sábado, 24 de febrero de 2018

De turismo por el mundo



                                                 
                                                                        Interior de la estación de Toledo




Toledo tiene, desde el año 1919, una preciosa estación de ferrocarril de estilo neomudéjar sorprendente, íntima y acogedora, que nos anuncia cómo es la ciudad a la que acabamos de llegar. Soy consciente de que dicho así resulta muy cursi, pero no tengo ganas de darle más vueltas al asunto y así se queda.
Si luego preguntamos a cualquiera que nos encontremos en la Plaza de Zocodover o en la Puerta de Bisagra, donde se encuentra la estación, casi seguro que no tiene ni la menor idea. Esto se debe a que muy probablemente a quién hemos preguntado no es de Toledo. Nos ocurriría lo mismo si le preguntáramos dónde está la catedral: giraría sobre sí mismo para orientarse y luego consultaría su mapa. En Toledo podemos encontrar ciudadanos de cualquier lugar del mundo y excepcionalmente algún toledano.
He empezado con Toledo porque quiero hablar de la isla Tristán de Acuña.

Viajar se ha convertido en un movimiento de masas que en gran parte elimina el placer de descubrir y explorar tierras desconocidas. Hoy día cualquier sitio al que vayamos está lleno de gente que ha tenido la misma idea que nosotros. Desde que surgió, a finales del siglo XVII, el llamado Grand Tour, precedente del turismo, las cosas se han ido sucediendo de tal manera que hoy podemos asegurar sin riesgos a equivocarnos que se nos han ido de madre.

El Grand Tour, que aparece por primera vez mencionado de esta manera en El voyage d’italie, escrito en 1670, era un recorrido por Europa que los jóvenes aristócratas, sobre todo los jóvenes aristócratas británicos, realizaban como parte de su formación. Muchos acababan escribiendo su experiencia dando lugar al libro de viajes, y también a las primeras guías turísticas. Esta costumbre de viajar se popularizó con la llegada del ferrocarril en el S.XIX, y ha seguido extendiéndose hasta alcanzar todos los estratos sociales y todos los lugares habitados. Hoy día todo el mundo conoce las ofertas de los vuelos low cost, los pisos turísticos, tan de actualidad estos días, y la variedad de novedosas formas que ofrece Internet para que viajar no resulte un privilegio.

Está bien porque a todos nos gusta viajar pero no está bien porque entonces todos viajamos, y los sitios se ponen imposibles. A veces, incluso, los habitantes de los destinos turísticos tienen que tomar iniciativas para defenderse de la invasión de visitantes que en nada recuerdan a los primeros viajeros del Grand Tour, que querían empaparse de la cultura clásica visitando la Italia del renacimiento. Ahora buscan empaparse de cerveza en la plaza del pueblo.

                                                      La isla más lejana, aislada e inaccesible del Globo

Descartando lugares inhabitables, he buscado el lugar menos visitado, y naturalmente se trata de una isla, realmente un pequeño archipiélago británico, situado en el Atlántico Sur. Se llama Tristán de Acuña, y tiene una población total de 270  personas concentradas en la única localidad poblada que se llama Edimburgo, en honor del Príncipe Alfredo, hijo de la reina Victoria y duque de Edimburgo, que la visitó, no se sabe con qué fin, en 1867. Se dedican principalmente a la agricultura, y digo yo, que también tendrán cabras o vacas, aunque este extremo no lo he podido comprobar, es pura intuición. Yo desde luego, si viviera allí tendría al menos alguna gallina.

Sus vecinos más próximos están a 2.000 kilómetros. Se trata de la Isla de Santa Elena, donde murió desterrado Napoleón, que lo mandaron allí por su lejanía e inaccesibilidad. Precisamente el archipiélago Tristán de Acuña fue anexionado por el Reino Unido en 1816 para evitar la tentación a los franceses de utilizarlo como base para rescatar a Napoléon, que vivió allí sus últimos seis años. No olvidemos que a Napoleón lo desterraron los británicos después de zurrarle la badana en Waterloo, y se lo llevaron a Santa Elena, un peñasco bastante desagradable, azotado por vientos impetuosos, lluvias inclementes, y si no, un sol que caía como plomo derretido, para ver si así se le quitaba la manía de invadir a los demás.
En realidad, nadie habría oído hablar de la isla de Santa Elena, si no llega a ser por este hecho histórico.

Pero volvamos a Tristán de Acuña. Después de la insalubre Santa Elena, las costas más cercanas, las de Suráfrica, están a 2.400 kilómetros; por el otro lado, está Sudamérica a unos 3.600 kilómetros.

Pero algo grande debe tener esta pequeña, aislada e inaccesible isla de Tristán de Acuña, porque en el año 1961, la totalidad de su población fue evacuada al Reino Unido por la erupción inminente del volcán Pico de la Reina María, y a los pocos años, la casi totalidad de sus habitantes regresaron a sus casas. Y allí siguen desde entonces.

Como dato llamativo de la isla, cabe destacar el aspecto de los pingüinos que la habitan. Parecen pingüinos antisistema y probablemente lo sean. Habrá que ir, de manera ordenada, a comprobarlo.

                                                              Pingüino  autóctono

Si después de publicar este artiblog, la isla se ve invadida por hordas de turistas, me sentiré responsable de haber destruido uno de los pocos lugares respetados por el ansia turística, aunque el peso de la culpa quedará mitigado por la satisfacción de ver la difusión y aceptación de La Tertulia Perezosa.
A ver qué pasa.










domingo, 11 de febrero de 2018

El sentido de la vida








A cualquiera que se le pregunte por el sentido de la vida, pensará inmediatamente en el sentido de SU vida, no de la vida en general. No es nada reprochable, es más, es lo normal. Ya los filósofos clásicos a la hora de responder a esta pregunta pensaban solo en la vida humana, y cada cual lo hacía a su manera. Platón fijaba el sentido de la vida en alcanzar una forma superior de conocimiento. Aristóteles, aprendiz de Platón, iba un pelín más lejos y ponía como propósito de la vida alcanzar el Bien Supremo que como todo el mundo sabe es equivalente a conseguir la Eudaemonia. En otras palabras, la felicidad, bienestar y excelencia (para los estudiosos, consultar Diccionario de filosofía de Ferrater Mora, pag. 1.153 –Tomo II).  Más recientemente, el psicoanalista Erich Fromm, nos ha sacado a todos de dudas diciendo que el sentido de la vida no es más que el acto de vivir en uno mismo. Pues eso.
Además de la filosofía, también las religiones han buscado respuesta a esta pregunta eterna. La Biblia viene a decir que el único sentido de la vida es  adorar a Dios. Pues vaya, no parece una respuesta muy convincente, y como razón para seguir vivo... la verdad es que no entusiasma nada, sobre todo teniendo en cuenta que adorar a Dios significa temerlo y guardar sus mandamientos (para los estudiosos ver Eclesiastés 12:13, justo en el epílogo, el último versículo).  Me quedo con la respuesta de los filósofos, en todo caso.


Yo nunca me había preguntado cuál es el sentido de la vida por miedo a no encontrarle ninguno, pero el otro día, y ahora explicaré cómo fue, me vino inmediatamente la pregunta a las mientes. Y no solo el sentido de mi vida o de la vida de los humanos, sino de la vida en general. La epifanía me llegó cuando estaba leyendo un libro sobre los insectos. En seguida me di cuenta de que tenemos mucho que aprender de ellos.

Estos animales tienen clarísimo cuál es el propósito de la vida, y por tanto, saben cómo aprovecharla mejor. La mayoría de ellos pasan por diferentes estadios antes de llegar a la edad adulta: huevo, larva, pupa y adulto, lo cual ya es indicativo de que saben cómo evitar la monotonía. 
Casi todos los insectos tienen algo extraordinario que decir sobre sus vidas pero encontré uno en particular que me reveló la respuesta a la gran pregunta. Se trata de un bichejo parecido a la libélula, se llama efímera, y es toda una lección de vitalidad. Los que tienen más confianza, a este insecto lo llaman cachipolla, sin que nadie aclare  la elección del nombre, que la verdad se las trae.

Pues bien, resulta que la vida adulta de la ephemeroptera o efímera, se reduce a solo 24 horas. Solo cuenta con un día de vida y lejos de desanimarse a mantenerse sobre el planeta, lleva habitándolo 300 millones de años. Cuando lo leí me dije: ya está, el sentido de la vida es estar vivo, ni más ni menos. No hay que darle más vueltas. La vida aunque solo sean 24 horas merece la pena porque es algo grande, maravilloso, único; es portentoso, y si no, miremos a las efímeras que salen del agua dejando atrás su pasado de ninfas, sabiendo que van a estar revoloteando por el paisaje escasas horas antes de caer desfallecidas de nuevo sobre la cristalina superficie del agua, y aún así lo hacen entusiasmadas.

Ah, se me olvidaba comentar que las 24 horas que vive la éfimera adulta las dedica exclusivamente al sexo. Ni siquiera se entretiene en comer ya que no tiene boca con qué hacerlo.

Hay que decir que la efímera dura poco, pero qué bien aprovecha el tiempo. Esa es la respuesta.













jueves, 1 de febrero de 2018

Creencias



                                                                A nos ser que vayas en una moto a 80Km/hora





Las creencias solo sirven para una cosa: para ser esclavo de ellas. Visto así no resultan de gran utilidad, ciertamente, pero nadie que las tenga debe esperar otra cosa. No facilitan la felicidad, no garantizan la existencia de la vida eterna, no evitan pecar, no te hacen más inteligente, tampoco curan enfermedades..., no sirven nada más que para eso, para ser prisioneros de ellas y estar pendientes de ver si actuamos o no según sus normas.

Las creencias, por regla general, se imponen, porque es una forma de sometimiento indirecto de la persona que las tiene, ya que esa persona al aceptar las creencias, se somete a ellas. Es una cadena de transmisión inteligentemente diseñada: yo te implanto en el cerebro una creencia de la que siempre serás esclavo y de esta manera serás mi esclavo sin que te des cuenta. Y si te das cuenta, te conformarás con decir que tú no tienes creencias, pero no organizarás  una revolución en plan Espartaco ni me  atacarás directamente. Sin embargo yo... Ya me encargaré de hacerte la vida imposible por ser un descreído.
El plan es magnífico, nadie lo puede negar. Es sencillo y extremadamente eficaz.

Tener creencias es lo más parecido a ser un zombi, pues impulsan a la víctima a actuar de una manera predeterminada sin que realmente sepa por qué. O en el mejor de los casos sí lo sabe pero lo sigue haciendo inconsciente de sus efectos tan perniciosos, incluso a veces, con un estúpido orgullo de ser poseedor de creencias.  
Cualquiera con dos dedos de frente se dará cuenta de lo peligroso que es esta forma de comportamiento, y sin embargo, cualquiera con dos dedos de frente, también es susceptible de tener creencias. El peor caso se da cuando la víctima niega tenerlas.
Las creencias existen desde que algún congénere avispado se dio cuenta de su utilidad, es decir, existen desde siempre, y se dan en cualquier lugar poblado de la tierra.

Para terminar, hay que señalar que no solo existen creencias en el terreno religioso (ahí, se llaman fe); las hay de todo tipo en todos los ámbitos de actividad humana. Basta con dar por verdadero el conocimiento subjetivo sin contrastar. Basta con volver a leer todo lo anterior sustituyendo “creencia” por “ideología” y basta con leer las noticias cualquier día de la semana, sobre todo, últimamente.

Y si alguien no me cree, que haga la prueba.