viernes, 21 de octubre de 2022

Paseando a lo loco



Me gusta andar y me gusta andar fantaseando, pensando en mis cosas. Curiosamente, de la misma forma que la ropa y calzado que me pongo para andar por el campo difieren del que utilizo para mis promenades por la ciudad, mis fantasías también son bien distintas. 

Cuando estoy en la montaña, pienso en ideas más abstractas, quizá porque al sentirme al aire libre, mi mente, ilusionada por todo el espacio que se extiende frente a mí, se escapa sin que yo pueda hacer nada. Es como un perro que lleva mucho tiempo encerrado en una casa. 

Sin embargo, cuando ando por la calle, mis pensamientos son más disciplinados, siguen una trayectoria clarísima y obedecen a mis requerimientos. ¿Qué quiero pensar en el punto de ebullición del agua y el calor latente necesario para el cambio de fase? Pues nada, en un periquete me tienes recordando conocimientos oxidados pero imprescindibles a la hora de preparar un te correctamente. 

Esto es un ejemplo, que en honor a la verdad nunca se ha producido, pero ilustra perfectamente hasta qué punto, en mis paseos urbanos, mi mente me obedece, algo que jamás ocurre en el campo.

Últimamente, me estoy dedicando más a las excursiones por las calles de Madrid que por el monte, lo que son las cosas, y para darle emoción, voy a barrios que no conozco, o conozco muy poco. Cojo mi moto, y me voy, por ejemplo a la Vaguada. Aparco dónde se me ocurra y a partir de ahí, empiezo a recorrer calles por las que jamás he estado. Me interno en las zonas menos concurridas o las de mayor tráfico de personas, tanto me da, el caso es caminar por lugares ignotos para mí. O poco gnotos, como he dicho antes. Mucho más estimulante que andar por la Castellana, o Cea Bermudez, lugares pateados hasta la saciedad. 

En estas calles desconocidas, camino imaginando que soy un vecino más de ellas, y si por ejemplo paso por delante del portal número cinco, me dirijo al número treinta y cuatro con decisión, como si yo viviera allí. A ver qué me encuentro.

Pienso en como sería mi vida si realmente residiera en el número treinta y cuatro de la calle Melchor Fernández Almagro, pongo por caso. Me fijo en todo,  a qué restaurantes iría, cuál sería mi papelería preferida, bares... busco si hay algún gimnasio cerca donde acudiría de vez en cuando, de la misma forma que siempre he hecho en cada barrio en los que he vivido. También miro si hay librerías cerca, centros de salud... estudio cada detalle sin que se me pase por alto nada.

Por supuesto, parte de la experiencia, consiste en entrar en algún bar, observar a los parroquianos, lo que consumen, de qué hablan, si hay tragaperras, o televisión... toda información es valiosa para mi cuaderno de campo. He llegado a meterme en algún portal que se encontraba abierto, para respirar el olor de la escalera. Todas las casas tienen un olor especial, y si el portal es pequeño, más especial aún. Un olor que lleva años allí instalado, un olor privado; es un vecino más que vive en todo el edificio. 

Una vez, fui sorprendido por una vecina que sudaba como una cafetera, tratando de subir un carrito de la compra los cuatro escalones que tenía el portal en el que me había metido subrepticiamente. Me preguntó de malos modos, quién era. Por un instante sentí un pánico atroz pero me sobrepuse y con desparpajo le dije que había venido a visitar a un amigo. Me miró sin saber qué decir a continuación y yo me apresuré a ofrecer mi ayuda para subir su carrito y así cortar cualquier iniciativa de hacer otra pregunta. Me lo agradeció a su manera y yo me fui despidiéndome con cortesía.

He vuelto varias veces a ese mismo portal, pero nunca me he atrevido a traspasarlo de nuevo, pero si veo a la señora del carrito, la saludaré como un vecino más.


Leoncio López Álvarez