lunes, 29 de enero de 2018

Palabra de viajero







Por motivos que no vienen al caso, se ha suspendido un programa de radio en el que yo era uno de los participantes, que iba a tratar sobre la palabra; más bien, sobre hablar, que viene a ser lo mismo, pero no del todo. Para la ocasión yo había preparado unas oportunas intervenciones que ya no son necesarias, y también había escrito un cuento para leerlo al final del programa, que aunque tampoco es necesario, al menos lo puedo aprovechar para ponerlo en mi blog. A fin de cuentas, se llama La tertulia perezosa. Es decir, que algo sí tiene que ver con hablar.

Pues ahí va, espero que os guste:


Hace mucho tiempo, o quizá no tanto, un inquieto personaje decidió recorrer el mundo con el afán de conocer todos los países que fuera capaz. Su ansia por visitar lugares nuevos era ilimitada y estaba decidido a pasar su vida entera en un permanente viaje. No tenía fortuna, de modo que para costear todos los gastos de su trashumancia, que no son pocos, debía  ofrecer algo a cambio de transporte, alojamiento  y comida.
Así, cuando se encontraba con un caravanero, le decía:
    -Si me llevas a la siguiente ciudad, te cuento una historia. Si no es de tu agrado me puedes dejar abandonado en mitad del desierto, pero si te interesa, deberás cumplir con tu parte del trato.
El caravanero, que estaba harto de la monotonía de los viajes, siempre el mismo recorrido, y de escuchar solo a las bestias protestar cuando estaban cansadas o tenían hambre, aceptó con agrado la propuesta. “no pierdo nada con intentarlo” se dijo a sí mismo mientras le hacía un sitio a su lado.

La historia que el viajero contaba siempre satisfacía plenamente a los caravaneros que se iba encontrando. A final del recorrido se despedían de él, deseándole suerte en su siguiente etapa.

Una vez que el viajero se encontraba en una nueva ciudad, acudía a una posada y le ofrecía el mismo trato al posadero:
    -Si me das alojamiento, a cambio te cuento una historia. Si no es de tu agrado, me iré inmediatamente a dormir con los perros a la intemperie.
El ventero, que normalmente no hablaba con nadie y nadie le contaba nada,  también aceptaba el trato con el mismo argumento. “Total, no pierdo nada con escucharlo” se decía, y a continuación le preparaba un catre donde descansar, aunque fuera en los corrales.
La historia contada, también era indefectiblemente del agrado del dueño de la posada, que encantado le permitía pasar el tiempo que quisiera en su casa, siempre que le siguiera contando historias.

Cuando las punzadas del hambre avisaban al trotamundos de que ya era hora de reponer energías con una buena pitanza, se acercaba a una taberna y repetía su propuesta de trueque:
    -Dame un plato de comida y una jarra de vino y yo te contaré una historia. Si no te agrada, me quedaré fregando cacerolas y platos hasta que pague tres veces el valor de lo consumido.
El tabernero que solo hablaba con borrachos a los que apenas llegaba a entender sus disparatados balbuceos o sus inoportunos gritos, accedía diciéndose: “¿Qué pierdo con escucharlo?” Luego le llenaba una escudilla con el guiso que tuviera en los fogones. A los postres, una vez más, el viajero sonreía complacido al observar que su historia había sido del agrado de quién le escuchaba.


Este cuento, el cuento del viajero insaciable, demuestra tres cosas: primero: siempre hay alguien dispuesto a escucharte,  segundo: hablando se puede llegar al fin del mundo y por último: si te lo propones, puedes vivir del cuento.

Bendita sea la palabra, amigos, que tantas cosas consigue.

ENTRA Y SALE SINTONÍA












viernes, 19 de enero de 2018

Pequeñeces







Me tomé unas minivacaciones y me fui a una pequeña isla de Micronesia, con tan mala suerte que me atacó un microbio o algún microorganismo de esos que se dan en los microclimas exóticos. También pudo ser  un insecto microcéfalo. 
Calenté un vaso de leche en el microondas  y me lo tomé con una aspirina que micronicé para poder tragarla. Creo que me pasé, pues los trozos eran microscópicos. 
Decidí grabar mis últimas voluntades por si me pasaba algo, con el mismo micrófono del teléfono, gracias a los microprocesadores elaborados por Microsoft. Puse un microsurco antiguo para ambientarme, y vi como pasaba mi vida por delante de mis ojos como si fuera un microfilm. Entonces decidí escribirla. Con un microrrelato fue suficiente.

Ahora sé que he llegado al máximo.








jueves, 11 de enero de 2018

Primeras páginas








Queridos amigos, y visitantes de La tertulia perezosa. A veces, por curiosidad, entro en la sala de máquinas del blog para consultar el número de visitantes que recibe, los países donde se lee y, ya de paso, los ingresos por los anuncios, que tuve la debilidad de incluir. Este último apartado resulta decepcionante, como era de esperar; no me importa porque los otros dos anteriores consiguen que mi autoestima se mantenga dentro de los márgenes exigidos por cualquier ególatra comedido. 
En este sentido, debo confesar que el número de visitantes diarios me sorprende y me halaga, pues son más de los que mis artiblogs merecen, o quizá no, eso es lo de menos, el caso es que  yo me he dicho: caramba, ¿por qué no poner en La tertulia perezosa las primeras páginas de mi última novela? De esta forma conseguiré que, por lo menos, el principio lo lean cientos de personas. 

Me hace ilusión que eso ocurra, así que aquí va:




(En un principio había puesto el texto según las galeradas pero un lector anónimo me ha advertido de que no se veía nada y finalmente he subido las mismas páginas pero en archivo word. Gracias anónimo)


Las paletadas de tierra húmeda caían sobre la caja con un sonido grave y pesado que hacía estremecer a todos los presentes salvo a los enterradores que impasibles cumplían con su tarea ajenos al dolor que los rodeaba. Uno de ellos, moreno y feo, con los ojos hundidos y la barba que parecía crecer por minutos, según llenaba su pala con un ruido áspero miraba de reojo a  los asistentes sin mostrar ninguna conmiseración. Más bien daba la impresión de que disfrutaba con su trabajo, lo cual siendo sepulturero puede significar muchas cosas.
Todos los que allí estaban reunidos parecían esculpidos en piedra, en la misma postura sin apenas moverse, la mayoría con gafas oscuras, la mayoría pensando en sus cosas y solo algunos con un nudo en la garganta y el corazón roto por la pérdida.
Mujeres y hombres, no había niños, se congregaban alrededor de la fosa en círculos concéntricos con los más allegados al muerto en la primera fila. Allí, un hombre apuesto, con una leve cicatriz en la mejilla que lo hacía aún más atractivo, reflexionaba sobre la vida y la muerte, convencido de que pronto volvería al cementerio pero en esa ocasión dentro de la caja. El sepulturero moreno y feo con barba de tres días que parecía crecer por minutos, lo miró con una leve sonrisa difícil de interpretar en esas circunstancias.



Armando Crespo contemplaba la escena hipnotizado por el movimiento. La rueda chirriaba con un sonido oxidado y en su interior un ratón giraba a gran velocidad sin poder detenerse horrorizado por su incapacidad para salir de aquel vertiginoso tiovivo. Parecía que el roedor estuviera pidiendo socorro emitiendo agudos chillidos incesantemente. Armando se acercó para ayudar al pobre animal pero lo que vio lo dejó paralizado: el ratón tenía su cara, sus mismos rasgos, la misma nariz y hasta pudo distinguir una ligera, casi imperceptible, cicatriz en el rostro. Un grito lo despertó, su propio grito. Estaba empapado en sudor, lo que le hizo sospechar que no se trataba de un sueño sino que efectivamente él era el ratón, exhausto por la carrera.
Llevaba varias noches sin pegar ojo, desvelado por un temor que lo obsesionaba sin darle tregua. Miró su despertador temiendo que fuera demasiado tarde, o mejor dicho demasiado temprano y cualquier intento por volver a dormir fuera ya inútil. Irritado, confirmó sus sospechas, dudó un momento, volvió a mirar el despertador y finalmente decidió que por un día que fuera antes, mucho antes a su trabajo, no iba a pasar nada. Nieves, su mujer, indiferente a todo lo que le pasaba, seguía durmiendo despreocupadamente. Era muy guapa y dormida, observó Armando, resultaba más atractiva aún, quizá porque desaparecía de su rostro una mueca que últimamente asomaba cada vez con mayor frecuencia, un gesto de preocupación y amargura. Había algo que le impedía ser feliz y su marido suponía cuál podía ser la causa. No decir, callar, ocultar es un error que se convierte en duda y en tristeza. Lo que no hablamos se acumula en el cuerpo y forma nudos en la garganta y alarga las noches, de eso sabía mucho Armando, lo que no sabía era que su mujer no solo era infeliz por una razón. Había otras que ni siquiera sospechaba.
Se levantó cansado, se duchó malhumorado, desayunó sin apetito  y condujo lentamente su Porsche Cayenne de color granate metalizado para ir al trabajo.
Por el camino, en una calle solitaria,  le pareció ver un atraco y le importó una mierda lo que le pudiera pasar a la víctima.



Tenía el rostro afilado, tez morena, los ojos pequeños y hundidos que le daban aspecto de calavera y una barba negra de tres días, intensamente negra, que le crecía por minutos. Era feo. También era huesudo, y sus brazos extremadamente delgados terminaban en unas manos de dedos puntiagudos. Parecía que toda su fisonomía estuviera pensada para desempeñar mejor su trabajo de enterrador. Se quedó sin empleo el día en que se presentó en el cementerio vestido de torero. La noche anterior había estado en una fiesta de disfraces con tan mala fortuna que al volver a su casa, ya muy de madrugada, lo atracaron en un semáforo. A punta de pistola le indicaron que se sentara en el asiento del copiloto, e inmediatamente después subieron dos sujetos a su viejo Corsa, poniéndose uno de ellos, el de la pistola, al volante y el otro en el asiento de atrás. Apestaban a crueldad, o eso le pareció a él que presumía de tener un sentido del olfato capaz de detectar también cualidades del alma que nadie podía oler, si acaso los perros.
El frío tacto del estilete que el sujeto que iba detrás le había puesto debajo de la nuez le confirmó que su apreciación no iba mal encaminada. Los atracadores gritaban, no solo a él, también entre ellos, lo que era prueba de su grado de excitación, probablemente también de los efectos de alguna droga nada relajante.
A pesar de que la situación era de lo más propicia para sentirse en peligro, le llamó la atención no estar en absoluto asustado, ni el más ligero temor, nada de miedo. Es curioso, pensó. Luego trató de seguir las órdenes que le daban, tanto desde atrás, el de la navaja, como el que conducía que era quién más gritaba.
     -¡Danos la cartera! ¡Y con mucho cuidadito!
    -¡Vamos a tu casa y allí nos das  todo lo que tengas!
    -¡Déjate de ir a su casa, capullo! ¡Puede vivir con alguien y eso lo complicaría todo! ¡Mejor la cartera!
    -¿Mi cartera? –preguntó el sepulturero- Voy sin cartera, ¿dónde creéis que puede llevar una cartera alguien vestido así? –señaló con ambas manos su traje de luces, oro y grana.
    -¿Eres torero? –preguntó de muy mala gana el de atrás.
    -No seas imbécil, ¿cómo va a ser torero? –dijo el que conducía- ¿qué te crees, que hay corridas a las seis de la madrugada? Este tío viene de una fiesta, joder si apesta a alcohol y tabaco.
    -Una fiesta solo para toreros  -dijo con fingido orgullo el enterrador.
    -No te hagas el gracioso con nosotros, torerito, que aquí quien tiene el rejón es el que tienes detrás –dijo el que conducía señalando a su compinche sin mirarlo.
    -Pues ese tendrá lo que quiera, pero yo no tengo cartera, y efectivamente lo de ir a mi casa sería meteros en problemas, pues no vivo solo.
    -¿Con quien vives? –preguntó el de atrás.
    -Con un oso Kodiak.
Un frenazo repentino hizo que todos salieran despedidos violentamente hacia delante salvo el conductor que estaba prevenido.
    -¡Fuera, bájate del coche! –gritó al enterrador-. Bájate ahora mismo antes de que cambie de opinión y le diga al Hierros que te rebane el pescuezo.
El Hierros estaba deseando que le dieran esa orden pues hundió ligeramente el estilete en la carne de su víctima hasta hacer que brotara un pequeño hilo de sangre. Sin mostrar ninguna preocupación el enterrador vestido de torero apartó con suavidad la mano que sujetaba el arma.
    -Ya has oído, Hierros, déjame bajar, que tu colega parece muy nervioso.
    -¡FUERA!
La siguiente escena fue bastante desconcertante para cualquiera que la presenciara. De un Corsa destartalado baja alguien vestido con un traje de luces, el coche se aleja a toda velocidad y mientras se pierde en una nube de polvo, la víctima del atraco lo contempla con los brazos en jarra. Se agacha, coge una piedra y la lanza hacia el horizonte a sabiendas de la inutilidad del gesto. Sabe que está lejos de su casa, sabe que aunque la tuviera enfrente no podría entrar porque las llaves se han ido en la guantera del Corsa, y sabe que tiene que estar en el cementerio de la Almudena antes de media hora o perderá su trabajo, de modo que ante tanta calamidad solo puede hacer una cosa: dar media vuelta con orgullo haciendo un desplante a un toro imaginario y caminar con la cabeza bien alta, mirando al tendido, como si acabara de dar un par de soberbios capotazos a su destino.
Al fondo, un coche granate metalizado, un Porsche Cayenne, pasó silenciosa y lentamente.




La sala de espera de repente se quedó vacía. Solo estaban Armando Crespo y su miedo, un miedo opresivo que lo acompañaba desde hacía cierto tiempo. Claudia, la enfermera, entró para decirle con una amplia sonrisa enmarcada por unos labios gordos como filetes que ya podía pasar. Era increíblemente atractiva y Armando la conocía desde hacía mucho tiempo, pero tanto era el miedo que llevaba dentro, que  ni siquiera fue capaz de saludarla. Al pasar por delante de ella pudo respirar el aroma que desprendía su cuerpo y fue consciente de que quería seguir respirando y que lucharía con todas sus fuerzas para conseguirlo.
Afuera, la tarde era soleada, olía a primavera y las golondrinas buscaban sus antiguos nidos haciendo gala de una memoria prodigiosa.




El torero que no era torero sino enterrador, y que dejó de serlo en cuanto su jefe lo vio vestido de luces, se llamaba Usnavy Rodrigues, y su vida cambió radicalmente desde el mismo día en que le atracaron dos ladronzuelos sin porvenir.
Usnavy se llamaba así porque ese era el nombre que le había puesto su madre, y en el registro civil de Puerto Rico, donde había nacido, no ponían demasiados impedimentos a la hora de elegir el nombre de sus futuros ciudadanos. Nada más nacer, a los pocos meses, su madre vino a Madrid a visitar a sus padres que eran españoles y se trajo a su pequeño con ella.  A la semana siguiente su madre volvió a Puerto Rico y desapareció para siempre de la misma forma que antes también había desaparecido su padre. Los abuelos no tuvieron más remedio que quedarse con el regalo aunque a ninguno de los dos les hizo la más mínima gracia y siempre que podían se lo hacían notar al pobre niño que creció lentamente demostrando que la falta de cariño puede afectar a los huesos tanto como la falta de calcio. En una ocasión preguntó a su abuela por qué se llamaba Usnavy, si eso no era nombre de ningún santo, a lo que la mujer respondió que la imbécil de su madre le había puesto ese nombre porque su padre más probable, era cabo de la marina de los Estados Unidos. El niño siguió sin entenderlo hasta que en una película americana de guerra vio escrito su nombre, US NAVY , en letras de molde,  por todos los costados de los barcos.
Treinta años más tarde, Usnavy se encontraba en mitad de un cementerio sin dinero, sin las llaves de su casa, sin su coche y vestido de torero, razón por la que también estaba sin trabajo. De repente, toda la rabia que había acumulado silenciosamente a lo largo de su vida se apoderó de él. Sintió cómo le invadía el ansia de venganza por cada afrenta sufrida desde que siendo un bebé fue despreciado por su madre, que jamás  puso una de sus preciosas tetas a su disposición. Un veneno doloroso y dulce a la vez fluía por sus venas recorriendo cada órgano de su cuerpo emponzoñándolo para siempre de infinita maldad. Lanzó el puño hacia el cielo y se prometió a si mismo que a partir de ese momento, él iba a ser el malo de la película.



Claudia llevaba casi diez años trabajando como enfermera en la clínica del doctor Jorge Viñales. Empezó en los días en que todavía estaba al frente el padre de Jorge,  cuando la clínica aún era una empresa que daba buenos beneficios. Entonces, además del doctor Viñales padre y Viñales hijo, trabajaban otros tres médicos más y también atendían pruebas diagnósticas con aparatos de rayos x y ecografías. Eran otros tiempos y cuando Claudia entró a trabajar allí, empezó con un sueldo estupendo para lo que se estilaba en su categoría. En realidad, hacía más de recepcionista y secretaria que de enfermera propiamente dicha, pues su labor no era otra que atender el fichero con las citas, recibir y despedir a los pacientes y estar pendiente de todos los papeleos y gestión de recibos, facturas y demás tareas administrativas.
Su mejor amiga era Eva, con la que se reunía todos los viernes de fin de mes desde tiempos inmemoriales para cenar juntas y hablar de sus cosas. Raramente, por no decir jamás, admitían la presencia de otra persona. Era un compromiso entre las dos que mantenían por encima de todo, también por encima de sus parejas cuando las tenían, aunque alguna no llegó a entenderlo completamente. En ese caso, a ellas les daba exactamente igual y seguían con su costumbre de los viernes de fin de mes. Una vida privada no implica ningún tipo de infidelidad, de la misma forma que tener un cajón privado para guardar las cosas más intimas no significa que sea el escondite de las drogas.
Ambas mujeres tenían la misma edad, sobre los cuarenta, y las dos eran muy atractivas, por lo que eran el foco de ansiosas miradas por parte de los típicos merodeadores de fin de semana. 
Claudia era morena de ojos negros y profundos, y Eva, rubia con los ojos verdes y luminosos. Los dos extremos del espectro de la belleza canónica.
La última vez que cenaron juntas, Claudia le comentó a Eva algo que ella ya 











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