lunes, 31 de diciembre de 2018

La terminación que toca






Estamos en una época del año en que todo es diferente. La forma de comer, de beber, de quedar con amigos, de salir, de comprar, de hacernos regalos... todo cambia y tanto cambia que hasta cambia el mismo año.
También es una época de jugar a la lotería, ya hemos pasado el sorteo del 22 y ahora viene el del Niño. Las mismas colas frente a Doña Manolita para elegir un número y el mismo trasiego de participaciones y décimos compartidos. Cada cual tiene sus supersticiones y elige la terminación encomendándose a su favorito. Por lo visto la más demandada es en siete, y después del siete se busca que termine en cinco. Quizá, en el primer caso, porque el siete es un número bíblico, el día del descanso del Creador, siete es un número de perfección y de espiritualidad; el cinco... se busca el cinco por todo lo contario, por su rima vulgar que todo el mundo repite incansablemente como si se le acabara de ocurrir. El cero también tiene grandes defensores.
Así es la lotería, pensamos que nuestro número de la suerte tiene más probabilidades de salir por la espita del bombo que el resto de los números y lo pedimos con injustificada esperanza. 
Con el cambio del año sin embargo, no hay elección posible: a todos nos toca la misma terminación. El mismo número con la misma terminación, sin posibilidad de elección y sin discusión. A unos les traerá buena suerte y otros encontrarán lo contrario, qué le vamos a hacer.
Este año, la terminación toca en nueve. En numerología representa la sabiduría. En el Tarot, el arcano 9 es el ermitaño que busca precisamente eso, sabiduría. Yo todo lo que puedo decir a cerca del nueve es que en sistema binario,  se escribe 1001, precioso.

En fin, a todos nos ha tocado este número, esperemos que a todos nos traiga suerte y que sea un año que al menos nos toque el reintegro.
  

                                                 ¡FELIZ 2019, AMIGOS!


sábado, 22 de diciembre de 2018

Navidad, dulce Navidad









Estaba perdido. La niebla no necesitaba ningún resquicio para llegar a dónde quisiera y se metía hasta el mismo tuétano de los huesos. Un dolor frío y húmedo daba fe de su presencia. Olía a leña, que es un olor muy diferente al de la madera aunque estén hechas de la misma sustancia, leña quemada en alguna chimenea, y ésa era la única señal de vida que podía encontrar. El sonido de mis pisadas delataban los innumerables charcos que habían dejado las últimas lluvias.
Así andaba yo, dentro de ese panorama tan poco acogedor, por un pueblo desconocido al que no sabía exactamente cómo había llegado. El campaneo inconfundible de la iglesia anunciaba las once de la noche, que era tanto como anunciar que no encontraría ningún lugar abierto donde tomarme un café caliente, y sobre todo, preguntar dónde estaba. Esa pregunta siempre es difícil formular sin parecer idiota: “perdone, ¿podría decirme dónde estoy?”. No, no se queda muy bien con esa forma de empezar una conversación.

El último recuerdo nítido que tenía de antes de quedarme sin gasolina, era una carretera estrecha, sin curvas y flanqueada por dos filas de árboles, gruesos pero sin hojas, tan solo el esqueleto, con una franja ancha pintada de blanco en la mitad del tronco. En algún momento, la pintura fue fosforescente. Las cunetas estaban comidas por la maleza y el pavimento bacheado, reasfaltado, y más bacheado. Un asco de carretera, pero más asco es cuando de repente desaparece, y se convierte en un polvoriento camino de cabras, y por si eso fuera poco, muchísimo más asco cuando además el motor se para reclamando una gasolina que ya no le llega. Joder, pero si quince minutos antes iba yo a toda velocidad, con el depósito lleno, por la autovía que va a Oviedo. ¿En qué momento me desvié  para meterme por esa mierda de carretera? ¡Seguro que hice caso al Tomtom sin darme cuenta! Siempre me pasa lo mismo, cuando obedezco a lo que me dice, acabo perdido en sitios remotos, pero lo novedoso en esta ocasión es que además, me había quedado sin gasolina habiendo repostado no hacía más de sesenta kilómetros. No puedo culpar de eso al Tomtom.

Y ahora aquí estoy, con una lata en la mano buscando una gasolinera, aterido de frío y en un pueblo que parece abandonado. Mi coche está, espero, en un sembrado a unos tres kilómetros del pueblo. He llegado hasta aquí guiado por las luces macilentas pero inconfundibles de sus casas. De gasolinera, ni rastro. Pero alguna tiene que haber, digo yo que las personas que habitan este pueblo en algún sitio pondrán gasolina o gasoil o lo que sea que usen los tractores.

Es curioso porque he dejado de andar pero sigo escuchando unas pisadas. Parecen las mías, pero no puede ser, porque yo estoy parado. Agudizo el oído y las pisadas continúan. Están justo debajo de mí, supongo que las oigo tan cercanas porque la calle estrecha, cerrada, con las casas de piedra y el suelo empapado, funciona como el tubo de un órgano, proyectando el sonido que se produce a mucha distancia. Una sombra surge en la fachada de la casa que hay antes de entrar en la plaza. La sombra avanza por la pared como un animal reptante y a los pocos segundos se hace visible el cuerpo que la produce. Camina despacio, como si no supiera qué camino tomar. Yo me apresuro a llegar hasta él, puede ser mi salvación, no puedo permitir que se me escape. Seguro que sabe dónde encontrar una maldita gasolinera, estoy deseando marcharme de este pueblo cuanto antes. Según me acerco al hombre, mi esperanza se va esfumando... no puede ser... eso que lleva... parece... Finalmente lo alcanzo, estamos uno al lado del otro. El hombre que me he encontrado me mira a los ojos desesperanzado, incluso con temor, después de haber visto en mi mano un bidón de gasolina exactamente igual que el que lleva él. De plástico rojo, con una especie de minimanguera en el tapón y completamente vacío. Inconfundible. Nos señalamos en silencio. Cada uno apunta con un dedo morado por el frío la lata de gasolina que lleva el otro. Un perro ladra rabioso en algún lugar cercano y sus ladridos consiguen que se forme un nudo en la garganta de quien los escucha.  Al menos en la mía, el nudo ya me impide hablar, y parece ser que lo mismo le pasa a mi compañero de infortunios. Pasado un tiempo nada prudencial, conseguimos articular palabra, y casi al unísono nos preguntamos si hemos visto una gasolinera, o al menos a alguien del pueblo que pueda darnos información.
    -¿A dónde ibas cuando te has quedado sin gasolina? –Pregunto temiendo la respuesta.
    -A Oviedo, carallo, pero no sé que pasó... la niebla, había un tramo con niebla  y después  me vi en esta carretera –señala hacia detrás de mí -¿Y tú?
    -Pues lo mismo, exactamente.... ¡un momento, mira allí!
Mi compañero gira con rapidez la cabeza, y por su reacción, ve exactamente lo mismo que yo.
    -¡Un paisano, allí hay un paisanico!, vamos corriendo a ver qué nos dice.
Su entusiasmo se enfría al ver que no me muevo y que mi expresión, que también era de alegría, ha cambiado a otra de desolación.
    -¡Pero vamos, no te quedes ahí! ¿Pero qué te pasa? –me dice tirando de mi manga.
    -Mira qué lleva ese hombre en la mano –le digo lacónico.
No se había fijado que aquel paisano llevaba otro bidón de gasolina idéntico a los nuestros.
    -¡La madre de Deu, está como nosotros!
    -Perdido y sin tener ni la menor idea de qué narices está pasando ni cómo ha llegado hasta aquí, sí.
El hombre a lo lejos, nos ve, y apresuradamente viene a nuestro encuentro. Su paso, poco a poco, se va ralentizando, según se da cuenta de que nosotros estamos exactamente en la misma situación que él. Al llegar a donde estamos, sin dejar de mirar nuestros bidones de gasolina, intenta decir algo pero apenas puede hablar. El nudo en la garganta, a él también se le ha formado.
    -Sí, sí –me adelanto yo a explicar-, ibas hacia Oviedo, pasaste un banco de niebla y de repente.. ¡plof! te quedas sin gasolina y apareces en este pueblo que ya podemos empezar a llamar, pueblo fantasma.
El perro de antes vuelve a ladrar, o quizá nunca dejó de hacerlo, pero ahora sus ladridos los escucho más cercanos y amenazantes.
    -¿Fantasma?, ¿Por qué dices eso carallo? No me asustes, ¿eh? que las meigas existen.
    -Las meigas no sé si existen, pero digo pueblo fantasma por eso.
Señalo con el pitorro de mi bidón de gasolina hacia un punto en el suelo situado a unos cinco metros. Mis dos compañeros dirigen sus miradas hacia el lugar indicado y al mismo tiempo gritan de terror. Yo me acerco lentamente, me agacho, compruebo que no me he equivocado, y con un gesto de repugnancia que no puedo evitar, me incorporo y de un puntapié, lanzo la mano humana que estaba sobre el suelo a más distancia  de la que yo me creía capaz.
    -¡Pero eso era...! ¡Era...!
    -Sí –respondo con una frialdad que incluso a mí me sorprende-, eso era una mano, exactamente la derecha.
Empiezo a caminar por la calle hacia la plaza y al poco rato escucho las pisadas de mis dos compañeros que me alcanzan apresuradamente.
    -¿Qué vamos a hacer? –oigo a mi derecha.
    -Mi teléfono móvil está sin batería –me entra por el oído izquierdo.
    -Pues ahí hay un pie –digo yo señalando lo que claramente es un zapato con un trozo de pierna saliendo de él.
De nuevo los gritos de mis compañeros llenan la noche. Del perro ya ni rastro, se ha debido de cansar de ladrar. En su lugar, escuchamos el arranque de un motor, un motor de gasolina de muy poca cilindrada, con el petardeo irritante del escape libre. Prrrrrrrrrrrrrr. Sin ninguna duda se trata de una sierra mecánica.



    -¡A la mierda! ¡Joder, es que no hay manera!
Los tres personajes están inmóviles, como estatuas de granito en mitad de una calle larga de un pueblo frío y fantasmagórico. Todo se ha detenido. De la plaza solo se ve la primera casa, las otras no existen. Tampoco existe la iglesia aunque sabemos que su campanario sí. La carretera flanqueada por árboles marcados con una franja de pintura blanca, está mucho más arriba. No hay ningún perro. Hemos escuchado ladrar a uno, sí, pero no tenemos ni idea de si es negro, gordo, de caza o galgo, aunque a juzgar por sus ladridos debe ser bastante grande.
    -¡Estoy hasta las pelotas, joder!
Todo deja de existir, ya no están ni los tres personajes petrificados, ni la casa al final de la calle, ni manos ni pies saliendo de zapatos ni nada. No hay nada. Sólo la pantalla del ordenador con su paisaje aburrido del High Sierra, el sistema operativo de mi Mac.
   -¡Esto es un cuento de terror, joder, me está saliendo un puto cuento de terror!
Antes de apagar cabreado el ordenador, me prometo que este año será la última vez que intente escribir un cuento de Navidad.









 

sábado, 15 de diciembre de 2018

Tradiciones, cerdos y belenes.








Estamos en la época del año en que todos nos convertimos, hasta los más reacios a convertirse, en mantenedores de una vieja tradición; quizá la más extendida y de mayor duración de nuestra historia. Algunos miran con desdén toda la parafernalia propia de las fechas, elevan una ceja, arrugan la nariz y se sienten superiores a los demás por creerse ajenos a esta tradición. Ja.

No nos engañemos, a los humanos nos gusta la repetición, y una tradición no deja de ser la repetición cíclica de un lejano rito que pareció divertido o útil en su momento. Yo creo que de la misma forma que nadie puede renunciar a tener una mente simbólica, todos en mayor o menor medida, tenemos alguna tradición con la que nos encontramos felices. A lo mejor sin darnos cuenta. Ningún miembro de nuestra especie puede evitarlo, va en nuestra naturaleza. Forma parte del legado genético desde la noche de los tiempos. Quizá, la tradición se inventó para salvarnos de una muerte en masa o al menos para disminuir las probabilidades de que ocurriera... no sé, todo lo que afecta a la naturaleza, tiene un origen en la supervivencia.

Pero volvamos a la tradición de celebrar el solsticio de invierno, celebración que en cada momento de la historia, y lugar del mundo, ha recibido diferente denominación. Ahora lo llamamos Navidad. Pues vale. He de reconocer que tal como está, a mí sí me gusta la Navidad, o al menos un gran porcentaje de las cosas que hacemos en la Navidad. Otras cosas no las soporto, como es lógico, pero me ocurriría lo mismo si consistiera en ponernos todos una máscara de barro a bailar alrededor de un árbol.

Cada uno tiene su vieja tradición. La mía es ir a la Plaza Mayor a ver todos los puestos que cada año se reúnen allí vendiendo exactamente las mismas cosas. ¿Aburrido? No, si te gusta, y a mí me gusta. Quizá porque me trasladan a cuando era niño y me llevaba mi madre,  o mi tía, o las dos... qué sé yo. Quizá porque allí, tal como me decía mi amigo César en un artiblog muy parecido que escribí el año pasado, porque es la ocasión propicia para recuperar la magia que el tiempo se empeña en llevarse, y de echar a patadas al viejo reseco y malhumorado que también el tiempo se empeña en poner en su lugar. Lo cierto es que cuando termino de recorrer la Plaza Mayor me siento distinto, si no es feliz, es algo muy próximo, y eso ya es un buen motivo para repetir cada año la visita. Es decir, pera seguir con mi vieja tradición.

¡Ah, y por supuesto me gusta, porque me encuentro con mis grandes amigos los cerdos! ¡Mi figurita preferida del belén!







sábado, 17 de noviembre de 2018

La nevera









Todos los días después de comer me pasan dos cosas casi seguidas: primero me quedo dormido en el sofá, y luego salta el gato sobre mi barriga despertándome. Es molesto, pero hay cosas que lo son mucho más, por ejemplo que antes de terminar siquiera de comer, dos individuos llamen insistentemente a la puerta de mi casa. Esto es exactamente lo que me ocurrió el otro día, dos tipos realmente desagradables. Cuando por fin me decidí a abrirles, se colaron al interior sin que yo pudiera hacer nada por evitarlo.
   -Buenas –me dijo el que parecía más educado-. ¿Leoncio López Álvarez?
Yo no contesté, más que nada porque no me dio tiempo, enseguida el segundo tipo intervino sin dejar hueco para que yo pudiera mentir y decir que se habían equivocado de casa.
    -Traemos la nevera. Díganos donde piensa ponerla, bueno, no es necesario que nos diga nada pues damos por sentado que ocupará el mismo lugar que la vieja.
A continuación desapareció llevándose a su compañero casi a rastras y a los pocos segundos, una nevera enorme asomó por la puerta. Apenas cabía, parecía que estaba hecha justo a la medida para pasar por la puerta de mi casa. Era como esos enormes barcos que los construyen con la manga apenas unos centímetros menos que la anchura de las esclusas del Canal de Panamá. Desde atrás de la nevera uno de los individuos confirmaba mi sospecha a gritos.
    -Como puede ver, la nevera la hemos hecho a la medida de usted, bueno de la puerta de su casa.
La nevera se movía gracias a que estaba sobre una plataforma con rueditas que empujaban los dos hombres sin ningún esfuerzo. Cuando terminaron de pasar, el más descarado me miró esperando de mí algún gesto de admiración.
    -¿No es increíble?, neveras a medida, como si fueran camisas.
Yo asentí con desgana, aunque tenía que admitir que era toda una innovación. Mi gato pasó reclamando mi presencia en el sofá. En esta ocasión se iba a quedar sin la satisfacción de despertarme, esa era la única parte buena de que me trajeran el frigorífico a una hora tan inadecuada.
Con movimientos rápidos que evidenciaban su gran experiencia, quitaron la nevera vieja de su lugar y enseguida enchufaron la nueva, colocándola en el mismo hueco que antes tuvieron la gentileza de barrer. Ese detalle hizo que los mirara con otros ojos, ya no me parecían los mismos tipos molestos que aparecen con un frigorífico cuando no se los espera.
    -Supongo que el router no lo tiene en la cocina, claro –dijo el que llevaba la voz cantante. El otro era más bien poco hablador.
    -¿El router?, no, no, lo tengo en mi despacho, claro. Pero la señal wifi llega a todos las habitaciones de la casa, también aquí.
     -Estupendo, si me da la contraseña, le configuro el frigorífico para que esté permanentemente conectado... ahora le explico, déme la clave de su red.
La clave la tengo anotada en mi móvil, de modo que se la di inmediatamente; estaba deseando ver qué maravillas hacía el frigorífico. A los pocos minutos de manipular una pantalla táctil que había escamoteada en la puerta, el operario me miró con satisfacción y la nevera emitió una serie de sonidos electrónicos que me recordaron a R2D2 de la Guerra de las Galaxias.
    -Listo. Ya tiene esta maravilla de la tecnología lista para hacerle la vida infinitamente más fácil.
Elevé mi ceja izquierda por encima de la derecha, con lo que pretendía indicar sorpresa, admiración, respeto, satisfacción y ganas de que me ampliara la información. El hombre interpretó a la perfección el último significado de mi expresivo gesto y tomó aire para explicarme hasta el último detalle según señalaba la pantalla táctil.
    -Mire, en esta pestaña en la que pone “existencias”, hace tap con el dedo y verá que se despliegan tres “cajones”. En el primero usted introduce todos los alimentos que considere imprescindibles, después, en el segundo enumera los menos importantes, y finalmente en el tercero escribe los que son meros caprichos –en este punto me miró guiñándome un ojo-. Para mí este es el apartado más importante –intentó una risa que le quedó bastante artificial-. Y aquí al lado están los productos congelados, aquí refrescos y aquí las marcas de cerveza que más le gustan por orden de preferencia...
El otro operario, el callado, empezó a desenvolver un paquete que captó toda mi atención y dejé de mirar la pantalla táctil. Su compañero lo reprendió, quería seguir siendo él el único foco de mi interés.
    -Espera, Braulio, luego vamos con eso –se volvió de nuevo hacia mí-. Y ahora viene ya el último paso: aquí, donde pone proveedores, la nevera seleccionará los que crea ella más convenientes en función de los productos que usted ha introducido y la proximidad, pues también tiene un sistema de geolocalización. Si usted no veta ninguna tienda, ella hará el pedido según su criterio cada vez que observe que es necesario. La nevera está en constante comunicación con sus proveedores de modo que sabe cuando hay una oferta o una promoción de los productos que figuran el su lista o cualquier otra novedad de interés –se detuvo un momento para estudiar mi reacción.
Yo estaba fascinado ante ese prodigio de la técnica y al mismo tiempo, intrigado por el paquete que mantenía oculto Braulio.
    -Con esta nevera usted no solo no volverá a hacer cola para comprar una pechuga de pollo o esperar a que el carnicero pique carne para sus hamburguesas, además ahorrará dinero, y miré –el operario cambió de pantalla y pulsó una pestaña en la que ponía “gastos”- aquí puede ver en todo momento el dinero que se le va cargando a su tarjeta de crédito, cuyos datos ha introducido previamente –hizo una pausa para comprobar hasta qué punto sus explicaciones estaban siendo entendidas-. ¿Qué le parece?
    -¿Y eso? –señalé el paquete que tenía medio desenvuelto su compañero Braulio.
     -¿Esto?
El hombre de la nevera lo cogió y terminó de desenvolverlo. Se trataba de una báscula de baño, con un diseño muy moderno y una pantalla en la que aparecieron unos dígitos iluminados en verde en el momento en que pulsó un botón.
    -Esta es una báscula que usted pondrá en su dormitorio, o donde quiera, pues la nevera se conecta con ella, hasta un radio de veinticinco metros.
Me miró con malicia al tiempo que me ponía una mano sobre el hombro.
    -Esta nevera va a ser además su médico de cabecera, no permitirá que usted engorde ni medio gramo. Como detecte que está cogiendo sobrepeso, comprará solo productos light, y sin azúcar, y si observa que aún con eso no es suficiente, le pondrá a régimen, ¿cómo? –una sonrisa siniestra asomó a su cara- sólo permitirá que se abra su puerta cuando ella considere oportuno hacerlo, y créame, ni con una palanca podrá forzarla.
    -No está mal –admití-. ¿Y no ha pensado nada para combatir el colesterol? Yo es que lo tengo un poco alto.
El operario se sacó del bolsillo un paquete, aún con la sonrisilla siniestra, del que extrajo una especie de pulsera.
    -Naturalmente que sí. Si usted se pone este brazalete ya sabe lo que le espera: pocos embutidos, nada de queso, alimentos bajos en grasas saturadas... un asco de vida, por eso no se lo recomiendo, pues esta nevera es excesivamente estricta con estas cosas.
Me quedé meditando durante un buen rato mientras asentía con la cabeza en silencio y llegué a la conclusión de que efectivamente no utilizaría la pulsera. Pero aún quedaba otro asunto pendiente.
    -He de reconocer que la nevera es fantástica –dije-, solo hay una pega.
El operario me miraba sin abandonar la sonrisa que pasó de ser siniestra a mostrar un exceso de suficiencia. Prefería la siniestra.
    -¿Qué pega, si puede saberse?
    -Que se han confundido de casa –dije procurando ser lo más desagradable posible-. Yo no he pedio ninguna nevera, ni siquiera sabía que existía algo así, de modo que difícilmente he podido comprarla.
El operario acentuó aún más su sonrisa de suficiencia, hasta el punto de que parecía que le costara trabajo no romper a reír.
    -Naturalmente que usted no ha comprado la nevera, es la nevera la que ha decidido ser comprada por usted. Ella selecciona a sus dueños y debe considerarse distinguido por ser uno de ellos.
El operario sacó unos papeles de una carpeta que puso sobre la encimera de la cocina. Después me ofreció una pluma Mont Blanc de oro y con un dedo me indicó dónde tenía que firmar.
    -Firme aquí, haga el favor. Verá que es al contado pues la nevera sabe que a usted no le gusta comprar a plazos.
Yo cogí la pluma obediente reconociendo que efectivamente prefería comprar las cosas de un golpe. Firmé sin vacilar. El operario se guardó el documento en el bolsillo de la chaqueta tras darme una copia. Luego me tendió la mano dando por finalizada su visita.
    -El cargo llegará a su banco dentro de veinte días o quizá un mes, pues la nevera prefiere que usted esté completamente seguro de que la quiere antes de quedarse definitivamente en su casa. Tiene todo ese tiempo para echarse para atrás.
Braulio recogió los restos de los embalajes y se dispuso a seguir a su jefe que ya estaba saliendo por la puerta.
    -¡Un momento! –le grité antes de que terminara de desaparecer.
La cara sonriente del operario volvió a aparecer en mi cocina.
    -¿Sí? Dígame.
    -No me ha dado un teléfono o una dirección para llamarle en caso de que no quiera quedarme con la nevera.
    -Ah, no se preocupe, no creo que tal cosa suceda, pero si ocurriera, ya nos avisaría la propia nevera, usted no tiene que molestarse en hacer nada. Buenas tardes.

El operario desapareció, la nevera emitió un tenue “bip” y mi gato maulló reclamando mi presencia en el sofá. De momento hice caso a mi gato, el tercer animal más inteligente de la casa. Lo que no estaba nada claro era quién ocupaba el primer lugar.









sábado, 10 de noviembre de 2018

Hipoxias y canguros








La culpa, de tenerla alguien, es del canguro. Quizá tampoco sea justo hablar de culpa y mucho menos echársela a un canguro en concreto, en todo caso es de todos los canguros.
Cuando yo era pequeño tenía una deficiencia que ha continuado hasta estos días torturándome sin dureza pero con insistencia. Empezó como unas vegetaciones, o al menos eso dijo el pediatra, y continuó como una clara incapacidad para respirar correctamente por la nariz. Este inconveniente me ha obligado desde entonces a depender de un medicamento basado en el clorhidrato de oximetazolina, que como su propio nombre amenaza, crea adicción. Así he estado, enganchado a unas gotas que ni siquiera necesitan receta, toda mi vida para poder seguir presumiendo de tenerla. Y ahora viene lo del canguro. Bueno todavía no, pero nos estamos acercando.

Cuando los noventa años dejaron de ser una remota posibilidad para convertirse en una certeza, los cumplí hace ya tiempo, decidí que era hora de abandonar el vicio, si es que podía llamarse así, del clorhidrato de oximetazolina. Total, me dije, ¿qué puede pasar?, ¿qué me muera? Luego me reí por la pregunta. De modo, que cogí mis dos o tres dispensadores, desde los catorce años los he tenido a pares, y sin ninguna pena los tiré a la basura. Al apartado de vidrio, pues son de cristal y yo siempre he sido de los que reciclan, incluso lo sigo siendo a mi edad. Soy así, respiro mal, pero tengo conciencia ecológica.

Deshacerme de una droga que me ha acompañado durante casi ochenta años, hizo que me sintiera libre. Sí, muy libre, hasta que pasados veinte minutos mi organismo empezó a reclamarla. Entonces no me sentía libre, me sentía imbécil por haberme deshecho de ella, mi preciado clorhidrato de oximetazolina. La basura se la acababan de llevar, de modo que no podía escarbar en ella como me hubiera gustado. Empecé a agobiarme. Miré el reloj y a esas horas tendría que buscar una farmacia de guardia. Ni idea de donde estaba la más cercana. El esfuerzo que tenía  que hacer para llenar mis pulmones, cada vez era mayor y mayor mi desasosiego. Busqué mi teléfono móvil instintivamente sin tener muy claro en qué me podía ayudar, pero desde hace bastante tiempo tengo fe en él, una fe profunda que me lleva a creer que en su interior está la solución para cualquier problema que pueda surgir y que nada malo puede ocurrirnos si nuestros teléfonos están con nosotros. Amén.

Pero mi teléfono había desaparecido del bolsillo. El aire no llegaba hasta los rincones más profundos de mis pulmones, ni siquiera llenaba la mitad. Tenía las fosas nasales bloqueadas y por la boca me resultaba muy fatigoso respirar. Cada vez más fatigoso. Mi pecho subía y bajaba a un ritmo que no podría mantener mucho tiempo. Me apoyé en la encimera de la cocina sin saber qué hacer, boqueando como un pez fuera del agua. Pensé en gritar (si falla el teléfono hay que gritar), pero para poder hacerlo es necesario tener mucho aire en los pulmones y soltarlo con tal ímpetu que haga vibrar las cuerdas vocales, y como no era ese el caso, de mí apenas salió un tímido susurro que sonó a despedida.

Si no podía pedir socorro, no me quedaba más remedio que apañármelas por mí mismo. Tenía que salir a la calle, buscar una farmacia de guardia, quizá la más próxima se encontraba a varias manzanas de mi casa y yo cada vez tenía mayores dificultades para hacer que el aire pasara por mis narices. Era una lucha atroz. Me agachaba y al incorporarme aspiraba por la nariz con todas mis fuerzas produciendo un ruido desesperado, sonaba a oboe muerto. Apenas conseguía nada, entonces respiraba por la boca, pero al hacerlo me dolía la garganta y el caudal de aire también era insuficiente. ¿Cuánto tiempo podía resistir así?  Tenía que darme prisa en encontrar el vital clorhidrato de oximetazolina. Intenté correr, pero entre la artrosis, el dolor de espalda que por aquellos días me aparecía inexorablemente al anochecer,  y la falta de oxígeno, fui incapaz de iniciar siquiera la carrera. Aire, aire, necesitaba aire. Recordé la vez, hacía mucho tiempo, que tuve un cólico nefrítico. El dolor era tan insoportable que pensé seriamente en la idea de darme un buen cabezazo contra la pared para perder el conocimiento y así librarme del sufrimiento. Pues bien, esa misma idea, provocarme un desmayo por la vía de un porrazo certero en la  cabeza, también me pareció estupenda en aquellos momentos de asfixia. Pero me faltaban fuerzas. Me faltaba todo pues sin oxigeno no tenemos nada. La fragilidad de la vida queda de manifiesto en esa irrenunciable realidad. Bajo mi punto de vista, me parece exagerada la dependencia que tenemos los humanos del oxigeno; vale que lo necesitemos, pero de ahí a que no podamos permanecer sin respirar ni siquiera cinco minutos, es llevar las cosas a un extremo desastroso. No es cuestión de hacer comprobaciones, por supuesto, pero estoy convencido de que somos el animal con mayor facilidad para la hipoxia, por eso se producen tantos accidentes cerebrales, ictus y cosas así.

Ahora podía explicar lo del canguro, pero antes quiero terminar con esto: hay un tipo de foca que puede estar hasta 90 minutos bajo el agua persiguiendo a esquivos peces que le hacen nadar a toda velocidad. Envidiable, pero sin ir a este extremo, cualquier nutria en mi situación, podría llegar despreocupadamente a una farmacia de guardia conteniendo la respiración y pensando en sus cosas. ¿Qué nos pasa a los humanos? ¿Dónde está nuestra pretendida superioridad?

Todo esto lo estoy pensando ahora, en aquellos momentos no podía pensar en nada. El oxigeno no llegaba a mi cerebro, y el muy cabrito me lo hacía saber sometiéndome a una insoportable tortura. Aire, aire, consigue aire como sea, me gritaba, y para dejar clara su exigencia, agitaba todos los músculos implicados en la tarea de conseguirlo. Al principio los movimientos eran enérgicos, terribles convulsiones, manos crispadas tratando de agarrarse a algo invisible, probablemente la misma vida; rostro desencajado, la boca abierta como el Orco de Bomarzo..., hasta que poco a poco, las sacudidas fueron desapareciendo. El cerebro se rendía en vista de que con sus avisos no conseguía nada. Caí de rodillas sobre el cemento de la acera. Ni noté el dolor al romperme ambas rótulas. En realidad no notaba nada, salvo la extraña sensación de estar muerto, pero lo cierto es que no lo estaba. Seguía pensando con claridad y me sorprendió observar que repentinamente había desaparecido mi ansiedad por conseguir oxígeno. Me miré las manos, no temblaban ni trataban de asirse a nada. Me las llevé a la cara, me pincé la nariz con la izquierda, como cuando me tiraba a la piscina desde el borde, y descubrí que no me producía ningún efecto. Así, con la nariz tapada, y la boca completamente cerrada, estuve hasta que aburrido liberé mi nariz. Había estado más de un minuto sin que entrara nada de  aire a mis pulmones y, lo más sorprendente, sin necesitarlo. No respiraba y me encontraba estupendamente. Estupendamente hasta que decidí ponerme en pie, entonces un terrible dolor en las rodillas  me recordó por qué estaba en esa posición tirado en la acera. No me podía mover, ¡pero podía respirar! Mejor dicho, podía vivir sin respirar. A pesar del dolor agudo en ambas piernas me encontraba feliz, era el hombre más feliz de la tierra, y desde luego el más libre. No sé cuanto tiempo permanecí en la acera de rodillas, supongo que bastante, la falta de solidaridad en las grandes ciudades se hace evidente en estas circunstancias. Finalmente fui rescatado por dos jóvenes que pasaban por allí, lo que me reconcilió con el género humano más reciente, y acabé en un hospital donde me atendieron las dos rodillas rotas. Nadie se dio cuenta de que no respiraba, de lo cual me alegré muchísimo pues es fácil suponer los problemas que hubiera tenido si algún médico hubiera observado que su paciente llevaba toda la tarde sin respirar. Afortunadamente ese detalle pasó desapercibido.
Salí del hospital a los pocos días curado y feliz. Llegué a mi casa, encontré el teléfono móvil y lo tiré a la basura. Desde entonces vivo perfectamente, hago mi vida normal y no respiro lo que se dice nada. Cero, nada de aire pasa a mis pulmones, ni por la nariz ni por la boca y que yo sepa no existe ninguna otra forma de acceder a ellos, por lo que se puede afirmar categóricamente que no necesito respirar para estar vivo. Estoy en condiciones de asegurar que la felicidad suprema consiste precisamente en eso, en no tener que respirar.  Una maravilla. Lo mejor de todo es que como no sufren el proceso de oxidación, mis células no envejecen, aunque cuando me pasó esto ya se encontraban bastante envejecidas. Y así estoy, acabo de cumplir ciento ochenta y tres años y me encuentro como si solo tuviera noventa y tres.

El único síntoma que tengo de mi avanzada edad es que de vez en cuando se me olvida alguna cosa. Supongo que es comprensible pero resulta bastante irritante. Canguro, canguro... ¿qué pasaba con el canguro? ¡Maldita sea!



















miércoles, 31 de octubre de 2018

El Dr. Luna




Lo prometido es deuda y aquí está el cuento de Halloween, pero casi no puedo cumplir con mi palabra. Resulta que el cuento que tenía escrito, misteriosamente, desapareció esta tarde de mi ordenador. ¡Eso sí que es una historia de auténtico terror! Pero mi sangre fría me ha salvado una vez más de la catástrofe y tras estar a punto de suicidarme, me he acordado de que tenía un cuento escrito hace tiempo que podía servir. Espero no equivocarme y que sirva.

Que os guste.









El Dr.  Luna daba clases de antropología y gozaba entre sus alumnos de merecida fama de excéntrico. En cierta ocasión se hizo taladrar el tabique nasal y durante un tiempo llevó un hueso de pollo que le cruzaba la nariz de lado a lado. Lo ideal es que el hueso hubiera pertenecido a un enemigo, decía. Pero lamentablemente no tenía ninguno merecedor de robarle un hueso, de modo que tuvo que conformarse con lo que tenía a mano.

Vivía solo en un pequeño apartamento frente al campus, y su falta de vida social le sumergía aún más en sus extravagancias. Sus rutinas tampoco eran muy convencionales; por las mañanas, nada más levantarse, cosa que hacía a horas extraordinariamente tempranas, salía desnudo a su balcón y se quedaba cerca de media hora contemplando los árboles, los setos, la pradera, y si descubría alguna ardilla o cualquier otro animal, lo miraba fijamente sin mover un solo músculo. Más que mirar, acechaba. La forma que tenía de manifestar ciertos temores, también era peculiar, como le ocurría cada vez que había tormenta, que se escondía temblando debajo de su cama. A veces coincidía con su perro que le pasaba exactamente lo mismo.

Su relación con los otros profesores era la mínima exigida, y con sus alumnos, distante. Si tenía que corregir a algún estudiante, porque consideraba que no se esforzaba lo suficiente, hacía notar su malestar con roncos gruñidos y desconcertantes aspavientos con los brazos. Pese a todo lo dicho, tenía fama de profesor justo, y su prestigio como antropólogo quedaba avalado por las numerosas publicaciones que aparecían con su firma en las revistas especializadas. 
Así era el Dr. Luna: un talento en Antropología, tanto estudiando otras culturas, como en el caso de que el estudiado fuera él.  

Un día, jueves como hoy, el Dr. Luna despertó con una extraña sensación que no sabía identificar. Se notaba “raro”, lo que en su caso era muy de tener en cuenta. Se levantó una hora antes de lo habitual, por lo que estuvo una hora más acechando a los animales del parque desde su balcón. No se afeitó, se lavó someramente, desayunó con voracidad desprovista de buenas maneras, y se fue precipitadamente a su trabajo. Entró en su despacho sin saludar al bedel, cerró la puerta tras de sí rápidamente y con movimientos automáticos se dirigió a su librería. Abrió con una llave un compartimento secreto y sacó un libro en edición de bolsillo que en la portada mostraba una joven rubia de ojos soñadores enmarcada por un corazón rojo. A lo largo de la mañana se leyó los cuatro primeros números de la colección “No hay rosas sin espinas”, que lo calmaron menos de lo que él esperaba. La novela rosa era su debilidad y la utilizaba como terapia cuando sentía que iba a tener un acceso de irritabilidad incontrolado.

A la una en punto entró en el aula para dar su clase habitual. Los Yanomami y otros pueblos de La Amazonia profunda fueron diseccionados con el habitual magisterio del Dr. Luna, que a pesar de que estaba pasando un mal momento, volvió a deslumbrar a todos con su verbo cálido y envolvente.
    -… y esto, queridos aspirantes a chacineros de la naturaleza humana, demuestra una vez más que la moral dimana de una norma de conducta colectivamente  aceptada; entonces, si lo reprobable aquí, puede ser elogiado en otro rincón del mundo ¿cómo discernir lo bueno de lo malo, cuando estos términos son absolutamente subjetivos para cada grupo humano, y por tanto intercambiables, según dónde y cuándo estemos? ¿eh? 
El Dr. Luna tenía la coletilla de decir “¿eh?” al final del 90% de las frases.
    -¿No se ha creado para eso, la ética, profesor? –preguntó el empollón de la clase- ¿Para salir de las estrecheces de una moral cultural?
    -La gran diferencia entre la moral y la ética es que la primera se aplica de manera automática y para aplicar la segunda hay que pensar.
    -Ya, ¿pero quién establece las normas de esa ética de valores absolutos? –intervino de nuevo el empollón- Porque será inevitable que se haga según un patrón más cercano a una moral que a otras, ¿eh?
El Dr. Luna ignoró a su alumno.
    -¿Han pensado ustedes –continuó desde su estrado- que el asesinato puede ser considerado como algo bueno, y ¿por qué no? recomendable  desde un montón de puntos de vista, a pesar de que nuestras leyes lo castiguen dentro de nuestra sociedad civilizada? ¿eh? Piénsenlo y saquen sus propias conclusiones, debátanlas entres ustedes mismos, y si llegan a una unanimidad de criterio me lo hacen saber. En caso contrario no se molesten en venir a verme  buscando mi respuesta, porque no se la daré –hizo una pequeña pausa antes de concluir-. Caballeros, ya se pueden marchar.  Hoy la clase acaba doce minutos antes porque a mí me da la gana, ¿eh?
Después de cerrar sus carpetas, todos se levantaron al mismo tiempo provocando un acompasado ruido de sillas y mesas arrastradas, que marcaba el principio de una tarde libre.

El Dr. Luna llegó a su casa un poco antes de media noche. Se encontraba muy alterado; ni siquiera le hizo ningún efecto “Amores Amargos” que se lo leyó antes de salir de su despacho con la esperanza de que le relajara un poco. Subió las escaleras apresuradamente, cerró la puerta con cerrojo, empezó a bajar todas las persianas, pero se entretuvo con la del balcón, su viejo balcón. En ese momento, la luz de la luna inundó la habitación y un resplandor recorrió su cuerpo electrificándolo. Se sintió atravesado por el rayo de luna como si fuera un trozo de mantequilla hendido por un alambre al rojo vivo. Su cuerpo se arqueó en una postura felina, cayó babeante sobre la alfombra, y al intentar incorporarse se dio un porrazo terrible contra la esquina de la mesa del salón. Aulló de dolor, y su aullido fue tan auténtico que le salieron pelos en el dorso de la mano. El sonido a huesos rotos y articulaciones desplazadas se oía con estremecedora claridad: su cuerpo se estaba transformando y sonaban los ajustes como un viejo barco de madera sacudido por una fuerte tormenta. Su mandíbula creció quince centímetros por delante de su cara y unos ojos nuevos, amarillos, intensos, dirigieron la mirada hacia el balcón. Miraron más allá, hacia el parque, buscando algo con lo que mostrarse implacable, y en seguida detectaron movimiento tras unos setos de boj. Sin darse tiempo a sí mismo, el Dr. Luna, o lo que había sido hasta ahora el Dr. Luna, saltó a través del balcón y cayó sobre la acera a cuatro patas. Ya no tenía manos. Con una rapidez inverosímil corrió hacia el seto de boj y saltó sobre su víctima, que se llevó un susto de muerte. La luna llena, en lo alto de un cielo particularmente oscuro, destacaba en su plenitud inundando el parque de luz plateada. Las ramas de los árboles se agitaban como si trataran de escapar de la escena. El ambiente en ese instante era de auténtico terror. Claro, que para terror el que sintió la víctima, cuando vio que una parte importante de su hombro derecho colgaba de unas afiladas garras.
    -¡Qué bruto, pero qué bruto! –logró balbucear el desdichado mientras lo mejor de su nariz era arrancado de una certera dentellada- ¡Ala, y aoa la ariz!
El transfigurado Dr. Luna siguió furibundo, mordiendo, arañando, desmembrando… hasta que súbitamente se detuvo paralizado por algún freno invisible. Algo tan poderoso como aquello que lo hizo actuar de forma asesina, intervino para calmarlo e impedir que siguiera con una violencia que parecía ilimitada. Poco a poco fue recobrando su forma natural y la consciencia vino a él paulatinamente, hasta que ya no quedaba rastro de la transformación. Volvía a ser el extravagante y despistado antropólogo de aspecto inofensivo. Sin recordar nada, preguntó amablemente al amasijo de carne sanguinolenta que tenía delante de él y que no paraba de temblar:
    -Pero por favor, ¿qué le ha pasado a usted? , está como si le hubiera atacado un oso ¿eh?
    -í; e verdá.
    -Ande, ande… no puede irse así a su casa. Permítame que le ayude ¿eh?
    -E uté muy amable.
    -Faltaría más. Mire yo vivo aquí al lado, si viene conmigo le puedo curar. Tengo algunos conocimientos de medicina.
     -Uchas graias. No engo ni iea de lo que ha paao.
    -Cualquiera sabe. Cada vez hay menos seguridad… -dijo el Dr. Luna al tiempo que colocaba bien el nudo de la corbata del sufrido hombrecillo.
Luego lo ayudó a subir a su apartamento para curarlo.

Mientras tanto, arriba, en el oscuro cielo, se acababa de completar el eclipse de luna, que duraría exactamente cuatros minutos  y veinte segundos. Pasado ese tiempo, la luna volvería a mostrarse en toda su plenitud.










martes, 30 de octubre de 2018

El viejo Jack








Alexander Kiossev, búlgaro él y además profesor de la Universidad de Sofía, ha escrito un artículo que vete a saber por qué extrañas razones, ha llegado a mis manos. El artículo se titula Cultural aspects of the modernisation process, y resulta de lo más interesante, pues aunque está escrito para la sociedad búlgara, es aplicable actualmente a cualquier otro país. Habla de la autocolonización de la cultura, es decir, de la invasión de otras culturas con nuestro total consentimiento. Una cosa es conquistar América llevando a la fuerza una religión y un modelo de sociedad, y otra muy diferente abrir un Starbuck un lunes, y el martes ver que está lleno de paisanos tomándose unos tanganazos de café  con medio litro de leche colmados de vainilla, canela y chispitas de caramelo, como si fuera chocolate con picatostes. La autocolonización de la cultura se refiere pues, a esta permisión, mejor dicho, búsqueda, de costumbres culturales foráneas. Lo digo sin dolor, es decir, me parece estupendo importar costumbres, fiestas o tradiciones de otros lugares, siempre que las costumbres adoptadas lo merezcan. Éste es el caso de Halloween. Se trata de una simpática fiesta que ayuda a desmitificar la muerte y que es muchísimo más divertida que nuestro tradicional Día de Difuntos, que hasta el nombre da cosa. Mañana toca celebrarlo  y no he   podido resistir al tentación de escribir un cuento para la ocasión, pero me he liado y he terminado por interesarme en por qué se ponen calabazas con velas dentro. Que tengan la expresión de simpáticas calaveras, es obvio, pero ¿por qué calabazas?

¿POR QUÉ CALABAZAS EN HALLOWEEN?

Lo fácil es suponer que son farolillos para guiar a las ánimas  en pena. Vale, pero vamos a ver cómo llegamos hasta ese punto. Sabemos que Halloween es una costumbre celta que llevaron los irlandeses a Estados Unidos, y que  según la tradición, los celtas utilizaban nabos vaciados que llenaban con carbones al rojo, o velas, para conducir a los espíritus. Luego viene lo fácil, los irlandeses llegan a Estados Unidos con sus nabos, pero un año que fue especialmente bueno en la cosecha de calabazas, suplantan los unos por las otras y dado que resulta mucho más vistosa una buena calabaza que un nabo, pues ya queda establecida for ever la cucurbita pepo. Es más grande, cabe mejor una vela en su interior y encima se puede decorar con caras desdentadas y ojos de malísimo. No se le puede pedir más a la vida, ni a la muerte. Pero la historia tiene un origen la mar de simpático y es la siguiente.

LA HISTORIA DE JACK O’LANTERN

Este tipo, Jack O’Lantern, el viejo Jack, además de borracho, ruin y malvado, era la mar de astuto. Tanto que engañó al mismísimo diablo y un día en que se le apareció para llevárselo con él al infierno, consiguió convencerlo de que le dejara tomar el último trago. Para poder pagar en la taberna una pinta de cerveza Guines necesitaba dinero y el diablo, por complacerlo, se convirtió en monedas, con lo que dejaba claro que sería muy diablo, pero tonto, hasta la nausea. Una vez que el diablo, convertido en un par de chelines, estaba en el bolsillo del viejo Jack, éste metió astutamente una cruz de madera  y lo atrapó, obligándolo a jurar que le daría diez años más de vida a cambio de liberarlo. El diablo, que como ya ha quedado claro, era un infeliz, no tuvo más remedio que aceptar el chantaje. Pero diez años no son nada, menos para el demonio, por lo que una vez pasado ese tiempo, volvió a aparecérsele reclamando su alma. En esta ocasión, Jack le pidió que subiera a lo alto de un árbol para que le cogiera una manzana como último deseo, y el diablo, el pobre diablo, una vez más demostró lo tonto que era y se subió al árbol. Mientras subía, Jack talló una cruz en la corteza del manzano y ¡ay!, el diablo quedó de nuevo atrapado, que es que hay que ser imbécil. En esta ocasión, el viejo Jack, crecido por la victoria exigió para su liberación que se olvidara de su alma para siempre. También fue aceptada esta condición, de modo que cuando Jack muere va al cielo. Y ahora viene lo bueno, resulta que en el cielo no tardan demasiado tiempo en darse cuenta de  que Jack es un depravado pecador y lo ponen de patitas en la calle, indicándole sutilmente la salida con una espada flamígera. A Jack no le queda más remedio que ir al infierno para pasar allí la eternidad, pero el diablo le recuerda que según el trato al que llegaron el día de la manzana, jamás  se haría cargo de su alma, y furioso lo echa del infierno arrojándole unas brasas que arderían eternamente. El viejo Jack, sin un lugar donde alojar su alma podrida, coge las brasas y las introduce en un nabo para alumbrar su deambular por los infinitos caminos de la tierra. ¿Por qué un nabo? Eso es algo que todos nos seguimos preguntando. ¿Qué ventajas ofrece un nabo a la hora de hacer un farolillo? Lo veo, incluso, inapropiado para tal uso. Está claro que el viejo Jack se conformaba con lo primero que tenía a mano para hacer faroles; en cualquier caso aún se le ve en la noche de Halloween precedido de su nabo luminiscente.
Hay otra versión mucho más absurda, de modo que me quedo con ésta.

Como dato curioso, hay granjeros que dedican el año entero a cultivar calabazas gigantes para conseguir batir el record. Se han llegado a pesar calabazas que pasan los 1.000 kilos. Pobre Jack, si tuviera que cargar con una de éstas.



Y ahora viene el cuento prometido de Halloween. Bueno, ahora no, que se ha hecho muy tarde, lo pondré mañana.

Disfrutad mientras podáis. Mañana nos vemos en la fiesta de todos los muertos y recordad cuando veáis una calabaza iluminada con expresión de terror, que detrás puede estar el viejo Jack.