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Un blog, un blog, ¿por qué un maldito blog? ¿Acaso tiene sentido? Creo que no, pero aquí está el mío.
jueves, 31 de diciembre de 2015
miércoles, 23 de diciembre de 2015
Todo empezó una noche
ilustración de mi amigo Jaime Gamboa
La noche era fría, desacostumbradamente fría, hasta
el punto de que había caído una nevada, tan copiosa como inusitada, que cubría
todo el valle. Debajo de la nieve había un desierto sorprendido. El cielo lleno
de estrellas anunciaba que la borrasca ya había pasado, y un silencio ominoso
anunciaba que ya era muy tarde para andar por la calle, más con un recién
nacido. La madre lo llevaba amorosamente entre sus brazos, a lomos de un
precioso borrico cuyas bridas conducía de muy mal humor un señor con barba y
cayado que se seguía haciendo un montón de preguntas sobre los últimos acontecimientos.
Según bajaban al interior del valle, la nieve iba
desapareciendo y el paisaje cobraba vida. El señor barbado con cara de mal
humor levantó la mano en la entrada de una aldea y el borrico se detuvo,
aliviado de tener un momento de descanso.
-Yo creo que aquí encontraremos una pensión, o algún sitio donde podamos
alojarnos, que ya estoy hasta las narices de la caminata.
-No, Pepe, en una casa, no –la mujer hablaba con un tono melodioso y una
voz muy agradable aunque un poco aflautada-. Podrían encontrarnos. Ya sabes… lo
del sueño.
-Cago en mi calavera con lo del sueño, ¿entonces qué hacemos?
-Mira –la mujer señaló hacia una cuadra a escasa distancia- ese puede
ser un buen lugar para descansar, ahí nadie mirará.
-¿Una cuadra? ¿Y si los animales que hay dentro se comen a nuestro hijo?
-No seas negativo, seguro que son muy amigables, incluso nos pueden dar
un poco de calor.
-También podían darnos un poco de sopa, porque tengo una gusa…
Lentamente se dirigieron hacia la cuadra que había
señalado la madre del niño, una judía de muy buena familia, nada menos que
descendiente del Rey David, que tuvo que casarse a toda prisa para no dar qué
hablar en su círculo social. Su marido era un carpintero sin demasiada
relevancia que aceptó el matrimonio con la heredera de la dinastía real, a
pesar de lo precipitado de toda la operación y de no haber tenido un noviazgo en condiciones. Lo que no se esperaba el
pobre es que a los pocos días de estar casados le anunciara que estaba
embarazada. ¿Cómo que embarazada? Le preguntó él sorprendido, pero si no hemos
hecho absolutamente nada… ya, ya, decía ella, esto ha sido un milagro, obra de…
de el espíritu santo, se le ocurrió decir. José no estaba muy convencido, sobre
todo porque hasta entonces él no había oído hablar nunca de la existencia del
espíritu santo, pero aceptó a regañadientes la explicación, a pesar de la
sonrisa que puso su rabino cuando se lo contó. Es importante señalar que el
rabino tampoco tenía noticias de ningún espíritu santo.
Entraron en la cuadra agotados por el viaje y se
dispusieron a pasar la noche allí lo más tranquilamente posible. Junto al
pesebre había una mula, un cerdo y un buey. José se llevó al cerdo fuera por
miedo a que se comiera al niño y dejó a los otros dos animales, aunque no les
quitaba el ojo de encima por si acaso. Luego desensilló al borrico, le acercó
al pesebre para que comiera y dispuso una cuna improvisada para el niño, que
inmediatamente adoptó una postura inverosímil, con una regordeta pierna
suspendida en el aire y una sonrisa encantadora que se perdía más allá de las
paredes de la cuadra. José le contempló moviendo la cabeza de un lado a otro,
se agachó para darle un beso como hacía todas las noches antes de irse a
dormir, y preparó una cama para él y su mujer acumulando una buena pila de
paja, que allí había de sobra.
Justo cuando ya estaban a punto de quedarse dormidos,
de repente la cuadra se llenó de gente. Lo primero fue un fogonazo luminiscente
que poco a poco fue perdiendo intensidad hasta mantener una iluminación blanca
y brillante que llenaba la cuadra sin estar muy claro de donde salía tanta luz.
Luego entraron dos pastorcillos que llevaban sendos corderos a los hombros como
regalo.
-¿Más animales? –gritó José- No, si al final, alguno acaba devorando al
niño, verás.
Pero eso no fue más que el principio. Luego vinieron
otros dos pastores más, también con corderos, y luego una lavandera que traía
un pato, y un molinero, y el herrero con dos gallinas que llevaba colgando boca
abajo asidas por la patas y que metían un jaleo terrible, y más pastores, ¿pero
había tantos pastores en la comarca?… de repente parecía que el pueblo entero,
y los de los alrededores, hubieran decidido congregarse allí para llevar todo
tipo de bichos imaginables y otros regalos; incluso había un pastorcillo que
llevó un tambor, ya ves tú qué clase de regalo es ese para un recién nacido.
Todo esto con el agravante de que eran unas horas en las que todo el mundo
debería estar durmiendo.
--¿Pero puede saberse a qué viene todo este jaleo? –gritaba el pobre
José elevando las manos al cielo totalmente desbordado- se supone que tenemos
que pasar desapercibidos. Estamos huyendo, ¿entendéis? Ahora todo el mundo se
va a enterar de que estamos aquí.
-Venimos a adorar al niño.
-¿Y no tenéis otro?
-La verdad es que no.
-Yo sí tenía uno, pero Herodes lo ha matado, no tengo ni idea de por
qué. Parecía buen tipo y ya ves.
-¿Buen tipo, dices? Para empezar es un pelele en manos de los romanos y
además está loco. También ha matado a mi hijo, ¿te lo puedes creer? ¡lo ha
degollado! ¿cómo se puede degollar a una criatura de dos semanas? Es repugnante
-Al mío también le ha rebanado el pescuezo.
-De hecho se han cargado a todos los niños, yo creo que éste es el único
que queda vivo en la comarca, ¿no es como para adorarlo?
José no estaba para admitir nada por lo que seguía de
muy mal humor pese a que su esposa trataba de apaciguarlo con palabras amables.
-Vamos José, no seas así, es gente buena que lo único que quieren es
adorar a tu hijo.
-Mi hijo, ¿no? –José miraba a su esposa con los brazos en jarras y cara
circunspecta.
-Ay, Pepe, no vuelvas otra vez, creí que ya había quedado todo aclarado.
-No, claro, si para ti todo es muy fácil pero es que… la historia se las
trae.
-Mira que eres pesado; cuando te da por un tema….
En ese momento una nueva algarabía anunciaba más
visitantes. Todos los allí presentes se apartaron hacia un lado para dejar
entrar a los recién llegados, que parecían gente principal. Precedidos de unos
jóvenes pajes, con un aspecto bastante rarito, llegaron tres personajes
vestidos con todo tipo de lujos. Dos de ellos portaban mantos de armiño y el
tercero, una capa que era como unas cortinas imperiales, y un descomunal
turbante. Hasta los camellos que montaban lucían gualdrapas enjoyadas. Todo el
lujo oriental, en contraste con la miseria del medio oriente. Lentamente los
tres nobles bajaron de sus monturas y ceremoniosamente depositaron unos regalos
a los pies del niño que seguía en la misma postura inverosímil que adoptó nada
más llegar a la cuadra.
-Venimos del lejano oriente para adorar al niño dios –dijeron según
depositaban los cofres con los presentes.
-¿Niño dios?, ¿de qué están hablando los tres mosqueteros? –José con los
hombros encogidos parecía no entender nada. Como siempre su esposa tuvo que
salir al paso para explicarle algunos detalles que todavía no le había contado.
-Sí, verás, es que tu hijo es dios.
-¿Mi hijo es dios? ¿pero qué barbaridades se te ocurren? ¿Qué dirá el
rabino?
-Que siiiii… anda, ya te lo contaré luego, de momento coge los regalos.
-Si ni siquiera son pollos, ¿qué clase de regalos son esos?
-Oro.
-Incienso.
-Mirra.
-¿Cuál es el del oro? -Preguntó José avanzando hacia los tres cofres.
A continuación, un estruendo de trompetas llenó el
establo y todos salieron al exterior para ver de donde venía el prodigio.
Arriba, a unos tres metros por encima del tejado, unos ángeles
descomunales hacían sonar sus trompetas mientras sujetaban con la otra mano una
pancarta.
-¿Qué pone ahí? –preguntó alguien señalando la pancarta.
-No se ve muy bien, espera a ver…
El comentario llegó a oídos de los ángeles y con un
batir de alas, descendieron un poco para que todo el mundo pudiera leer sin
problema el mensaje que traían.
-Ah, ya, mira pone…. Paz entre los hombres de buena voluntad.
-¿Y que quiere decir eso?
-Ni idea. Bueno yo me voy que mañana madrugo.
Poco a poco todo el mundo se fue marchando, hasta que
solo quedaron los tres personajes ataviados con ropas de lujo que aseguraban
ser reyes sin que ninguno de los presentes acabara con una idea certera de qué
país. Después de una conversación disparatada en que nadie entendía a nadie,
pues lo que sí estaba claro es que venían de muy lejos, los tres monarcas y sus
séquitos se despidieron y volvieron grupas hacía algún lugar incierto. Por lo
visto habían conseguido llegar hasta allí porque una estrella mágica los había
guiado, pero ya no había ni rastro del cometa, por lo que lo más probable es
que se perdieran en el desierto tratando de volver a sus casas.
Por fin, la familia, agotada por la caminata que se
habían dado desde que salieron huyendo de su casa y por todo el ajetreo final,
pudo descansar sin que nadie les molestara. Tan solo hubo un momento de tensión
cuando el cerdo trató de entrar de nuevo en la cuadra, aunque para alivio de
José, no pudo pasar pues ya no
quedaba sitio para él, de tantos corderos, pavos, patos, gallinas y distintas
mercancías que habían llevado.
-Vaya noche buena –fue todo lo que dijo
José antes de dormirse.
sábado, 12 de diciembre de 2015
XI Premio Onuba de Novela
Con los ganadores, Pilar y Federico
Ayer se presentó en Madrid el XI Premio Onuba de Novela
y tuve el placer de conocer a los ganadores, Pilar Gutiérrez Garzón y Federico Gómez de las Eras. Los ganadores, sí, porque
escribieron la novela a pachas. En la presentación explicaron cómo se puede
hacer algo así, y desde luego que funciona su método, pues he de decir que ya
me he leído la mitad (francamente entretenida) y no hay nada que delate la dualidad.
Pilar trabaja en dos ONG, por si hacerlo en una fuera
poco, y José Luis es químico; ha trabajado en el Consejo Superior de
Investigaciones Científicas, en el Instituto de Química Médica. Ese debe ser el truco, saben cómo hacer
buena química.
¡Felicidades!
Con Manuel Ortega, el editor, y José Luis, amigo de los ganadores
martes, 8 de diciembre de 2015
El mejor regalo
El mejor regalo que se puede hacer no es un libro, sino
varios, cuantos más mejor. Y a todo el mundo, da igual la edad, la inclinación
sexual, o el grado de amistad que nos una con la persona que va a recibir el
regalo. Cervantes decía que en el peor libro se puede encontrar algo bueno, y
esto es algo que no se puede decir
de todas las cosas que nos da por regalar. ¿Acaso en la corbata más fea, por
recurrir al ejemplo típico, podemos encontrar algo que nos impida arrojarla a
la basura, o en el perfume más irritante una razón para no dejarlo abierto con
la esperanza de que se evapore rápidamente sin contaminar el ambiente? ¿La
camisa, que probablemente ni siquiera es de nuestra talla y que nos hace girar
la cabeza buscando su parte bonita, tiene alguna posibilidad de éxito como
regalo? Sabemos que no, todos esos regalos, estadísticamente, son un fracaso y
son un fracaso porque son objetos demasiado personales y es imposible acertar
al cien por cien, por mucho que conozcamos a la persona que va a recibir el
obsequio. Solamente hay que observar la cara de la novia o del novio, cuando
abre el paquete con su regalo y descubre un jersey “que seguro que le va a
encantar”, con la cabeza de un ciervo tejida en vivos colores. Dirá que es
precioso, sonreirá bobaliconamente y en de menos de un año, esa pareja estará
rota. Luego, él o ella, o ambos, seguirán regalando jerseys y destruyendo sus
opciones de ser felices con nadie.
Sin embargo, con un libro el acierto es seguro (solo
hay que recordar lo que opinaba Cervantes sobre el asunto), y con la ventaja
añadida de que lo guardaremos para siempre, en nuestra librería. ¿Alguien hace
eso con sus camisas, sus aguas de colonia o lo que sea por mucho que le haya gustado? Obviamente no, de modo que acabamos de demostrar que el libro es el
regalo, eterno recuerdo de quién nos lo obsequió, más acertado de cuantos
existen.
Ahora, llegados a este momento, dejadme que os
recomiende dos libros que podéis tener en cuenta.
Os pongo los enlaces para ahorraros la molestia de ir
a la tienda, basta con pinchar en el título:
Sí, efectivamente son dos viejos conocidos, pero me
consta que no todos los habitantes del país lo han leído, y muchos esperan que su regalo de navidad no
sea ni una camisa, ni una corbata ni una colonia.
¡Felices regalos y que acertéis, sean los que sean!
sábado, 5 de diciembre de 2015
Premio Onuba de novela
La editorial Onuba, cuyo premio de novela de hace 2 años gané yo con El Ladrón de Nubes, presenta el próximo jueves El Sabor de las Cerezas, la novela ganadora del presente año, en el café Manuela de Madrid.
Enhorabuena a los ganadores a los que felicitaré en persona, y a mi amigo Manuel Ortega que sigue aportando su granito de arena para el fomento de la literatura.
martes, 1 de diciembre de 2015
Cach 22
Cach 22 es una novela de Joseph Heller, estupenda novela,
que me hizo pasar unos momentos fantásticos cuando la leí, hace ya más de tresmil años. Aún recuerdo a
Yossarian, el protagonista, desesperado por su suerte y la gracia que me hacía.
Yossarian es un joven piloto de la
segunda guerra mundial que se quiere librar de ir a combatir con su avión
alegando que está mal de la cabeza, a lo que su coronel le dice que eso no es
excusa, pues precisamente hay que estar completamente loco para meterse en un
bombardero con un montón de gente abajo dispuesta a derribarlo, por lo que él
es perfectamente apto para realizar las misiones más peligrosas.
Cach 22 es una expresión inglesa que viene a significar, así
en versión libre, la pescadilla que se
muerde la cola, es decir, una trampa de la que es imposible salir hagas lo
que hagas. Un círculo cerrado que te lleva una y otra vez al mismo sitio. Así
me he sentido yo esta mañana tratando de obtener el certificado digital de la
Seguridad Social por Internet. Resulta que llegado un punto aparece un
alarmante mensaje en la pantalla del ordenador advirtiéndome de que la conexión
no es segura y que me pueden atacar los piratas informáticos, incluso gente aún
más malvada, por lo que más vale que me retire. Yo, que llegado el caso soy
capaz incluso de hazañas más audaces, decido sin vacilar asumir los riesgos y
seguir adelante, pero mi gesto heroico no me vale de nada, pues el ordenador no
me da la opción de demostrar los redaños que estoy dispuesto a echarle al
asunto, y no me permite continuar con el proceso. Lo intento varias veces, pues
el certificado digital es imprescindible para realizar un montón de asuntos
burocráticos que me exige la Seguridad Social, pero siempre acabo en el mismo
lugar, imposible pasar a la siguiente fase. Una trampa mortal sin escapatoria.
En el fondo debería estar agradecido pues no hay duda de que hay alguien
realmente decidido a protegerme del ansia de los hackers, sin embargo la cólera
hace presa en mí, a pesar de que estoy siguiendo un curso de meditación que
tendría que mantenerme alejado de los ataques de ira. Decido que lo mejor es el
viejo y olvidado sistema de hablar con un funcionario y aunque reconozco que es
mucho más cómodo no tener que salir de casa, voy personalmente a una oficia de
la SS . Lo primero que pienso preguntar es por qué, si están tan seguros de que
es una temeridad meterse en esa página, existe esa página, en caso de que
exista, claro, pues dado que no te permiten acceder a ella, sería una estupidez
muy grande tomarse la molestia de crearla. Cuando llego a las oficinas de la
seguridad social, me dicen que para cualquier consulta necesito cita previa, lo
cual no me importa en absoluto hasta que me explican que la única manera de
conseguirla es a través de Internet. ¡Cielos! ¡Pero si ya estoy ahí!
Vuelvo a mi casa, entro en otra dirección de la
Seguridad Social (hay muchas) para sacar cita previa y cuando he superado
varias pantallas, como en los juegos de los marcianitos, llego de nuevo a la
que me avisa de que estoy en serio peligro de que mi identidad sea suplantada y
no me deja continuar. Game over, se acabó. Llamo a un número de teléfono que
consigo en otra dirección, también de la Seguridad Social, y me atiende una
máquina que después de tenerme varios minutos desplegando un menú de opciones
que no vienen al caso, por fin aparece la de solicitar cita previa. Me dice que
tengo que ir a una dirección de Internet que me deletrea: uve doble, uve doble,
uve doble, ese, ge, e, guión,
punto es. ¿Guión bajo o guión alto? pregunto estúpidamente pues la maquina no
es capaz de captar mi angustia. Pruebo primero con guión bajo y aparezco en una
página en la que me avisan de que ese dominio está libre y que si me interesa,
puedo comprarlo. La oferta es tentadora pero llevo ya demasiado tiempo con este
asunto así que pruebo con guión alto y me lleva a la misma página en la que
estuve hace diez horas, al principio de todo. ¡Ya está!, me digo yo chasqueando
los dedos, lo que pasa es que no estoy utilizando el navegador apropiado, a
veces pasa, así que bajo Firefox. Luego Safari, luego Google Chrome, luego
Explorer, Browser… creo que tengo todos los navegadores posibles en mi
ordenador, pero nada.
Ahora son las diez de la noche, y acabo de llamar a
un amigo mío que nunca se desespera
(también viene al curso de meditación conmigo, pero lleva más tiempo), y
me ha dicho que posiblemente todo lo que me está pasando se debe a que yo
utilizo un Mac y el sistema de la Seguridad Social solo admite Windows. Ya es
tarde, pero mañana mismo lo primero que voy a hacer es comprarme un PC, además
aún estamos con el Black Friday de las narices.
A ver qué pasa.
viernes, 27 de noviembre de 2015
Malas costumbres
La calumnia. Boticcelli
Se puede ganar demostrando superioridad o bien, buscando la forma de
inhabilitar al contrario, lo que menos trabajo cueste. Nos estamos acercando y
según nos acercamos, las descalificaciones irán en aumento, siempre sucede. Me
refiero, naturalmente, a las próximas elecciones. Lo siento, pero es muy
difícil cuando uno tiene un blog de asuntos generales, no dedicar al menos un
artiblog a comentar lo que ve, y lo que he visto esta mañana no me ha gustado
nada, independientemente de quienes sean los protagonistas y a qué partido
pertenecen. Cuando se traspasa la barrera de las ideas para atacar a un
contrario, y se invade el territorio de lo privado, me da igual quién sea el
infractor, y a quién ha intentado dañar.
En este caso, Juan Carlos Monedero ha insinuado de forma chusca
que Albert Rivera esnifa cocaína. Además lo dice como un niño tonto, sin
decirlo claramente, entre risitas de vieja escandalizada, buscando frasecillas
de doble sentido pretendidamente graciosas, sin conseguir hacer reír nada más
que a otros idiotas entregados a seguir la broma del intelectual. Y lo dice sin
tener pruebas, pero sobre todo, ¿y qué? ¿y qué si se mete cocaína? Yo ignoro si
Albert Rivera le da a la farlopa, esnifa cola de pegar o se aplica un cilicio
antes de acostarse, es algo que me trae sin cuidado, pero por lo que se ve a
Monedero no le deja indiferente y en lugar de buscar un debate de ideas, lo
hace de usos y costumbres, condenando uno que él reprueba. Ya está, ya salió un
vigilante de la moral, alerta a lo que hacen los demás para denunciarlos
públicamente.
Y no estamos hablando de una dama victoriana, sino de
uno de los teóricos de un partido que se posiciona como progresista, tolerante,
avanzado y muy en contacto con la realidad que sucede diariamente en la calle.
Pues no sé, pero los comentarios de Monedero a mí me
han recordado a mi abuela.
jueves, 19 de noviembre de 2015
El despatarre y el cerebro
Primero voy a hablar del despatarre y luego del
cerebro, avisando que no tiene nada que ver una cosa con otra, como sus propios
nombres indican.
Despatarrarse, todo el mundo lo sabe, significa abrir
excesivamente las piernas. Lo que ya no sabe todo el mundo, al menos yo no lo
sabía, es que se trata de una
práctica que se está poniendo cada vez más de moda entre cierto tipo de hombres
que muestran su prepotencia a través de la exaltación de sus genitales. Muy de
primate, sin duda. Por lo visto es algo muy fácil de observar en el transporte
público (lo que me pierdo por ir siempre en moto) y principalmente se produce
cuando el asiento de al lado lo ocupa una mujer. Tanto se está extendiendo esta
costumbre, que ya se habla del despatarre
machista, como cierto tipo de agresión
y es algo que no solo se produce en nuestro país. En Nueva York, por
ejemplo, las autoridades del
transporte metropolitano, ante las continuas quejas de grupos feministas, ya ha
tomado cartas en el asunto para combatir el manspreading,
que así es como lo llaman ellos. Ignoro en qué consisten las medidas tomadas,
aunque a mi se me ocurre una, aprovechando la postura, que veo difícil que
pueda ser superada en efectividad.
En Venezuela, por lo visto, también es algo muy fácil de observar,
y allí lo llaman explayarse. Yo siempre he dicho desparrancarse,
aunque en otro contexto mucho más simpático.
Y ahora viene lo del cerebro. En la madrugada de
ayer, la policía francesa
localizó, acorraló y se cargó al descerebrado que había planeado los
ataques terroristas del viernes. Sí, el descerebrado, porque hace falta no
tener cerebro para hacer algo así, y sin embargo, todos los medios de
comunicación y portavoces institucionales se refieren a él, como el cerebro de la operación, o aún mucho
más hiriente, el autor intelectual.
¿Pero de quién estamos hablando, del inventor del cálculo infinitesimal, o de
un imbécil víctima de una manipulación que puede detectar hasta un escolar?
Porque según todos los vídeos selfies
que se hizo y que hemos tenido ocasión de ver, está claro que se trata de un individuo con el coco hecho agua por
todas las mentiras de su religión, tanto que pensaba ser el brazo justiciero de su
dios. Quien le metió esas ideas absurdas, hasta el punto de no importarle morir
por llevarlas a cabo, ese sí es el cerebro, pero a ese nunca le van a coger. Aunque
esté perfectamente localizado, incluso aunque se despatarre delante de todo el
mundo.
Así es la vida.
martes, 10 de noviembre de 2015
La mala educación
Hace muchos años, miles, los humanos nos dimos cuenta
de que teníamos cierta tendencia a matarnos los unos a los otros y que eso, en
general, no era nada bueno. Para
poner límites a nuestra natural agresividad se crearon unas normas de modo que
nos seguíamos matando unos a otros, pero ya no de forma impune, y al que
encontrábamos culpable, lo matábamos.
Poco a poco, nos fuimos civilizando y esas normas o
leyes se fueron haciendo más complejas pues había que tener en cuenta otros
aspectos, no solo el crimen cometido. Se inventaron los atenuantes, y se puso
límite a los castigos, sobre todo a los físicos. Cada día que pasaba estábamos
más civilizados, daba gusto vernos, y entonces se nos ocurrió, que además de
poner leyes para evitar en la medida de lo posible matarnos entre nosotros,
podíamos ir un poco más lejos y crear otras normas para que las relaciones
entre los humanos fueran mucho más cordiales. Dicho de otra forma, intentar
molestarnos lo menos posible. Entonces inventamos algo realmente grande, una de
las mejores ideas que se nos ha ocurrido desde que abandonamos la costumbre de
coger cosas con los pies: la educación. Con educación pasamos de ser primates
agresivos a personas capaces de bajar el volumen de la televisión por la noche
aunque lo que nos pida el cuerpo sea ponerla a toda tralla.
Con la educación salimos beneficiados todos, pues su
único objetivo es no molestar, y si molestas, pedir disculpas y poner cara de
que lo sientes muchísimo de modo que el molestado no se siente tan mal. Parece una
tontería pero para ver claramente sus ventajas pongamos un ejemplo: si te
pisan, es muy distinto escuchar en tono compungido, “lo siento muchísimo, ha
sido sin querer”, a que te digan entre risotadas “¿A que jode?”. Parece que no,
pero hay una diferencia enorme aunque el dolor del pisotón sea exactamente el
mismo.
Pues bien, las normas de educación también han
evolucionado de modo que ahora nos parecen inaceptables cosas que hace tiempo
se veían como algo normal. Por ejemplo, he leído en un libro de incuestionable
fiabilidad, que el magnate americano John Jacob Astor, en una cena de gala
celebrada en su casa no tuvo inconveniente en limpiarse las manos en el vestido
de la dama que se sentaba a su lado. No está documentada la reacción de la
señora-servilleta, pero sabemos que Astor puso el dinero para fundar la
Biblioteca Pública de Nueva York, quizá arrepentido de su falta de compostura
en la mesa.
En aquella época, principios del siglo XIX, ya
existían manuales para dejar claro lo que se consideraba de buen gusto y lo que
no; en el popular, the laws of etiquette,
or short rules and reflections for conduct in society, se dice claramente,
que no es de buena educación acercarse el tenedor a la nariz para olisquear el
trozo de carne ensartado. También
se recomienda el uso de la cuchara para el plato de la sopa, y que si bien, uno
puede limpiarse la boca con el mantel, lo que debe evitar es sonarse la nariz
en él. Con razón, Groucho Marx, dijo que era de muy mala educación exclamar cuando
nos sirven la comida, “¡pero quién es el imbécil que ha puesto esta mierda en
mi plato!”
Todas estas recomendaciones, de seguir las tendencias
observadas últimamente a mi alrededor, me temo que serán necesarias incluir
nuevamente en la educación impartida en los colegios. ¿Por qué será que tengo
la sensación de que cada vez hay más gente maleducada? La respuesta es bien
sencilla: porque cada vez hay más gente maleducada, basta con darse una vuelta
en coche y observar el comportamiento de la mayoría: dista muchísimo de seguir la norma número uno que es
molestarnos lo menos posible entre nosotros.
Y así con todo, pero para qué seguir, estoy seguro de
que cada cual puede poner mil ejemplos.
sábado, 31 de octubre de 2015
El cielo
Ya os amenacé hace un par de semanas, o quizá más porque el tiempo pasa volando, con que tenía en el almacén de los cuentos muertos, varios sobre los dioses y sus hazañas y que estaba dispuesto a publicarlos aquí, si ellos mismos no lo remediaban.
De momento no han podido hacer nada para que suba el que viene a continuación. Es un poco largo, pero tenéis todo un fin de semana por delante.
La ilustración es de mi amigo y socio Jaime Gamboa.
Espero que os guste, y sed buenos.
SAN PEDRO
Nada más verlo, me recordó a esos porteros de club de
jazz de Chicago que sin apenas mirarte te franquean el paso una vez superado el
trámite de pagarle la entrada. Mantienen una mirada fría, distante, y parece
que estén tumbados, más que sentados en sus taburetes. Simplemente te dicen faivdolars señalando un taco de billetes
enfajados con una goma que sujetan en una de sus manazas, y luego, una vez
satisfecha la cantidad, te indican que ya puedes pasar al interior del local
con un movimiento de cabeza. Ese portero, grande, poco hablador y estatuario,
naturalmente es negro.
También, para mi sorpresa, lo era San Pedro y cuando
llegué a la puerta del cielo, me recibió de idéntica manera. La única
diferencia fue que no me pidió cinco dólares para entrar, sino que me hizo una
pregunta inesperada, dadas las circunstancias.
-¿Llevas armas?
Tras un momento de vacilación respondí:
-Soy un espíritu puro, naturalmente que no llevo armas. Uno no se gana
el cielo llevando armas encima, además…
-Para el carro, hermano, a mi no me des
sermones que de eso estoy un poquito harto. Yo me limito a preguntar si llevas
armas.
-Un momento, ¿pero tú no eres San Pedro?
-Naturalmente que soy San Pedro. Creí que todo el mundo sabía a quien se
iba a encontrar en la puerta del cielo, vaya pregunta.
Yo di un par de pasos hacia atrás para ver si había
algún letrero en la puerta que indicara donde estaba, pues dudaba que ese lugar
fuera el cielo, tan diferente a como yo me lo había imaginado. Pero efectivamente
sí era el cielo, al menos eso ponía con grandes letras de neón de color
azul que formaban un arco sobre el dintel del portón de entrada. Una de las
letras estaba fundida y otra pestañeaba emitiendo un zumbido eléctrico
bastante desagradable, de modo que ponía CI LO, y a veces, solo CIO.
-He llamado mil veces para que vengan a arreglar el luminoso –explicó
San Pedro un tanto avergonzado-, pero estos días yo no sé que pasa, que no hay
nadie que quiera trabajar –hizo una pausa moviendo la cabeza de una lado a otro
en señal de impotencia-. Así no sé yo adonde vamos a ir a parar, ¿no te parece?
-Yo no sé que decirte, apenas llevo unos minutos muerto y la verdad es
que esto no es como yo me imaginaba.
-Pues has tenido suerte, hermano, anda que si llegas a ir al infierno…
ahí no estarías hablando con el portero, créeme –en seguida abandonó el tono de
compadreo y adoptó de nuevo su aire distante-. Bueno, ¿llevas armas o no?
-Pues no, no llevo armas.
San Pedro miró a uno y otro lado para cerciorarse de
que no había nadie a la vista y me preguntó casi en un susurro según se llevaba
la mano al bolsillo interior de su chaqueta:
-¿Te interesa una? Tengo una Beretta de seis disparos, limpia, que te la
puedo dejar a un precio razonable.
-No, Claro que no quiero una
pistola, ¿para que iba a necesitar yo una pistola en el cielo?
-Vale, vale, tú mismo brother.
Con un movimiento de cabeza me indicó que pasara y
según lo hacía aún pude escuchar que me seguía ofreciendo su mercancía.
-También tengo puños americanos, esprays
antivioladores, una porra…
El lugar que apareció ante mí era una locura. No
estaba quieto, sino que giraba a toda velocidad como si fuera un tiovivo de
forma que resultaba imposible distinguir qué era. Una música acompañaba aquella
disparatada visión a ritmo de verbena. Poco a poco, fue perdiendo velocidad,
como si mi presencia hubiera creado un campo gravitacional que frenara el
movimiento, hasta que llegó un momento en que podía ver perfectamente qué había
en aquel mundo giratorio, que cada vez iba más despacio. Calles oscuras
intransitadas sucedían a otras bulliciosas y trepidantes; de repente un campo
abandonado, luego un jardín primoroso donde pacía un hermoso venado. Una
detonación y el pobre animal cae con la cabeza destrozada de un disparo. Niños
que juegan al aro vestidos como si fueran el pequeño lord, y a continuación, en
ese mundo giratorio, aparecen unas ratas devorando los pies de un monstruo gigante. Una extraña
ruleta que se va parando lentamente hasta que finalmente… solo queda un
escenario ante mi.
No puedo acceder ni al que había antes ni al que
vendrá después, imposible la elección; es el mundo que me ha tocado en una rifa
manejada por una voluntad que supongo divina. De momento, puedo estar satisfecho
pues no hay nada amenazante en él. Es una habitación amueblada con escaso gusto
pero que reúne todo lo necesario para resultar levemente confortable. Si
tuviera que situarla en mi mundo conocido, diría que se trata de la salita de
estar de una casa de clase media de los años cincuenta, con sus paredes
empapeladas al gusto de entonces, nada sofisticado, nada funcional, nada de
nada. La temperatura es extraña, como si hiciera mucho frío pero hubiera algo
que tratara de neutralizarlo. No veo radiadores pero sí una mesa camilla que
parece invitarme a sentarte a ella, levantar las faldas, y calentar las piernas
al calor del brasero que con toda probabilidad esconde. Un aparador, cuatro
sillas y un sofá de escay completan el mobiliario, junto una radio que hay
sobre una repisa en una de las paredes. También hay delante del sofá una mesita
baja con algunas revistas encima. No tardo mucho en decidirme a pasar al
interior de esa casa, pues deduzco que eso es lo que debo hacer, más que nada
porque tampoco se me ofrecen otras alternativas. A mi espalda ha desaparecido
lo que había, que en realidad no había nada. De San Pedro ya ni me acuerdo.
Cojo una revista de la mesita y voy a la mesa camilla
con la intención de sentarme a ella. Una voz que viene de algún lado me llama
por mi nombre.
-¡Roberto, dónde estás Roberto!
Antes de que pueda contestar, sale repentinamente de
debajo de la mesa camilla un gatazo de angora, enorme, a la velocidad del rayo
y desaparece por la puerta que hay junto al aparador, aún más rápido que como
apareció.
-¡Muy bien, Roberto, muy bien! ¿ves? Ahora mami te dará tu comidita…
¡huy!, ¿pero qué te pasa? Traes el rabo muy gordo, ¿hay algo que te ha asustado
cariñito?
Con decisión me dirijo hacia la puerta por donde ha
desaparecido el gato, justo en el momento en que una mujer, de unos cuarenta
años y francamente atractiva, entra en la salita topándose casi conmigo.
-¡Dios mío! ¿Pero tú quién eres, qué haces en mi casa? –la mujer parece
realmente asustada y yo en vano trato de tranquilizarla mostrando mi lado más
encantador.
-Le aseguro que no pretendo hacerle daño, ni a usted ni al gato –sonrío
seductoramente-. En realidad no puedo decirle qué hago aquí porque no lo sé,
pero desde luego no es nada malo.
-¿No serás una aparición?
La pregunta me deja un tanto perplejo, pues creo que
eso es exactamente lo que soy.
-Sí, efectivamente, soy una aparición, un espíritu bueno que se ha
ganado el cielo.
La mujer se acerca con cautela y me toca, primero con
aprensión, luego con sobrada decisión, y he de reconocer que consigue
perturbarme ligeramente.
-¿Espíritu? ¡y una mierda! Tú eres tan de carne y hueso como yo, no te
fastidia.
-Ya, no lo sabía de verdad… una cosa, esto es el cielo, ¿no?
-Sí, claro que es el cielo. Vaya pregunta más idiota.
-Es que yo acabo de llegar. Me he muerto hace un momento y como he
llevado una vida ejemplar en la Tierra, virtuosa y todos eso, pues he venido al
cielo –hago una pausa con el fin de observar su reacción y continuo-. Supongo
que en algún momento tendré que ponerme a la derecha de Dios Padre. Es lo
prometido.
La mujer me mira con el ceño fruncido, lo que acentúa
su atractivo, se cruza de brazos y alejándose ligeramente me mira de arriba
abajo como si me estuviera haciendo un escáner.
-A la derecha de Dios Padre, claro. ¿Y San Pedro te ha dejado pasar así,
sin más?
-Bueno, al principio estaba empeñado en venderme un arma, pero yo la he
rechazado. Toda mi vida he evitado hacer daño a nadie –dije con orgullo.
-Ya, pobrecito, pues aquí más te vale que vayas cambiando de mentalidad.
¡Esto es el cielo, amigo!
Roberto, el gato, entró en la salita cautelosamente y
se acercó hasta mí con la idea clarísima de restregarse contra mis pantalones.
En seguida un potente ronroneo, como si una motosierra me estuviera cortando
las piernas, confirmó que yo le caía bien.
-Le has gustado a Roberto, mira, y te aseguro que no es lo habitual.
La mujer con un gesto me invitó a sentarme en el sofá
de escay al tiempo que hacia la autopresentación.
-Me llamo Matilde y llevo en el cielo… hará ya veinte años, ¿tú cómo te
llamas, a qué te dedicabas…? En fin, cuéntame cosas, se me ha estropeado la
radio y aquí todavía no ha llegado la tele, así que cualquier entretenimiento
está bien. Y por cierto, deja de llamarme de usted, soy más joven que tú.
Yo estaba un poco abrumado por los acontecimientos,
pero fingí naturalidad mientras me arrellanaba en el sofá seguido de Roberto.
Ella fue al aparador y sacó una botella de anís y dos copitas.
-Bueno, pues… me llamo
igual que tu gato, y en la Tierra era aparejador. Hace apenas un rato se me
calló la cuchara de una caterpillar
encima y como me pilló distraído no pude aguantar la tonelada de hierro que
llevaba, y aquí me tienes.
Matilde se sentó en una de las sillas frente a mí y
me di cuenta, mientras cruzaba las piernas, de que sentada seguía siendo tan
atractiva como de pié. Luego puso las dos copitas sobre la mesa y las llenó
hasta una línea roja que marcaba la medida justa y dejó la botella encima de las
revistas.
-Parece que has tenido una llegada al cielo bastante suertuda –me dijo
mientras se acercaba su copa a los labios, lo que me brindó la ocasión para
enamorarme ya perdidamente de ella-. No es muy habitual caer dentro de una
casa. Recuerdo que yo fui a parar a una playa nudista, pero como iba
completamente vestida, la gente no me recibió nada amistosamente. Todo el mundo
gritaba que me desnudara… fue muy embarazoso para mí que al principio no
entendía nada.
Aparté de mi imaginación el momento y bebí un
traguito de anís. Ella siguió con su historia.
-Imagínate, llegas con dieciocho añitos recién cumplidos, nada más
morirte, a un sitio que tú crees que es el cielo y te reciben cincuenta tíos en
pelota gritando que te desnudes. Es muy bestia, créeme, en cambio tú… te
encuentras en una casa agradable, te recibe un gatito primoroso, te ofrecen una
copa de anís…
-Y sobre todo: estás tú.
Creo que ahí me pasé. En la tierra me ocurría lo
mismo, enseguida me entusiasmaba y metía la pata prematuramente, quizá por eso
jamás tuve suerte con las mujeres. Claramente en el cielo me iba a pasar lo
mismo.
-¿Yo? –una sonrisa perfecta estalló en risa franca y melodiosa- Yo tengo
mi muerte aquí ya organizada, no te hagas ilusiones. Has ido a parar a este
sitio como podías haber llegado al centro de un río plagado de cocodrilos, eso
no significa que los cocodrilos y tú os hagáis grandes amigos, ¿verdad? –giró
levemente la cabeza de manera irresistible-, y mucho menos que lleguéis a
copular.
-No, ese caso –apuré mi copa de anís de un trago, ya que me sentía tan
apurado yo mismo-, ese caso no es lo mismo, quiero decir que es la primera vez
que vengo al cielo, la primera vez que me muero, no tengo ni idea…
El efecto del anís empezó a notarse, al menos yo empecé
a notarlo. Me sentía tan imbécil como una vez que estando completamente
borracho le regalé mi mechero a una chica que acababa de conocer. Esto no tiene
nada de extraordinario si no fuera por el hecho de que llevaba ya cinco
mecheros comprados esa tarde y que sucesivamente había regalado a cinco chicas
con las que había intentado ligar. Todo un conquistador. No es de extrañar que
acabara en el cielo, uno de los pecados más perseguidos no lo cometí jamás.
-Esta muy rico el aní, ¿puedo tomar otro poquito?
-¿el aní? –Matilde sonreía picaronamente. Lo que faltaba.
-Quiero decir, anís. Es que a veces pierdo eses –me defendí como pude-.
Mis amigos cuando estaban borrachos las hacían, yo las pierdo, ya ves.
-Bueno por una copa no te vas a emborrachar, quizá con dos…
Matilde puso más anís en mi copa, esta vez
sobrepasando la raya roja y para hacerlo se incorporó de su silla. Inclinada
sobre la mesa, mientras me servia la bebida, no pude evitar observar su escote
que me mostraba unos pechos perfectos agitados por una leve respiración. Jamás
en la tierra, cuando estaba vivo, me había sentido tan vivo como ahora que
estaba muerto. Y aunque todo resultaba bastante desconcertante, estaba en el
cielo y según lo que yo tenía entendido, en el cielo desaparecen las pasiones
que te atan en la tierra, desaparecen las debilidades de la carne y desaparece
hasta la misma carne para convertirte en espíritu puro. Yo desde luego no me
sentía nada puro en esos momentos, y la parte espiritual tampoco la notaba mucho,
sin embargo la otra…
-Me voy a poner mejor a tu lado, si no te importa –me dijo según se
sentaba muy cerca de mi-. El sofá es más cómodo que una silla. Hasta te puedes
tumbar llegado un momento, ¿no?
Llevaba un ligero perfume que me recordó al campo húmedo,
a la paja en verano, al mar, a la montaña… tenía todos los aromas posibles, una
delicia de olor, ¿cómo sería su sabor?
-¿Tienes alguna idea de por qué San Pedro te ofreció un arma, o por qué
has ido a parar a mi casa? –me preguntó con cierta coquetería.
-Mmmm, no se me ocurre ninguna respuesta, la verdad.
-¿Has oído hablar de los test de aptitud?
-Sí, naturalmente, yo mismo he tenido que pasar por varios cuando estaba
vivo.
-Pues ahora que estás muerto –se acercó un poco más a mí- también tienes
que seguir superando algunos.
Yo no sé si por efecto de la tonelada de vigas que me
había caído encima me había vuelto idiota, o es que el anís me bloqueaba el
cerebro, el caso es que no entendía absolutamente nada. Mi cara de besugo lo expresó
perfectamente.
-¿No entiendes nada, verdad? –cogió mi mano y la llevó hasta mi copa de
anís-. Verás, esto es el cielo, y como ya sabrás aquí solo se admiten espíritus
puros, y aunque de momento, tú seas un candidato, aún tienes que superar ciertas
pruebas en aquellos puntos que según nuestra base de datos andabas un poco
flojo.
Hizo un mohín frunciendo los labios que casi hace que
me lanzara sobre sus pechos. Me fijé entonces que ahora iba vestida de forma
distinta a como había aparecido. Ahora sí empezaba a sentir que estaba en el
cielo. En este momento llevaba un ligerísimo vestido veraniego estampado con
unas diminutas flores sobre un fondo naranja, que le quedaba de maravilla.
-Tú eras un tipo con tendencia a perder los estribos y mostrarte
violento según en qué ocasiones. Me refiero a cuando estabas vivo, claro.
Recordé cuando perseguí con mi moto a un coche que me
había hecho una pirula con la intención de matar al conductor, y cuando en otra
ocasión choqué mi todoterreno a propósito contra una furgoneta que me impedía
el paso.
-Bueno, sí, pero solo conduciendo, lo normal; de repente te conviertes
en una bestia, pero yo no soy agresivo, al menos no voy…
Matilde puso su dedo en mis labios impidiendo que
siguiera hablando pero no pudo impedir que lo besara tenuemente.
-Chis, chis, chis… eso ya ha quedado claro. San Pedro te puso a prueba
ofreciéndote armas y tú las rechazaste.
De repente cambió el tono de voz y adoptó otro mucho
más sugerente.
-Roberto, ¿quieres venir conmigo, chiquitín?
-Matilde, claro…
-Se lo estoy preguntado al gato, a ver donde está… ah, ya te veo,
briboncillo.
Matilde cogió al gato haciéndole mimitos que en
realidad me los estaba lanzando a mi, se puso en pié y me invitó a que la
siguiera, esta vez dirigiéndose claramente a mí, no a Roberto gato que ya
estaba sobre sus brazos. El vestido era corto, estaba descalza, olía muy bien,
yo había tomado anís, estaba en el cielo, no tenía ni idea a donde quería
llevarme pero no veía por qué iba yo a quedarme solo en un sofá de escay en una
habitación sin televisión y que la radio estaba estropeada. Así que me puse
también en pié.
-¿Cojo la botella de aní?
-Aniss. Tú verás, ¿todavía no sabes cuál es la siguiente prueba que
tienes que superar si quieres quedarte en el cielo y disfrutar de estar a la
derecha de Dios Padre?
Me imaginé toda la eternidad sentado a la derecha de
Dios Padre y me pareció que distaba mucho de lo que yo entendía por un planazo.
Pensé que llegaría un momento en que por muy amena que fuera su conversación
querría hacer otro tipo de cosas, así que pregunté con fingida inocencia.
-Supongamos que no supero la segunda prueba, ¿en tal caso me libro de…
quiero decir, ya no estaré sentado a la derecha de Dios Padre para toda la
eternidad?
Matilde me tendió la mano para que yo se la cogiera,
lo que hice sin dudarlo ni un solo segundo y arrastrándome hacia ella, me fue
explicando según me llevaba a otra habitación, seguramente más confortable, lo
que pasaría en caso de no superar la tentación.
-Si no consigues superar la segunda prueba, efectivamente no podrás
sentarte a la derecha de Dios Padre en esta ocasión, pero no te preocupes,
porque en tal caso serás devuelto a la tierra donde empezarás de nuevo otra
vida y cuando mueras, se repetirá todo lo que acabas de experimentar ahora.
Siempre se da una segunda oportunidad.
-¿Todo? –pregunté según intentaba desprender a Roberto de los brazos de
Matilde- ¿Todo, todo?
-Absolutamente todo…
En algún lugar de la Tierra, en uno de los miles de
nacimientos que se producen todos los días, apareció un niño sonriente y
satisfecho, pero que lloraba de una forma diferente, un tanto extraña.
-Os parecerá una tontería –dijo uno de los asistentes al parto-, pero
parece como si llorara sin utilizar la letra ese.
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