miércoles, 23 de diciembre de 2015

Todo empezó una noche





                                                                 ilustración de mi amigo Jaime Gamboa







La noche era fría, desacostumbradamente fría, hasta el punto de que había caído una nevada, tan copiosa como inusitada, que cubría todo el valle. Debajo de la nieve había un desierto sorprendido. El cielo lleno de estrellas anunciaba que la borrasca ya había pasado, y un silencio ominoso anunciaba que ya era muy tarde para andar por la calle, más con un recién nacido. La madre lo llevaba amorosamente entre sus brazos, a lomos de un precioso borrico cuyas bridas conducía de muy mal humor un señor con barba y cayado que se seguía haciendo un montón de preguntas sobre los últimos acontecimientos.
Según bajaban al interior del valle, la nieve iba desapareciendo y el paisaje cobraba vida. El señor barbado con cara de mal humor levantó la mano en la entrada de una aldea y el borrico se detuvo, aliviado de tener un momento de descanso.
    -Yo creo que aquí encontraremos una pensión, o algún sitio donde podamos alojarnos, que ya estoy hasta las narices de la caminata.
    -No, Pepe, en una casa, no –la mujer hablaba con un tono melodioso y una voz muy agradable aunque un poco aflautada-. Podrían encontrarnos. Ya sabes… lo del sueño.
    -Cago en mi calavera con lo del sueño, ¿entonces qué hacemos?
    -Mira –la mujer señaló hacia una cuadra a escasa distancia- ese puede ser un buen lugar para descansar, ahí nadie mirará.
    -¿Una cuadra? ¿Y si los animales que hay dentro se comen a nuestro hijo?
    -No seas negativo, seguro que son muy amigables, incluso nos pueden dar un poco de calor.
    -También podían darnos un poco de sopa, porque tengo una gusa…
Lentamente se dirigieron hacia la cuadra que había señalado la madre del niño, una judía de muy buena familia, nada menos que descendiente del Rey David, que tuvo que casarse a toda prisa para no dar qué hablar en su círculo social. Su marido era un carpintero sin demasiada relevancia que aceptó el matrimonio con la heredera de la dinastía real, a pesar de lo precipitado de toda la operación y de no haber tenido un noviazgo en condiciones. Lo que no se esperaba el pobre es que a los pocos días de estar casados le anunciara que estaba embarazada. ¿Cómo que embarazada? Le preguntó él sorprendido, pero si no hemos hecho absolutamente nada… ya, ya, decía ella, esto ha sido un milagro, obra de… de el espíritu santo, se le ocurrió decir. José no estaba muy convencido, sobre todo porque hasta entonces él no había oído hablar nunca de la existencia del espíritu santo, pero aceptó a regañadientes la explicación, a pesar de la sonrisa que puso su rabino cuando se lo contó. Es importante señalar que el rabino tampoco tenía noticias de ningún espíritu santo.
Entraron en la cuadra agotados por el viaje y se dispusieron a pasar la noche allí lo más tranquilamente posible. Junto al pesebre había una mula, un cerdo y un buey. José se llevó al cerdo fuera por miedo a que se comiera al niño y dejó a los otros dos animales, aunque no les quitaba el ojo de encima por si acaso. Luego desensilló al borrico, le acercó al pesebre para que comiera y dispuso una cuna improvisada para el niño, que inmediatamente adoptó una postura inverosímil, con una regordeta pierna suspendida en el aire y una sonrisa encantadora que se perdía más allá de las paredes de la cuadra. José le contempló moviendo la cabeza de un lado a otro, se agachó para darle un beso como hacía todas las noches antes de irse a dormir, y preparó una cama para él y su mujer acumulando una buena pila de paja, que allí había de sobra.
Justo cuando ya estaban a punto de quedarse dormidos, de repente la cuadra se llenó de gente. Lo primero fue un fogonazo luminiscente que poco a poco fue perdiendo intensidad hasta mantener una iluminación blanca y brillante que llenaba la cuadra sin estar muy claro de donde salía tanta luz. Luego entraron dos pastorcillos que llevaban sendos corderos a los hombros como regalo.
    -¿Más animales? –gritó José- No, si al final, alguno acaba devorando al niño, verás.
Pero eso no fue más que el principio. Luego vinieron otros dos pastores más, también con corderos, y luego una lavandera que traía un pato, y un molinero, y el herrero con dos gallinas que llevaba colgando boca abajo asidas por la patas y que metían un jaleo terrible, y más pastores, ¿pero había tantos pastores en la comarca?… de repente parecía que el pueblo entero, y los de los alrededores, hubieran decidido congregarse allí para llevar todo tipo de bichos imaginables y otros regalos; incluso había un pastorcillo que llevó un tambor, ya ves tú qué clase de regalo es ese para un recién nacido. Todo esto con el agravante de que eran unas horas en las que todo el mundo debería estar durmiendo.
    --¿Pero puede saberse a qué viene todo este jaleo? –gritaba el pobre José elevando las manos al cielo totalmente desbordado- se supone que tenemos que pasar desapercibidos. Estamos huyendo, ¿entendéis? Ahora todo el mundo se va a enterar de que estamos aquí.
    -Venimos a adorar al niño.
    -¿Y no tenéis otro?
    -La verdad es que no.
    -Yo sí tenía uno, pero Herodes lo ha matado, no tengo ni idea de por qué. Parecía buen tipo y ya ves.
    -¿Buen tipo, dices? Para empezar es un pelele en manos de los romanos y además está loco. También ha matado a mi hijo, ¿te lo puedes creer? ¡lo ha degollado! ¿cómo se puede degollar a una criatura de dos semanas? Es repugnante
    -Al mío también le ha rebanado el pescuezo.
    -De hecho se han cargado a todos los niños, yo creo que éste es el único que queda vivo en la comarca, ¿no es como para adorarlo?
José no estaba para admitir nada por lo que seguía de muy mal humor pese a que su esposa trataba de apaciguarlo con palabras amables.
    -Vamos José, no seas así, es gente buena que lo único que quieren es adorar a tu hijo.
    -Mi hijo, ¿no? –José miraba a su esposa con los brazos en jarras y cara circunspecta.
    -Ay, Pepe, no vuelvas otra vez, creí que ya había quedado todo aclarado.
    -No, claro, si para ti todo es muy fácil pero es que… la historia se las trae.
    -Mira que eres pesado; cuando te da por un tema….
En ese momento una nueva algarabía anunciaba más visitantes. Todos los allí presentes se apartaron hacia un lado para dejar entrar a los recién llegados, que parecían gente principal. Precedidos de unos jóvenes pajes, con un aspecto bastante rarito, llegaron tres personajes vestidos con todo tipo de lujos. Dos de ellos portaban mantos de armiño y el tercero, una capa que era como unas cortinas imperiales, y un descomunal turbante. Hasta los camellos que montaban lucían gualdrapas enjoyadas. Todo el lujo oriental, en contraste con la miseria del medio oriente. Lentamente los tres nobles bajaron de sus monturas y ceremoniosamente depositaron unos regalos a los pies del niño que seguía en la misma postura inverosímil que adoptó nada más llegar a la cuadra.
    -Venimos del lejano oriente para adorar al niño dios –dijeron según depositaban los cofres con los presentes.
    -¿Niño dios?, ¿de qué están hablando los tres mosqueteros? –José con los hombros encogidos parecía no entender nada. Como siempre su esposa tuvo que salir al paso para explicarle algunos detalles que todavía no le había contado.
    -Sí, verás, es que tu hijo es dios.
    -¿Mi hijo es dios? ¿pero qué barbaridades se te ocurren? ¿Qué dirá el rabino?
    -Que siiiii… anda, ya te lo contaré luego, de momento coge los regalos.
    -Si ni siquiera son pollos, ¿qué clase de regalos son esos?
    -Oro.
   -Incienso.
    -Mirra.
    -¿Cuál es el del oro? -Preguntó José avanzando hacia los tres cofres.
A continuación, un estruendo de trompetas llenó el establo y todos salieron al exterior para ver de donde venía el prodigio. Arriba, a unos tres metros por encima del tejado, unos ángeles descomunales hacían sonar sus trompetas mientras sujetaban con la otra mano una pancarta.
    -¿Qué pone ahí? –preguntó alguien señalando la pancarta.
    -No se ve muy bien, espera a ver…
El comentario llegó a oídos de los ángeles y con un batir de alas, descendieron un poco para que todo el mundo pudiera leer sin problema el mensaje que traían.
    -Ah, ya, mira pone…. Paz entre los hombres de buena voluntad.
    -¿Y que quiere decir eso?
    -Ni idea. Bueno yo me voy que mañana madrugo.
Poco a poco todo el mundo se fue marchando, hasta que solo quedaron los tres personajes ataviados con ropas de lujo que aseguraban ser reyes sin que ninguno de los presentes acabara con una idea certera de qué país. Después de una conversación disparatada en que nadie entendía a nadie, pues lo que sí estaba claro es que venían de muy lejos, los tres monarcas y sus séquitos se despidieron y volvieron grupas hacía algún lugar incierto. Por lo visto habían conseguido llegar hasta allí porque una estrella mágica los había guiado, pero ya no había ni rastro del cometa, por lo que lo más probable es que se perdieran en el desierto tratando de volver a sus casas.
Por fin, la familia, agotada por la caminata que se habían dado desde que salieron huyendo de su casa y por todo el ajetreo final, pudo descansar sin que nadie les molestara. Tan solo hubo un momento de tensión cuando el cerdo trató de entrar de nuevo en la cuadra, aunque para alivio de José, no pudo pasar pues  ya no quedaba sitio para él, de tantos corderos, pavos, patos, gallinas y distintas mercancías que habían llevado.

     -Vaya noche buena –fue todo lo que dijo José antes de dormirse.





sábado, 12 de diciembre de 2015

XI Premio Onuba de Novela



                                                                   Con los ganadores, Pilar y Federico



Ayer se presentó en Madrid el XI Premio Onuba de Novela y tuve el placer de conocer a los ganadores, Pilar Gutiérrez Garzón y Federico Gómez de las Eras.  Los ganadores, sí, porque escribieron la novela a pachas. En la presentación explicaron cómo se puede hacer algo así, y desde luego que funciona su método, pues he de decir que ya me he leído la mitad (francamente entretenida) y no hay nada que delate la dualidad.

Pilar trabaja en dos ONG, por si hacerlo en una fuera poco, y José Luis es químico; ha trabajado en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, en el Instituto de Química Médica.  Ese debe ser el truco, saben cómo hacer buena química.


¡Felicidades!

                                        Con Manuel Ortega, el editor, y José Luis, amigo de los ganadores

martes, 8 de diciembre de 2015

El mejor regalo






El mejor regalo que se puede hacer no es un libro, sino varios, cuantos más mejor. Y a todo el mundo, da igual la edad, la inclinación sexual, o el grado de amistad que nos una con la persona que va a recibir el regalo. Cervantes decía que en el peor libro se puede encontrar algo bueno, y esto es algo que no se  puede decir de todas las cosas que nos da por regalar. ¿Acaso en la corbata más fea, por recurrir al ejemplo típico, podemos encontrar algo que nos impida arrojarla a la basura, o en el perfume más irritante una razón para no dejarlo abierto con la esperanza de que se evapore rápidamente sin contaminar el ambiente? ¿La camisa, que probablemente ni siquiera es de nuestra talla y que nos hace girar la cabeza buscando su parte bonita, tiene alguna posibilidad de éxito como regalo? Sabemos que no, todos esos regalos, estadísticamente, son un fracaso y son un fracaso porque son objetos demasiado personales y es imposible acertar al cien por cien, por mucho que conozcamos a la persona que va a recibir el obsequio. Solamente hay que observar la cara de la novia o del novio, cuando abre el paquete con su regalo y descubre un jersey “que seguro que le va a encantar”, con la cabeza de un ciervo tejida en vivos colores. Dirá que es precioso, sonreirá bobaliconamente y en de menos de un año, esa pareja estará rota. Luego, él o ella, o ambos, seguirán regalando jerseys y destruyendo sus opciones de ser felices con nadie.
Sin embargo, con un libro el acierto es seguro (solo hay que recordar lo que opinaba Cervantes sobre el asunto), y con la ventaja añadida de que lo guardaremos para siempre, en nuestra librería. ¿Alguien hace eso con sus camisas, sus aguas de colonia o lo que sea por mucho que le haya gustado? Obviamente no, de modo que acabamos de demostrar que el libro es el regalo, eterno recuerdo de quién nos lo obsequió, más acertado de cuantos existen.
Ahora, llegados a este momento, dejadme que os recomiende dos libros que podéis tener en cuenta.

Os pongo los enlaces para ahorraros la molestia de ir a la tienda, basta con pinchar en el título:


El segundo libro también está disponible en formato digital en Amazón y en La casa del Libro.  (basta con pinchar en los mencionados establecimientos)


Sí, efectivamente son dos viejos conocidos, pero me consta que no todos los habitantes del país  lo han leído, y muchos esperan que su regalo de navidad no sea ni una camisa, ni una corbata ni una colonia.


¡Felices regalos y que acertéis, sean los que sean!




sábado, 5 de diciembre de 2015

Premio Onuba de novela




La editorial Onuba, cuyo premio de novela de hace 2 años gané yo con El Ladrón de Nubes, presenta el próximo jueves El Sabor de las Cerezas, la novela ganadora del presente año, en el café Manuela de Madrid.

Enhorabuena a los ganadores a los que felicitaré en persona, y a mi amigo Manuel Ortega que sigue aportando su granito de arena para el fomento de la literatura.




martes, 1 de diciembre de 2015

Cach 22




Cach 22 es una novela de Joseph Heller, estupenda novela, que me hizo pasar unos momentos fantásticos  cuando la leí, hace ya más de tresmil años. Aún recuerdo a Yossarian, el protagonista, desesperado por su suerte y la gracia que me hacía. Yossarian es un  joven piloto de la segunda guerra mundial que se quiere librar de ir a combatir con su avión alegando que está mal de la cabeza, a lo que su coronel le dice que eso no es excusa, pues precisamente hay que estar completamente loco para meterse en un bombardero con un montón de gente abajo dispuesta a derribarlo, por lo que él es perfectamente apto para realizar las misiones más peligrosas.
Cach 22 es una expresión inglesa que viene a significar, así en versión libre, la pescadilla que se muerde la cola, es decir, una trampa de la que es imposible salir hagas lo que hagas. Un círculo cerrado que te lleva una y otra vez al mismo sitio. Así me he sentido yo esta mañana tratando de obtener el certificado digital de la Seguridad Social por Internet. Resulta que llegado un punto aparece un alarmante mensaje en la pantalla del ordenador advirtiéndome de que la conexión no es segura y que me pueden atacar los piratas informáticos, incluso gente aún más malvada, por lo que más vale que me retire. Yo, que llegado el caso soy capaz incluso de hazañas más audaces, decido sin vacilar asumir los riesgos y seguir adelante, pero mi gesto heroico no me vale de nada, pues el ordenador no me da la opción de demostrar los redaños que estoy dispuesto a echarle al asunto, y no me permite continuar con el proceso. Lo intento varias veces, pues el certificado digital es imprescindible para realizar un montón de asuntos burocráticos que me exige la Seguridad Social, pero siempre acabo en el mismo lugar, imposible pasar a la siguiente fase. Una trampa mortal sin escapatoria. En el fondo debería estar agradecido pues no hay duda de que hay alguien realmente decidido a protegerme del ansia de los hackers, sin embargo la cólera hace presa en mí, a pesar de que estoy siguiendo un curso de meditación que tendría que mantenerme alejado de los ataques de ira. Decido que lo mejor es el viejo y olvidado sistema de hablar con un funcionario y aunque reconozco que es mucho más cómodo no tener que salir de casa, voy personalmente a una oficia de la SS . Lo primero que pienso preguntar es por qué, si están tan seguros de que es una temeridad meterse en esa página, existe esa página, en caso de que exista, claro, pues dado que no te permiten acceder a ella, sería una estupidez muy grande tomarse la molestia de crearla. Cuando llego a las oficinas de la seguridad social, me dicen que para cualquier consulta necesito cita previa, lo cual no me importa en absoluto hasta que me explican que la única manera de conseguirla es a través de Internet. ¡Cielos! ¡Pero si ya estoy ahí!
Vuelvo a mi casa, entro en otra dirección de la Seguridad Social (hay muchas) para sacar cita previa y cuando he superado varias pantallas, como en los juegos de los marcianitos, llego de nuevo a la que me avisa de que estoy en serio peligro de que mi identidad sea suplantada y no me deja continuar. Game over, se acabó. Llamo a un número de teléfono que consigo en otra dirección, también de la Seguridad Social, y me atiende una máquina que después de tenerme varios minutos desplegando un menú de opciones que no vienen al caso, por fin aparece la de solicitar cita previa. Me dice que tengo que ir a una dirección de Internet que me deletrea: uve doble, uve doble, uve doble, ese, ge, e,  guión, punto es. ¿Guión bajo o guión alto? pregunto estúpidamente pues la maquina no es capaz de captar mi angustia. Pruebo primero con guión bajo y aparezco en una página en la que me avisan de que ese dominio está libre y que si me interesa, puedo comprarlo. La oferta es tentadora pero llevo ya demasiado tiempo con este asunto así que pruebo con guión alto y me lleva a la misma página en la que estuve hace diez horas, al principio de todo. ¡Ya está!, me digo yo chasqueando los dedos, lo que pasa es que no estoy utilizando el navegador apropiado, a veces pasa, así que bajo Firefox. Luego Safari, luego Google Chrome, luego Explorer, Browser… creo que tengo todos los navegadores posibles en mi ordenador, pero nada.
Ahora son las diez de la noche, y acabo de llamar a un amigo mío que nunca se desespera  (también viene al curso de meditación conmigo, pero lleva más tiempo), y me ha dicho que posiblemente todo lo que me está pasando se debe a que yo utilizo un Mac y el sistema de la Seguridad Social solo admite Windows. Ya es tarde, pero mañana mismo lo primero que voy a hacer es comprarme un PC, además aún estamos con el Black Friday de las narices.

A ver qué pasa.





viernes, 27 de noviembre de 2015

Malas costumbres



                                                           La calumnia. Boticcelli





Se puede ganar demostrando superioridad  o bien, buscando la forma de inhabilitar al contrario, lo que menos trabajo cueste. Nos estamos acercando y según nos acercamos, las descalificaciones irán en aumento, siempre sucede. Me refiero, naturalmente, a las próximas elecciones. Lo siento, pero es muy difícil cuando uno tiene un blog de asuntos generales, no dedicar al menos un artiblog a comentar lo que ve, y lo que he visto esta mañana no me ha gustado nada, independientemente de quienes sean los protagonistas y a qué partido pertenecen. Cuando se traspasa la barrera de las ideas para atacar a un contrario, y se invade el territorio de lo privado, me da igual quién sea el infractor, y a quién ha intentado dañar.
En este caso, Juan Carlos Monedero ha insinuado de forma chusca que Albert Rivera esnifa cocaína. Además lo dice como un niño tonto, sin decirlo claramente, entre risitas de vieja escandalizada, buscando frasecillas de doble sentido pretendidamente graciosas, sin conseguir hacer reír nada más que a otros idiotas entregados a seguir la broma del intelectual. Y lo dice sin tener pruebas, pero sobre todo, ¿y qué? ¿y qué si se mete cocaína? Yo ignoro si Albert Rivera le da a la farlopa, esnifa cola de pegar o se aplica un cilicio antes de acostarse, es algo que me trae sin cuidado, pero por lo que se ve a Monedero no le deja indiferente y en lugar de buscar un debate de ideas, lo hace de usos y costumbres, condenando uno que él reprueba. Ya está, ya salió un vigilante de la moral, alerta a lo que hacen los demás para denunciarlos públicamente.
Y no estamos hablando de una dama victoriana, sino de uno de los teóricos de un partido que se posiciona como progresista, tolerante, avanzado y muy en contacto con la realidad que sucede diariamente en la calle.
Pues no sé, pero los comentarios de Monedero a mí me han recordado a mi abuela.






jueves, 19 de noviembre de 2015

El despatarre y el cerebro





Primero voy a hablar del despatarre y luego del cerebro, avisando que no tiene nada que ver una cosa con otra, como sus propios nombres indican.

Despatarrarse, todo el mundo lo sabe, significa abrir excesivamente las piernas. Lo que ya no sabe todo el mundo, al menos yo no lo sabía,  es que se trata de una práctica que se está poniendo cada vez más de moda entre cierto tipo de hombres que muestran su prepotencia a través de la exaltación de sus genitales. Muy de primate, sin duda. Por lo visto es algo muy fácil de observar en el transporte público (lo que me pierdo por ir siempre en moto) y principalmente se produce cuando el asiento de al lado lo ocupa una mujer. Tanto se está extendiendo esta costumbre, que ya se habla del despatarre machista, como cierto tipo de agresión y es algo que no solo se produce en nuestro país. En Nueva York, por ejemplo, las autoridades  del transporte metropolitano, ante las continuas quejas de grupos feministas, ya ha tomado cartas en el asunto para combatir el manspreading, que así es como lo llaman ellos. Ignoro en qué consisten las medidas tomadas, aunque a mi se me ocurre una, aprovechando la postura, que veo difícil que pueda ser superada en efectividad.
En Venezuela, por lo visto, también es algo muy fácil de observar, y allí lo llaman explayarse. Yo siempre he dicho desparrancarse, aunque en otro contexto mucho más simpático.


Y ahora viene lo del cerebro. En la madrugada de ayer, la policía francesa  localizó, acorraló y se cargó al descerebrado que había planeado los ataques terroristas del viernes. Sí, el descerebrado, porque hace falta no tener cerebro para hacer algo así, y sin embargo, todos los medios de comunicación y portavoces institucionales se refieren a él, como el cerebro de la operación, o aún mucho más hiriente, el autor intelectual. ¿Pero de quién estamos hablando, del inventor del cálculo infinitesimal, o de un imbécil víctima de una manipulación que puede detectar hasta un escolar? Porque según todos los vídeos selfies que se hizo y que hemos tenido ocasión de ver, está claro que se trata de un individuo con el coco hecho agua por todas las mentiras de su religión, tanto que pensaba ser el brazo justiciero de su dios. Quien le metió esas ideas absurdas, hasta el punto de no importarle morir por llevarlas a cabo, ese sí es el cerebro, pero a ese nunca le van a coger. Aunque esté perfectamente localizado, incluso aunque se despatarre delante de todo el mundo.

Así es la vida.








martes, 10 de noviembre de 2015

La mala educación







Hace muchos años, miles, los humanos nos dimos cuenta de que teníamos cierta tendencia a matarnos los unos a los otros y que eso, en general, no era nada bueno.  Para poner límites a nuestra natural agresividad se crearon unas normas de modo que nos seguíamos matando unos a otros, pero ya no de forma impune, y al que encontrábamos culpable, lo matábamos.
Poco a poco, nos fuimos civilizando y esas normas o leyes se fueron haciendo más complejas pues había que tener en cuenta otros aspectos, no solo el crimen cometido. Se inventaron los atenuantes, y se puso límite a los castigos, sobre todo a los físicos. Cada día que pasaba estábamos más civilizados, daba gusto vernos, y entonces se nos ocurrió, que además de poner leyes para evitar en la medida de lo posible matarnos entre nosotros, podíamos ir un poco más lejos y crear otras normas para que las relaciones entre los humanos fueran mucho más cordiales. Dicho de otra forma, intentar molestarnos lo menos posible. Entonces inventamos algo realmente grande, una de las mejores ideas que se nos ha ocurrido desde que abandonamos la costumbre de coger cosas con los pies: la educación. Con educación pasamos de ser primates agresivos a personas capaces de bajar el volumen de la televisión por la noche aunque lo que nos pida el cuerpo sea ponerla a toda tralla.
Con la educación salimos beneficiados todos, pues su único objetivo es no molestar, y si molestas, pedir disculpas y poner cara de que lo sientes muchísimo de modo que el molestado no se siente tan mal. Parece una tontería pero para ver claramente sus ventajas pongamos un ejemplo: si te pisan, es muy distinto escuchar en tono compungido, “lo siento muchísimo, ha sido sin querer”, a que te digan entre risotadas “¿A que jode?”. Parece que no, pero hay una diferencia enorme aunque el dolor del pisotón sea exactamente el mismo.
Pues bien, las normas de educación también han evolucionado de modo que ahora nos parecen inaceptables cosas que hace tiempo se veían como algo normal. Por ejemplo, he leído en un libro de incuestionable fiabilidad, que el magnate americano John Jacob Astor, en una cena de gala celebrada en su casa no tuvo inconveniente en limpiarse las manos en el vestido de la dama que se sentaba a su lado. No está documentada la reacción de la señora-servilleta, pero sabemos que Astor puso el dinero para fundar la Biblioteca Pública de Nueva York, quizá arrepentido de su falta de compostura en la mesa.
En aquella época, principios del siglo XIX, ya existían manuales para dejar claro lo que se consideraba de buen gusto y lo que no; en el popular, the laws of etiquette, or short rules and reflections for conduct in society, se dice claramente, que no es de buena educación acercarse el tenedor a la nariz para olisquear el trozo de carne  ensartado. También se recomienda el uso de la cuchara para el plato de la sopa, y que si bien, uno puede limpiarse la boca con el mantel, lo que debe evitar es sonarse la nariz en él. Con razón, Groucho Marx, dijo que era de muy mala educación exclamar cuando nos sirven la comida, “¡pero quién es el imbécil que ha puesto esta mierda en mi plato!”
Todas estas recomendaciones, de seguir las tendencias observadas últimamente a mi alrededor, me temo que serán necesarias incluir nuevamente en la educación impartida en los colegios. ¿Por qué será que tengo la sensación de que cada vez hay más gente maleducada? La respuesta es bien sencilla: porque cada vez hay más gente maleducada, basta con darse una vuelta en coche y observar el comportamiento de la mayoría: dista muchísimo de   seguir la norma número uno que es molestarnos lo menos posible entre nosotros.
Y así con todo, pero para qué seguir, estoy seguro de que cada cual puede poner mil ejemplos.






sábado, 31 de octubre de 2015

El cielo


Ya os amenacé hace un par de semanas, o quizá más porque el tiempo pasa volando, con que tenía en el almacén de los cuentos muertos, varios sobre los dioses y sus hazañas y que estaba dispuesto a publicarlos aquí, si ellos mismos no lo remediaban.

De momento no han podido hacer nada para que suba el que viene a continuación. Es un poco largo, pero tenéis todo un fin de semana por delante.

La ilustración es de mi amigo y socio Jaime Gamboa
Espero que os guste, y sed buenos.






SAN PEDRO



Nada más verlo, me recordó a esos porteros de club de jazz de Chicago que sin apenas mirarte te franquean el paso una vez superado el trámite de pagarle la entrada. Mantienen una mirada fría, distante, y parece que estén tumbados, más que sentados en sus taburetes. Simplemente te dicen faivdolars señalando un taco de billetes enfajados con una goma que sujetan en una de sus manazas, y luego, una vez satisfecha la cantidad, te indican que ya puedes pasar al interior del local con un movimiento de cabeza. Ese portero, grande, poco hablador y estatuario, naturalmente es negro.
También, para mi sorpresa, lo era San Pedro y cuando llegué a la puerta del cielo, me recibió de idéntica manera. La única diferencia fue que no me pidió cinco dólares para entrar, sino que me hizo una pregunta inesperada, dadas las circunstancias.
    -¿Llevas armas?
Tras un momento de vacilación respondí:
    -Soy un espíritu puro, naturalmente que no llevo armas. Uno no se gana el cielo llevando armas encima, además…
    -Para el carro, hermano, a mi no me des sermones que de eso estoy un poquito harto. Yo me limito a preguntar si llevas armas.
    -Un momento, ¿pero tú no eres San Pedro?
    -Naturalmente que soy San Pedro. Creí que todo el mundo sabía a quien se iba a encontrar en la puerta del cielo, vaya pregunta.
Yo di un par de pasos hacia atrás para ver si había algún letrero en la puerta que indicara donde estaba, pues dudaba que ese lugar fuera el cielo, tan diferente a como yo me lo había imaginado. Pero efectivamente sí era el cielo, al menos eso ponía con grandes letras de neón de color azul que formaban un arco sobre el dintel del portón de entrada. Una de las letras estaba fundida y otra pestañeaba emitiendo un zumbido eléctrico bastante desagradable, de modo que ponía CI LO, y a veces, solo CIO.
    -He llamado mil veces para que vengan a arreglar el luminoso –explicó San Pedro un tanto avergonzado-, pero estos días yo no sé que pasa, que no hay nadie que quiera trabajar –hizo una pausa moviendo la cabeza de una lado a otro en señal de impotencia-. Así no sé yo adonde vamos a ir a parar, ¿no te parece?
    -Yo no sé que decirte, apenas llevo unos minutos muerto y la verdad es que esto no es como yo me imaginaba.
    -Pues has tenido suerte, hermano, anda que si llegas a ir al infierno… ahí no estarías hablando con el portero, créeme –en seguida abandonó el tono de compadreo y adoptó de nuevo su aire distante-. Bueno, ¿llevas armas o no?
    -Pues no, no llevo armas.
San Pedro miró a uno y otro lado para cerciorarse de que no había nadie a la vista y me preguntó casi en un susurro según se llevaba la mano al bolsillo interior de su chaqueta:
    -¿Te interesa una? Tengo una Beretta de seis disparos, limpia, que te la puedo dejar a un precio razonable.
    -No, Claro que no quiero una pistola, ¿para que iba a necesitar yo una pistola en el cielo?
    -Vale, vale, tú mismo brother.
Con un movimiento de cabeza me indicó que pasara y según lo hacía aún pude escuchar que me seguía ofreciendo su mercancía.
    -También tengo puños americanos, esprays antivioladores, una porra…
El lugar que apareció ante mí era una locura. No estaba quieto, sino que giraba a toda velocidad como si fuera un tiovivo de forma que resultaba imposible distinguir qué era. Una música acompañaba aquella disparatada visión a ritmo de verbena. Poco a poco, fue perdiendo velocidad, como si mi presencia hubiera creado un campo gravitacional que frenara el movimiento, hasta que llegó un momento en que podía ver perfectamente qué había en aquel mundo giratorio, que cada vez iba más despacio. Calles oscuras intransitadas sucedían a otras bulliciosas y trepidantes; de repente un campo abandonado, luego un jardín primoroso donde pacía un hermoso venado. Una detonación y el pobre animal cae con la cabeza destrozada de un disparo. Niños que juegan al aro vestidos como si fueran el pequeño lord, y a continuación, en ese mundo giratorio, aparecen unas ratas devorando los pies  de un monstruo gigante. Una extraña ruleta que se va parando lentamente hasta que finalmente… solo queda un escenario ante mi.
No puedo acceder ni al que había antes ni al que vendrá después, imposible la elección; es el mundo que me ha tocado en una rifa manejada por una voluntad que supongo divina. De momento, puedo estar satisfecho pues no hay nada amenazante en él. Es una habitación amueblada con escaso gusto pero que reúne todo lo necesario para resultar levemente confortable. Si tuviera que situarla en mi mundo conocido, diría que se trata de la salita de estar de una casa de clase media de los años cincuenta, con sus paredes empapeladas al gusto de entonces, nada sofisticado, nada funcional, nada de nada. La temperatura es extraña, como si hiciera mucho frío pero hubiera algo que tratara de neutralizarlo. No veo radiadores pero sí una mesa camilla que parece invitarme a sentarte a ella, levantar las faldas, y calentar las piernas al calor del brasero que con toda probabilidad esconde. Un aparador, cuatro sillas y un sofá de escay completan el mobiliario, junto una radio que hay sobre una repisa en una de las paredes. También hay delante del sofá una mesita baja con algunas revistas encima. No tardo mucho en decidirme a pasar al interior de esa casa, pues deduzco que eso es lo que debo hacer, más que nada porque tampoco se me ofrecen otras alternativas. A mi espalda ha desaparecido lo que había, que en realidad no había nada. De San Pedro ya ni me acuerdo.
Cojo una revista de la mesita y voy a la mesa camilla con la intención de sentarme a ella. Una voz que viene de algún lado me llama por mi nombre.
    -¡Roberto, dónde estás Roberto!
Antes de que pueda contestar, sale repentinamente de debajo de la mesa camilla un gatazo de angora, enorme, a la velocidad del rayo y desaparece por la puerta que hay junto al aparador, aún más rápido que como apareció.
    -¡Muy bien, Roberto, muy bien! ¿ves? Ahora mami te dará tu comidita… ¡huy!, ¿pero qué te pasa? Traes el rabo muy gordo, ¿hay algo que te ha asustado cariñito?
Con decisión me dirijo hacia la puerta por donde ha desaparecido el gato, justo en el momento en que una mujer, de unos cuarenta años y francamente atractiva, entra en la salita topándose casi conmigo.
    -¡Dios mío! ¿Pero tú quién eres, qué haces en mi casa? –la mujer parece realmente asustada y yo en vano trato de tranquilizarla mostrando mi lado más encantador.
    -Le aseguro que no pretendo hacerle daño, ni a usted ni al gato –sonrío seductoramente-. En realidad no puedo decirle qué hago aquí porque no lo sé, pero desde luego no es nada malo.
    -¿No serás una aparición?
La pregunta me deja un tanto perplejo, pues creo que eso es exactamente lo que soy.
    -Sí, efectivamente, soy una aparición, un espíritu bueno que se ha ganado el cielo.
La mujer se acerca con cautela y me toca, primero con aprensión, luego con sobrada decisión, y he de reconocer que consigue perturbarme ligeramente.
   -¿Espíritu? ¡y una mierda! Tú eres tan de carne y hueso como yo, no te fastidia.
    -Ya, no lo sabía de verdad… una cosa, esto es el cielo, ¿no?
    -Sí, claro que es el cielo. Vaya pregunta más idiota.
    -Es que yo acabo de llegar. Me he muerto hace un momento y como he llevado una vida ejemplar en la Tierra, virtuosa y todos eso, pues he venido al cielo –hago una pausa con el fin de observar su reacción y continuo-. Supongo que en algún momento tendré que ponerme a la derecha de Dios Padre. Es lo prometido.
La mujer me mira con el ceño fruncido, lo que acentúa su atractivo, se cruza de brazos y alejándose ligeramente me mira de arriba abajo como si me estuviera haciendo un escáner.
    -A la derecha de Dios Padre, claro. ¿Y San Pedro te ha dejado pasar así, sin más?
    -Bueno, al principio estaba empeñado en venderme un arma, pero yo la he rechazado. Toda mi vida he evitado hacer daño a nadie –dije con orgullo.
    -Ya, pobrecito, pues aquí más te vale que vayas cambiando de mentalidad. ¡Esto es el cielo, amigo!
Roberto, el gato, entró en la salita cautelosamente y se acercó hasta mí con la idea clarísima de restregarse contra mis pantalones. En seguida un potente ronroneo, como si una motosierra me estuviera cortando las piernas, confirmó que yo le caía bien.
    -Le has gustado a Roberto, mira, y te aseguro que no es lo habitual.
La mujer con un gesto me invitó a sentarme en el sofá de escay al tiempo que hacia la autopresentación.
    -Me llamo Matilde y llevo en el cielo… hará ya veinte años, ¿tú cómo te llamas, a qué te dedicabas…? En fin, cuéntame cosas, se me ha estropeado la radio y aquí todavía no ha llegado la tele, así que cualquier entretenimiento está bien. Y por cierto, deja de llamarme de usted, soy más joven que tú.
Yo estaba un poco abrumado por los acontecimientos, pero fingí naturalidad mientras me arrellanaba en el sofá seguido de Roberto. Ella fue al aparador y sacó una botella de anís y dos copitas.
    -Bueno, pues…  me llamo igual que tu gato, y en la Tierra era aparejador. Hace apenas un rato se me calló la cuchara de una caterpillar encima y como me pilló distraído no pude aguantar la tonelada de hierro que llevaba, y aquí me tienes.
Matilde se sentó en una de las sillas frente a mí y me di cuenta, mientras cruzaba las piernas, de que sentada seguía siendo tan atractiva como de pié. Luego puso las dos copitas sobre la mesa y las llenó hasta una línea roja que marcaba la medida justa y dejó la botella encima de las revistas.
    -Parece que has tenido una llegada al cielo bastante suertuda –me dijo mientras se acercaba su copa a los labios, lo que me brindó la ocasión para enamorarme ya perdidamente de ella-. No es muy habitual caer dentro de una casa. Recuerdo que yo fui a parar a una playa nudista, pero como iba completamente vestida, la gente no me recibió nada amistosamente. Todo el mundo gritaba que me desnudara… fue muy embarazoso para mí que al principio no entendía nada.
Aparté de mi imaginación el momento y bebí un traguito de anís. Ella siguió con su historia.
    -Imagínate, llegas con dieciocho añitos recién cumplidos, nada más morirte, a un sitio que tú crees que es el cielo y te reciben cincuenta tíos en pelota gritando que te desnudes. Es muy bestia, créeme, en cambio tú… te encuentras en una casa agradable, te recibe un gatito primoroso, te ofrecen una copa de anís…
    -Y sobre todo: estás tú.
Creo que ahí me pasé. En la tierra me ocurría lo mismo, enseguida me entusiasmaba y metía la pata prematuramente, quizá por eso jamás tuve suerte con las mujeres. Claramente en el cielo me iba a pasar lo mismo.
    -¿Yo? –una sonrisa perfecta estalló en risa franca y melodiosa- Yo tengo mi muerte aquí ya organizada, no te hagas ilusiones. Has ido a parar a este sitio como podías haber llegado al centro de un río plagado de cocodrilos, eso no significa que los cocodrilos y tú os hagáis grandes amigos, ¿verdad? –giró levemente la cabeza de manera irresistible-, y mucho menos que lleguéis a copular.
    -No, ese caso –apuré mi copa de anís de un trago, ya que me sentía tan apurado yo mismo-, ese caso no es lo mismo, quiero decir que es la primera vez que vengo al cielo, la primera vez que me muero, no tengo ni idea…
El efecto del anís empezó a notarse, al menos yo empecé a notarlo. Me sentía tan imbécil como una vez que estando completamente borracho le regalé mi mechero a una chica que acababa de conocer. Esto no tiene nada de extraordinario si no fuera por el hecho de que llevaba ya cinco mecheros comprados esa tarde y que sucesivamente había regalado a cinco chicas con las que había intentado ligar. Todo un conquistador. No es de extrañar que acabara en el cielo, uno de los pecados más perseguidos no lo cometí jamás.
    -Esta muy rico el aní, ¿puedo tomar otro poquito?
    -¿el aní? –Matilde sonreía picaronamente. Lo que faltaba.
    -Quiero decir, anís. Es que a veces pierdo eses –me defendí como pude-. Mis amigos cuando estaban borrachos las hacían, yo las pierdo, ya ves.
    -Bueno por una copa no te vas a emborrachar, quizá con dos…
Matilde puso más anís en mi copa, esta vez sobrepasando la raya roja y para hacerlo se incorporó de su silla. Inclinada sobre la mesa, mientras me servia la bebida, no pude evitar observar su escote que me mostraba unos pechos perfectos agitados por una leve respiración. Jamás en la tierra, cuando estaba vivo, me había sentido tan vivo como ahora que estaba muerto. Y aunque todo resultaba bastante desconcertante, estaba en el cielo y según lo que yo tenía entendido, en el cielo desaparecen las pasiones que te atan en la tierra, desaparecen las debilidades de la carne y desaparece hasta la misma carne para convertirte en espíritu puro. Yo desde luego no me sentía nada puro en esos momentos, y la parte espiritual tampoco la notaba mucho, sin embargo la otra…
    -Me voy a poner mejor a tu lado, si no te importa –me dijo según se sentaba muy cerca de mi-. El sofá es más cómodo que una silla. Hasta te puedes tumbar llegado un momento, ¿no?
Llevaba un ligero perfume que me recordó al campo húmedo, a la paja en verano, al mar, a la montaña… tenía todos los aromas posibles, una delicia de olor, ¿cómo sería su sabor?
    -¿Tienes alguna idea de por qué San Pedro te ofreció un arma, o por qué has ido a parar a mi casa? –me preguntó con cierta coquetería.
    -Mmmm, no se me ocurre ninguna respuesta, la verdad.
    -¿Has oído hablar de los test de aptitud?
    -Sí, naturalmente, yo mismo he tenido que pasar por varios cuando estaba vivo.
    -Pues ahora que estás muerto –se acercó un poco más a mí- también tienes que seguir superando algunos.
Yo no sé si por efecto de la tonelada de vigas que me había caído encima me había vuelto idiota, o es que el anís me bloqueaba el cerebro, el caso es que no entendía absolutamente nada. Mi cara de besugo lo expresó perfectamente.
    -¿No entiendes nada, verdad? –cogió mi mano y la llevó hasta mi copa de anís-. Verás, esto es el cielo, y como ya sabrás aquí solo se admiten espíritus puros, y aunque de momento, tú seas un candidato, aún tienes que superar ciertas pruebas en aquellos puntos que según nuestra base de datos andabas un poco flojo.
Hizo un mohín frunciendo los labios que casi hace que me lanzara sobre sus pechos. Me fijé entonces que ahora iba vestida de forma distinta a como había aparecido. Ahora sí empezaba a sentir que estaba en el cielo. En este momento llevaba un ligerísimo vestido veraniego estampado con unas diminutas flores sobre un fondo naranja, que le quedaba de maravilla.
    -Tú eras un tipo con tendencia a perder los estribos y mostrarte violento según en qué ocasiones. Me refiero a cuando estabas vivo, claro.
Recordé cuando perseguí con mi moto a un coche que me había hecho una pirula con la intención de matar al conductor, y cuando en otra ocasión choqué mi todoterreno a propósito contra una furgoneta que me impedía el paso.
    -Bueno, sí, pero solo conduciendo, lo normal; de repente te conviertes en una bestia, pero yo no soy agresivo, al menos no voy…
Matilde puso su dedo en mis labios impidiendo que siguiera hablando pero no pudo impedir que lo besara tenuemente.
    -Chis, chis, chis… eso ya ha quedado claro. San Pedro te puso a prueba ofreciéndote armas y tú las rechazaste.
De repente cambió el tono de voz y adoptó otro mucho más sugerente.
    -Roberto, ¿quieres venir conmigo, chiquitín?
    -Matilde, claro…
    -Se lo estoy preguntado al gato, a ver donde está… ah, ya te veo, briboncillo.
Matilde cogió al gato haciéndole mimitos que en realidad me los estaba lanzando a mi, se puso en pié y me invitó a que la siguiera, esta vez dirigiéndose claramente a mí, no a Roberto gato que ya estaba sobre sus brazos. El vestido era corto, estaba descalza, olía muy bien, yo había tomado anís, estaba en el cielo, no tenía ni idea a donde quería llevarme pero no veía por qué iba yo a quedarme solo en un sofá de escay en una habitación sin televisión y que la radio estaba estropeada. Así que me puse también en pié.
    -¿Cojo la botella de aní?
   -Aniss. Tú verás, ¿todavía no sabes cuál es la siguiente prueba que tienes que superar si quieres quedarte en el cielo y disfrutar de estar a la derecha de Dios Padre?
Me imaginé toda la eternidad sentado a la derecha de Dios Padre y me pareció que distaba mucho de lo que yo entendía por un planazo. Pensé que llegaría un momento en que por muy amena que fuera su conversación querría hacer otro tipo de cosas, así que pregunté con fingida inocencia.
    -Supongamos que no supero la segunda prueba, ¿en tal caso me libro de… quiero decir, ya no estaré sentado a la derecha de Dios Padre para toda la eternidad?
Matilde me tendió la mano para que yo se la cogiera, lo que hice sin dudarlo ni un solo segundo y arrastrándome hacia ella, me fue explicando según me llevaba a otra habitación, seguramente más confortable, lo que pasaría en caso de no superar la tentación.
    -Si no consigues superar la segunda prueba, efectivamente no podrás sentarte a la derecha de Dios Padre en esta ocasión, pero no te preocupes, porque en tal caso serás devuelto a la tierra donde empezarás de nuevo otra vida y cuando mueras, se repetirá todo lo que acabas de experimentar ahora. Siempre se da una segunda oportunidad.
   -¿Todo? –pregunté según intentaba desprender a Roberto de los brazos de Matilde- ¿Todo, todo?
    -Absolutamente todo…

En algún lugar de la Tierra, en uno de los miles de nacimientos que se producen todos los días, apareció un niño sonriente y satisfecho, pero que lloraba de una forma diferente, un tanto extraña.
    -Os parecerá una tontería –dijo uno de los asistentes al parto-, pero parece como si llorara sin utilizar la letra ese.