Hace muchos años, miles, los humanos nos dimos cuenta
de que teníamos cierta tendencia a matarnos los unos a los otros y que eso, en
general, no era nada bueno. Para
poner límites a nuestra natural agresividad se crearon unas normas de modo que
nos seguíamos matando unos a otros, pero ya no de forma impune, y al que
encontrábamos culpable, lo matábamos.
Poco a poco, nos fuimos civilizando y esas normas o
leyes se fueron haciendo más complejas pues había que tener en cuenta otros
aspectos, no solo el crimen cometido. Se inventaron los atenuantes, y se puso
límite a los castigos, sobre todo a los físicos. Cada día que pasaba estábamos
más civilizados, daba gusto vernos, y entonces se nos ocurrió, que además de
poner leyes para evitar en la medida de lo posible matarnos entre nosotros,
podíamos ir un poco más lejos y crear otras normas para que las relaciones
entre los humanos fueran mucho más cordiales. Dicho de otra forma, intentar
molestarnos lo menos posible. Entonces inventamos algo realmente grande, una de
las mejores ideas que se nos ha ocurrido desde que abandonamos la costumbre de
coger cosas con los pies: la educación. Con educación pasamos de ser primates
agresivos a personas capaces de bajar el volumen de la televisión por la noche
aunque lo que nos pida el cuerpo sea ponerla a toda tralla.
Con la educación salimos beneficiados todos, pues su
único objetivo es no molestar, y si molestas, pedir disculpas y poner cara de
que lo sientes muchísimo de modo que el molestado no se siente tan mal. Parece una
tontería pero para ver claramente sus ventajas pongamos un ejemplo: si te
pisan, es muy distinto escuchar en tono compungido, “lo siento muchísimo, ha
sido sin querer”, a que te digan entre risotadas “¿A que jode?”. Parece que no,
pero hay una diferencia enorme aunque el dolor del pisotón sea exactamente el
mismo.
Pues bien, las normas de educación también han
evolucionado de modo que ahora nos parecen inaceptables cosas que hace tiempo
se veían como algo normal. Por ejemplo, he leído en un libro de incuestionable
fiabilidad, que el magnate americano John Jacob Astor, en una cena de gala
celebrada en su casa no tuvo inconveniente en limpiarse las manos en el vestido
de la dama que se sentaba a su lado. No está documentada la reacción de la
señora-servilleta, pero sabemos que Astor puso el dinero para fundar la
Biblioteca Pública de Nueva York, quizá arrepentido de su falta de compostura
en la mesa.
En aquella época, principios del siglo XIX, ya
existían manuales para dejar claro lo que se consideraba de buen gusto y lo que
no; en el popular, the laws of etiquette,
or short rules and reflections for conduct in society, se dice claramente,
que no es de buena educación acercarse el tenedor a la nariz para olisquear el
trozo de carne ensartado. También
se recomienda el uso de la cuchara para el plato de la sopa, y que si bien, uno
puede limpiarse la boca con el mantel, lo que debe evitar es sonarse la nariz
en él. Con razón, Groucho Marx, dijo que era de muy mala educación exclamar cuando
nos sirven la comida, “¡pero quién es el imbécil que ha puesto esta mierda en
mi plato!”
Todas estas recomendaciones, de seguir las tendencias
observadas últimamente a mi alrededor, me temo que serán necesarias incluir
nuevamente en la educación impartida en los colegios. ¿Por qué será que tengo
la sensación de que cada vez hay más gente maleducada? La respuesta es bien
sencilla: porque cada vez hay más gente maleducada, basta con darse una vuelta
en coche y observar el comportamiento de la mayoría: dista muchísimo de seguir la norma número uno que es
molestarnos lo menos posible entre nosotros.
Y así con todo, pero para qué seguir, estoy seguro de
que cada cual puede poner mil ejemplos.
Vaya, no sabía que existía un libro (o quizá varios) sobre la buena educación. Aunque, ahora que lo pienso, es lógico que así sea. Digo yo que alguien debió de ser el primero en decidir que pautas adoptar para verificar una conducta apropiada. Imagina que se le hubiese ocurrido que el cuchillo fuese un utensilio tan válido para cortar carne como para hurgarse en las orejas. Vete a saber si ahora mismo, en lugar de mantequilla, estaríamos untando cerumen sobre las tostadas.
ResponderEliminarEn mi casa, cuando era pequeño, siendo poco dados como éramos a leer libros, me enseñaron una táctica diferente para saber cuando uno molesta. El truco consiste en tener los reflejos suficientes para, antes de hacer o decir nada a una persona, ponerte en su piel. Parece un procedimiento fácil y sencillo, pero muy pocas personas lo ponen en práctica. O quizá si que son muchas, pero los que no lo usan se hacen más de notar.
De todas formas, si uno es aplicado y alcanza un nivel experto como el mío, te das cuenta de que, para que realmente funcione, has de ir un paso más allá. No basta con ponerse en lugar del otro, además has de tener en mente la posibilidad de que esa persona sea mucho más sensible que tú. Y una buena opción para desenmarañar esa sensibilidad puede ser escuchar a los demás y fijarte en sus circunstancias, aunque me temo que esa es otra práctica que tampoco está demasiado de moda.
Siguiendo esta fórmula no me ha ido del todo mal. Al menos aún no he matado a nadie ni nadie me ha matado a mí, que, como bien apuntas, no es poco.
Sí, existen multitud de tratados de buenas costumbres, casi todos antiguos, y casi todos la mar de interesantes pues te dan una idea de cómo era la sociedad en el momento en que fueron escritos. El libro que hago mención, "the laws ....", es un tesoro que he tenido la suerte de encontrármelo en facsimil. Lo estoy leyendo y es incluso muy divertido.
EliminarLa costumbre que teníais en tu casa me parece fantástica y se debería enseñar a todos los niños. Ciertamente, eso, si se sigue, evita molestar como ninguna otra norma. Se llama empatía.
En cuanto a los utensilio que se recomiendan, actualmente tenemos uno que es un ejemplo claro de inutilidad, que no sirve para nada, que no ayuda, pero que lo seguimos viendo en las mesas. Me refiero a la paleta del pescado, que ni pincha ni corta, y además es de mala educación utilizarlo como paleta, es decir, que no te lo puedes llevar a la boca. Un desastre de invento, y ahí lo tienes.