que fuera. Parece fácil, pero no me salía. Sobre todo al principio, luego poco a poco fui aprendiendo.

Los primeros días desayunaba a la carrera como si tuviera que ir luego a mi boda. Después, recapacitaba y me recordaba a mí mismo que uno de los propósitos del viaje era encontrar la paz que proporciona la ausencia de compromisos y por tanto de prisas.

Por las tardes me sentaba en la terraza de una cafetería dispuesto a disfrutar del lento avance de la sombra del edificio, pero en cuanto el camarero me traía el café, ya estaba yo inclinado sobre él, añadiendo el azúcar y a continuación disolviéndola con movimientos enérgicos de la cucharilla. Calma, me recordaba, y entonces desaceleraba la acción simulando ser un hombre sosegado y tranquilo. Miraba a mi alrededor y veía a verdaderos profesionales de tomarse las cosas calmadamente con auténtica envidia. Allí había una señora octogenaria que probablemente estuviera en la terraza desde el día anterior, sin pestañear, mirando fijamente la evolución de media docena de moscas que perseguían la felicidad en el borde de una taza de café con leche ya vacía. Esa señora padece una diabetes galopante, pensé. Muy cerca, un caballero que podía ser su padre, completaba un crucigrama con asombrosa tranquilidad. Qué envidia, a mí, en cuanto me sale "americanismo de la planicie venezolana para indicar sobrepeso en una res", ya me revuelvo incómodo en la silla. En un momento elevó la vista del periódico y me miró compadeciéndose de mí; no me extraña.

Pero no es necesario ser viejo para tomarse las cosas con ejemplar tranquilidad. Hay gente que es así, supongo que después de haber pasado muchos días en Cantabria y luego Galicia. Yo estuve muy pocos pero la verdad es que al final me salía mucho mejor eso de no hacer las cosas cagando leches.

Me encantaría ser de esas personas que entran en el avión cuando todo el mundo está ya en sus asientos, con total tranquilidad. Me dan mucha envidia porque yo me he tirado una hora en la sala de embarque temiendo perder el vuelo.

Las compañías aéreas, en lugar de ofrecer bebidas a los pasajeros, deberían despellejar en vivo a estos viajeros que consiguen entrar en el avión recién salidos de la ducha, prácticamente. Es propio de la envidia, despertar instintos asesinos, al menos en mi caso.

Creo que voy a necesitar pasar más días sin otra cosa que hacer que ver llover. Además, en el norte se come muy bien.


Leoncio López Álvarez




sábado, 21 de agosto de 2021

Sin bragas

 




El número de palabras que existen en nuestro idioma, palabra arriba palabra abajo, sobrepasa la, en principio apabullante cifra de 100.000. Esta inexactitud, de palabra arriba palabra abajo, algún listillo pensará que sobra, pues basta con contar cuántas entradas tiene el diccionario de la RAE para dar la cifra cabal y exacta. Vale listillo, pero eso no constituye el léxico de un idioma, que se calcula añadiendo un 30% al número de  palabras que figuran en el diccionario. Lo del 30% tampoco es exacto sobra decirlo; habitamos un universo que detesta las exactitudes. Además, en esta cifra no redonda no están incluidos los americanismos, como por ejemplo guaira que también se puede escribir huaira, huayra, incluso waira y wayra. Otra inexactitud. ¿Qué es una guaira? Sin entrar en detalles, una flauta.

Con tanta palabra parece lógico pensar que todas nuestras necesidades de comunicación están cubiertas, ¿no? y que no vamos a tener problemas en localizar el término adecuado para representar el concepto que tenemos en la cabeza. Esto me recuerda que antes, en el colegio, teníamos la asignatura de filosofía, disciplina que requiere una precisión exquisita a la hora de escoger las palabras pues de ello depende que nuestra metafísica se entienda correctamente y no quedemos como gente con una metafísica deplorable, o peor aún, sin metafísica. Por eso en las primeras lecciones nos enseñaban a escoger delicadamente el término que mejor se ajustara para representar la idea que queríamos proyectar en el cerebro de nuestro interlocutor. La mente es como una pantalla de cine, y si por los oídos entra el sonido mesa, inmediatamente en la pantalla aparece un mueble de madera con cuatro patas. Luego, los detalles terminan de definir cómo es esa mesa, pero de momento ya hemos descartado 99.999 posibilidades. Un enorme avance.

Pues bien, decía que a simple vista, todo parece indicar que después de 50.000 años desde que empezamos con esto del lenguaje, ya podíamos merecidamente tener seguridad a la hora de expresarnos. Pues, sí y no. Hay huecos. En el idioma español existe huecos sin que haya rastro de la palabra exacta para definir con elegancia lo que tenemos en la cabeza. Por ejemplo, la palabra “braga”, “bragas” o en su versión más infantil para quitar dureza a la cosa, o acritud que también vale, “braguitas”. “Bragas” o cualquiera de sus derivados es un término único y desdichado para representar el concepto de ropa interior femenina que cubre sexo y anejos.

Volvamos a la pantalla de cine que tenemos dentro de nuestra mente, y escuchemos “bragas”. ¿Qué aparece inmediatamente en un rincón de la pantalla? Una suerte de trapo tirado en el suelo hecho un burruño que sin verlo sabemos que es de gran tamaño y aspecto… que no hace justicia a lo que puede esconder. Si acaso, “braguitas” mejora bastante la representación que nos hacemos, pero reconozcámoslo, resulta ridículo. 

A esta escasez de términos para algo tan cotidiano y presente en nuestras vidas, hay que añadir la confusión de que “braga” también se refiere a una bufanda tubular, por cierto, práctica prenda para los moteros sin la cual el número de faringitis entre este colectivo se dispararía incontroladamente.

El inglés, idioma mucho más rico en número de palabras, cerca de 180.000, tiene ocho formas de referirse a nuestras bragas únicas: Knickers, pants, panties, undies, drawers, thong, briefs y french knickers. A bote pronto, french knickers parece mucho más sexi que bragas, no me digas.

Pues eso, que hay conceptos que a la hora de encontrar el término que los represente nos han pillado en bragas, que diría mi profesor de filosofía. Todo un filósofo.




Leoncio López Álvarez


martes, 17 de agosto de 2021

Casas que son como hogares

 




Me he cambiado de casa. Ahora vivo en una mucho más moderna, recién hecha, con domótica avanzada que me permite poner en marcha el horno desde Albacete con mi teléfono móvil, como si eso fuera imprescindible. Digo lo de la domótica, como ejemplo, para dejar claro que se trata de una casa estupenda y que nada de lo que voy a decir a continuación es una queja. Se trata sólo de una reflexión sobre la vida, porque hablar de casas es hablar de nuestras vidas de la misma forma que hablar de macetas es hablar de plantas.

Las casas son como los zapatos, te sientes realmente a gusto cuando ya has andado con ellos unos cuantos kilómetros. Al principio todo resulta extraño en tu nuevo domicilio y es posible que por la noches enfiles hacia la cocina pensando que vas al cuarto de baño. Afortunadamente, una vez que llegas allí encuentras muchas pistas que te sacan de tu error y la cosa, ya que a tu lado está la nevera, acaba bebiéndote un vaso de agua, justo lo contrario de lo que pensabas hacer. 

Por cierto, domicilio es un término burocrático sin pasión, no como hogar, que es un termino pasional sin burocracias. Con el tiempo, los domicilios se acaban convirtiendo en hogares, y si no al tiempo.

¿Cuándo siente uno que la casa en la que vive es realmente su casa? ¿En qué instante sabes que ese es tu verdadero hogar? Yo he pensado bastante sobre este asunto y he llegado a la conclusión de que eso ocurre en el momento en que caes enfermo. Las casas están hechas de sensaciones y no hay sensaciones más intensas que las que se experimentan en momentos de  infortunio, como cuando tienes gripe o paperas. Por tanto, es necesario pasar dos o tres días sin salir de la cama con fiebre para darte cuenta de que estás en tu verdadera casa. El dormitorio, ese lugar sagrado donde no sólo duermes, es el sitio más seguro de todos dentro de tu mente simbólica, representa el útero materno y allí nada malo te puede pasar. No hay que encontrarse demasiado mal para acudir al dormitorio a cobijarte, un simple malestar o una digestión que se alarga es suficiente para buscar refugio entre sus paredes. Si esa habitación, si el dormitorio cumple a la perfección con la salvífica función que lo distingue sobre el resto de las estancias, entonces puedes estar seguro de que te encuentras en tu hogar. Ya podemos hablar de hogar, no de domicilio, ni siquiera de casa: hogar.

 Desde que vivo en mi nueva casa gozo de una salud estupenda, de modo que aún no he tenido ese momento de consolidación espiritual que me permita estar seguro de que me encuentro en mi hogar. Que conste que hago todo lo posible por pillar un buen trancazo que me saque de dudas, pero con este calorazo no hay manera.

En fin, esperaré al invierno, a ver qué pasa.




Leoncio López Álvarez


martes, 10 de agosto de 2021

El misterio de las gasolineras

 




Hacía mucho tiempo que no me hacía un viaje largo por carretera (claro, con la pandemia…) hasta que la semana pasada, harto, cogí mi moto y juntos nos fuimos a tierras del norte. No me acordaba yo de todos los detalles que lleva consigo el trashumar por los caminos de Dios pero en cuanto llegué a la primera gasolinera, aislada pero no solitaria, me volví a fijar en algo que siempre me había llamado la atención.

Todas tienen el mismo patrón, en algún lugar antes de llegar a la caja para pagar, tienes una zona donde venden distintas mercancías, y según el espacio del que dispongan puede ser un auténtico bazar. Y ahora viene lo realmente llamativo: en las grandes, incluso las medianas y no sólo en las gasolineras de Albacete que podría ser comprensible, en todas, siempre encontrarás una  vitrina llena de navajas a la venta.

En casi todas las gasolineras de España puedes comprar una navaja. ¿Por qué? Tienes navajas de todo tipo y tamaño: automáticas, estiletes, facas de siete muelles, cuchillos de montería con el mango imitando la pata de un ciervo, que ya me contarás tú,  machetes del ejército con la funda de camuflaje, cuchillos para destazar cerdos, imaginativos diseños ninja con pinchitos mortales por todos los lados, incluso tienen navajas de paracaidista reconocibles por su hoja curva muy apropiada para cortar los cordines del paraca en caso necesario. Lo que no está claro es por qué puede ser necesario desligarte del invento que te salva la vida, pero esa es otra historia, y desde luego lo que no está en absoluto claro es que tan específico artilugio se venda en las gasolineras.

Yo, si en algún momento quisiera comprarme una navaja, algo muy poco probable, sin ninguna duda iría a una gasolinera grande dónde encontraré sin problema el modelo que ando buscando.


Recuerdo que cerca de donde yo vivía había una tienda dedicada específicamente a vender este tipo de productos, cuchillos, navajas, tijeras, incluso hachas, todo un despliegue armamentístico dedicado al trinche y al ars cisoria, que con letras grandes anunciaba en la fachada:

VACIADOR.

Siempre me pareció un nombre muy bien escogido para la tienda. Supongo que ahora estará cerrada debido a la feroz competencia de las gasolineras. Una pena.







Leoncio López Álvarez

domingo, 1 de agosto de 2021

Series

 





Antes, de la tele sólo veíamos los documentales de la Dos, ya lo sabemos, pero la cosa ha cambiado una barbaridad. Ahora ya nadie se acuerda de los ñus cruzando el río Mara ni de los elefantes en el Serengeti, ahora lo único que vemos de la tele son series. Y eso se nota en todo. La proliferación de series en televisión ha modificado la realidad de la misma forma que un planeta gigante, o mejor, un agujero negro, modifica el tejido del espacio-tiempo (eso lo sé porque lo vi en un documental de la Dos).

La forma de hablar, de vestirnos y hasta la música que nos gusta, viene sin que nos demos cuenta, determinada en gran medida por las series de moda. Es lógico, hay que estar muy vigilante para no sentirse influenciado por lo que vemos, a veces con desmesurado entusiasmo. Conozco gente que se tira un día entero viendo la última temporada, completa, de su serie favorita que a lo mejor son catorce episodios. Así, todos seguidos, plas, plas, plas… Eso, desde luego no ocurría con los documentales de la Dos, lo más lejos que llegábamos era ver tres capítulos seguidos de la Guerra del Pacífico y al final nuestra atención ya no era capaz de asimilar qué había pasado en la batalla de Midway.

Hay aspectos en los que la influencia que sobre nosotros ejerce el abuso de series, día a día, y en mi caso noche a noche, resulta sorprendente y muy gratificante. Yo antes de tanta serie, soñaba como todo el mundo, me conformaba con lo que hubiera en ese momento, pero ahora lo hago seleccionando los sueños que me apetecen para esa noche, de la misma forma que elijo la serie que quiero ver. Los tengo de variado contenido: que vuelo sin problema dando un simple salto, que puedo respirar bajo el agua, que estoy en una casa encantada…, sueños eróticos, por supuesto, y otros angustiosos en los que me veo suspendiendo un examen después de haberlo preparado concienzudamente o que me persigue un toro sin que yo pueda escapar. Elijo el sueño que me apetece para esa noche, y hala, a disfrutarlo… hasta que suena el despertador a las siete de la mañana y me deja en mitad de lo que estuviera haciendo en mi sueño, y aquí es donde viene lo mejor. Resulta que luego, por la noche, puedo seguir con el sueño en el mismo punto en que lo dejé el día anterior, exactamente igual que hago con los episodios de las series. ¿No es fantástico?  Naturalmente también lo puedo retomar en la siesta, o en la cabezadita que normalmente me doy cuando cojo el tren de cercanías.

He de confesar que últimamente me busco cualquier excusa para quedarme frito un ratín y ver cómo sigue el sueño que estaba viviendo en ese momento, de hecho, hay días que me paso todo el rato durmiendo, es decir soñando. Este artículo, por ejemplo, lo he escrito soñando que era un afamado escritor de artículos y que me pagaban 1.000 euros por cada uno. Probablemente me suba el precio dentro de poco.

En mi próximo sueño veré como me gasto parte de mi fortuna acumulada.

  


Leoncio López Álvarez