Ya os amenacé hace un par de semanas, o quizá más porque el tiempo pasa volando, con que tenía en el almacén de los cuentos muertos, varios sobre los dioses y sus hazañas y que estaba dispuesto a publicarlos aquí, si ellos mismos no lo remediaban.
De momento no han podido hacer nada para que suba el que viene a continuación. Es un poco largo, pero tenéis todo un fin de semana por delante.
La ilustración es de mi amigo y socio Jaime Gamboa.
Espero que os guste, y sed buenos.
SAN PEDRO
Nada más verlo, me recordó a esos porteros de club de
jazz de Chicago que sin apenas mirarte te franquean el paso una vez superado el
trámite de pagarle la entrada. Mantienen una mirada fría, distante, y parece
que estén tumbados, más que sentados en sus taburetes. Simplemente te dicen faivdolars señalando un taco de billetes
enfajados con una goma que sujetan en una de sus manazas, y luego, una vez
satisfecha la cantidad, te indican que ya puedes pasar al interior del local
con un movimiento de cabeza. Ese portero, grande, poco hablador y estatuario,
naturalmente es negro.
También, para mi sorpresa, lo era San Pedro y cuando
llegué a la puerta del cielo, me recibió de idéntica manera. La única
diferencia fue que no me pidió cinco dólares para entrar, sino que me hizo una
pregunta inesperada, dadas las circunstancias.
-¿Llevas armas?
Tras un momento de vacilación respondí:
-Soy un espíritu puro, naturalmente que no llevo armas. Uno no se gana
el cielo llevando armas encima, además…
-Para el carro, hermano, a mi no me des
sermones que de eso estoy un poquito harto. Yo me limito a preguntar si llevas
armas.
-Un momento, ¿pero tú no eres San Pedro?
-Naturalmente que soy San Pedro. Creí que todo el mundo sabía a quien se
iba a encontrar en la puerta del cielo, vaya pregunta.
Yo di un par de pasos hacia atrás para ver si había
algún letrero en la puerta que indicara donde estaba, pues dudaba que ese lugar
fuera el cielo, tan diferente a como yo me lo había imaginado. Pero efectivamente
sí era el cielo, al menos eso ponía con grandes letras de neón de color
azul que formaban un arco sobre el dintel del portón de entrada. Una de las
letras estaba fundida y otra pestañeaba emitiendo un zumbido eléctrico
bastante desagradable, de modo que ponía CI LO, y a veces, solo CIO.
-He llamado mil veces para que vengan a arreglar el luminoso –explicó
San Pedro un tanto avergonzado-, pero estos días yo no sé que pasa, que no hay
nadie que quiera trabajar –hizo una pausa moviendo la cabeza de una lado a otro
en señal de impotencia-. Así no sé yo adonde vamos a ir a parar, ¿no te parece?
-Yo no sé que decirte, apenas llevo unos minutos muerto y la verdad es
que esto no es como yo me imaginaba.
-Pues has tenido suerte, hermano, anda que si llegas a ir al infierno…
ahí no estarías hablando con el portero, créeme –en seguida abandonó el tono de
compadreo y adoptó de nuevo su aire distante-. Bueno, ¿llevas armas o no?
-Pues no, no llevo armas.
San Pedro miró a uno y otro lado para cerciorarse de
que no había nadie a la vista y me preguntó casi en un susurro según se llevaba
la mano al bolsillo interior de su chaqueta:
-¿Te interesa una? Tengo una Beretta de seis disparos, limpia, que te la
puedo dejar a un precio razonable.
-No, Claro que no quiero una
pistola, ¿para que iba a necesitar yo una pistola en el cielo?
-Vale, vale, tú mismo brother.
Con un movimiento de cabeza me indicó que pasara y
según lo hacía aún pude escuchar que me seguía ofreciendo su mercancía.
-También tengo puños americanos, esprays
antivioladores, una porra…
El lugar que apareció ante mí era una locura. No
estaba quieto, sino que giraba a toda velocidad como si fuera un tiovivo de
forma que resultaba imposible distinguir qué era. Una música acompañaba aquella
disparatada visión a ritmo de verbena. Poco a poco, fue perdiendo velocidad,
como si mi presencia hubiera creado un campo gravitacional que frenara el
movimiento, hasta que llegó un momento en que podía ver perfectamente qué había
en aquel mundo giratorio, que cada vez iba más despacio. Calles oscuras
intransitadas sucedían a otras bulliciosas y trepidantes; de repente un campo
abandonado, luego un jardín primoroso donde pacía un hermoso venado. Una
detonación y el pobre animal cae con la cabeza destrozada de un disparo. Niños
que juegan al aro vestidos como si fueran el pequeño lord, y a continuación, en
ese mundo giratorio, aparecen unas ratas devorando los pies de un monstruo gigante. Una extraña
ruleta que se va parando lentamente hasta que finalmente… solo queda un
escenario ante mi.
No puedo acceder ni al que había antes ni al que
vendrá después, imposible la elección; es el mundo que me ha tocado en una rifa
manejada por una voluntad que supongo divina. De momento, puedo estar satisfecho
pues no hay nada amenazante en él. Es una habitación amueblada con escaso gusto
pero que reúne todo lo necesario para resultar levemente confortable. Si
tuviera que situarla en mi mundo conocido, diría que se trata de la salita de
estar de una casa de clase media de los años cincuenta, con sus paredes
empapeladas al gusto de entonces, nada sofisticado, nada funcional, nada de
nada. La temperatura es extraña, como si hiciera mucho frío pero hubiera algo
que tratara de neutralizarlo. No veo radiadores pero sí una mesa camilla que
parece invitarme a sentarte a ella, levantar las faldas, y calentar las piernas
al calor del brasero que con toda probabilidad esconde. Un aparador, cuatro
sillas y un sofá de escay completan el mobiliario, junto una radio que hay
sobre una repisa en una de las paredes. También hay delante del sofá una mesita
baja con algunas revistas encima. No tardo mucho en decidirme a pasar al
interior de esa casa, pues deduzco que eso es lo que debo hacer, más que nada
porque tampoco se me ofrecen otras alternativas. A mi espalda ha desaparecido
lo que había, que en realidad no había nada. De San Pedro ya ni me acuerdo.
Cojo una revista de la mesita y voy a la mesa camilla
con la intención de sentarme a ella. Una voz que viene de algún lado me llama
por mi nombre.
-¡Roberto, dónde estás Roberto!
Antes de que pueda contestar, sale repentinamente de
debajo de la mesa camilla un gatazo de angora, enorme, a la velocidad del rayo
y desaparece por la puerta que hay junto al aparador, aún más rápido que como
apareció.
-¡Muy bien, Roberto, muy bien! ¿ves? Ahora mami te dará tu comidita…
¡huy!, ¿pero qué te pasa? Traes el rabo muy gordo, ¿hay algo que te ha asustado
cariñito?
Con decisión me dirijo hacia la puerta por donde ha
desaparecido el gato, justo en el momento en que una mujer, de unos cuarenta
años y francamente atractiva, entra en la salita topándose casi conmigo.
-¡Dios mío! ¿Pero tú quién eres, qué haces en mi casa? –la mujer parece
realmente asustada y yo en vano trato de tranquilizarla mostrando mi lado más
encantador.
-Le aseguro que no pretendo hacerle daño, ni a usted ni al gato –sonrío
seductoramente-. En realidad no puedo decirle qué hago aquí porque no lo sé,
pero desde luego no es nada malo.
-¿No serás una aparición?
La pregunta me deja un tanto perplejo, pues creo que
eso es exactamente lo que soy.
-Sí, efectivamente, soy una aparición, un espíritu bueno que se ha
ganado el cielo.
La mujer se acerca con cautela y me toca, primero con
aprensión, luego con sobrada decisión, y he de reconocer que consigue
perturbarme ligeramente.
-¿Espíritu? ¡y una mierda! Tú eres tan de carne y hueso como yo, no te
fastidia.
-Ya, no lo sabía de verdad… una cosa, esto es el cielo, ¿no?
-Sí, claro que es el cielo. Vaya pregunta más idiota.
-Es que yo acabo de llegar. Me he muerto hace un momento y como he
llevado una vida ejemplar en la Tierra, virtuosa y todos eso, pues he venido al
cielo –hago una pausa con el fin de observar su reacción y continuo-. Supongo
que en algún momento tendré que ponerme a la derecha de Dios Padre. Es lo
prometido.
La mujer me mira con el ceño fruncido, lo que acentúa
su atractivo, se cruza de brazos y alejándose ligeramente me mira de arriba
abajo como si me estuviera haciendo un escáner.
-A la derecha de Dios Padre, claro. ¿Y San Pedro te ha dejado pasar así,
sin más?
-Bueno, al principio estaba empeñado en venderme un arma, pero yo la he
rechazado. Toda mi vida he evitado hacer daño a nadie –dije con orgullo.
-Ya, pobrecito, pues aquí más te vale que vayas cambiando de mentalidad.
¡Esto es el cielo, amigo!
Roberto, el gato, entró en la salita cautelosamente y
se acercó hasta mí con la idea clarísima de restregarse contra mis pantalones.
En seguida un potente ronroneo, como si una motosierra me estuviera cortando
las piernas, confirmó que yo le caía bien.
-Le has gustado a Roberto, mira, y te aseguro que no es lo habitual.
La mujer con un gesto me invitó a sentarme en el sofá
de escay al tiempo que hacia la autopresentación.
-Me llamo Matilde y llevo en el cielo… hará ya veinte años, ¿tú cómo te
llamas, a qué te dedicabas…? En fin, cuéntame cosas, se me ha estropeado la
radio y aquí todavía no ha llegado la tele, así que cualquier entretenimiento
está bien. Y por cierto, deja de llamarme de usted, soy más joven que tú.
Yo estaba un poco abrumado por los acontecimientos,
pero fingí naturalidad mientras me arrellanaba en el sofá seguido de Roberto.
Ella fue al aparador y sacó una botella de anís y dos copitas.
-Bueno, pues… me llamo
igual que tu gato, y en la Tierra era aparejador. Hace apenas un rato se me
calló la cuchara de una caterpillar
encima y como me pilló distraído no pude aguantar la tonelada de hierro que
llevaba, y aquí me tienes.
Matilde se sentó en una de las sillas frente a mí y
me di cuenta, mientras cruzaba las piernas, de que sentada seguía siendo tan
atractiva como de pié. Luego puso las dos copitas sobre la mesa y las llenó
hasta una línea roja que marcaba la medida justa y dejó la botella encima de las
revistas.
-Parece que has tenido una llegada al cielo bastante suertuda –me dijo
mientras se acercaba su copa a los labios, lo que me brindó la ocasión para
enamorarme ya perdidamente de ella-. No es muy habitual caer dentro de una
casa. Recuerdo que yo fui a parar a una playa nudista, pero como iba
completamente vestida, la gente no me recibió nada amistosamente. Todo el mundo
gritaba que me desnudara… fue muy embarazoso para mí que al principio no
entendía nada.
Aparté de mi imaginación el momento y bebí un
traguito de anís. Ella siguió con su historia.
-Imagínate, llegas con dieciocho añitos recién cumplidos, nada más
morirte, a un sitio que tú crees que es el cielo y te reciben cincuenta tíos en
pelota gritando que te desnudes. Es muy bestia, créeme, en cambio tú… te
encuentras en una casa agradable, te recibe un gatito primoroso, te ofrecen una
copa de anís…
-Y sobre todo: estás tú.
Creo que ahí me pasé. En la tierra me ocurría lo
mismo, enseguida me entusiasmaba y metía la pata prematuramente, quizá por eso
jamás tuve suerte con las mujeres. Claramente en el cielo me iba a pasar lo
mismo.
-¿Yo? –una sonrisa perfecta estalló en risa franca y melodiosa- Yo tengo
mi muerte aquí ya organizada, no te hagas ilusiones. Has ido a parar a este
sitio como podías haber llegado al centro de un río plagado de cocodrilos, eso
no significa que los cocodrilos y tú os hagáis grandes amigos, ¿verdad? –giró
levemente la cabeza de manera irresistible-, y mucho menos que lleguéis a
copular.
-No, ese caso –apuré mi copa de anís de un trago, ya que me sentía tan
apurado yo mismo-, ese caso no es lo mismo, quiero decir que es la primera vez
que vengo al cielo, la primera vez que me muero, no tengo ni idea…
El efecto del anís empezó a notarse, al menos yo empecé
a notarlo. Me sentía tan imbécil como una vez que estando completamente
borracho le regalé mi mechero a una chica que acababa de conocer. Esto no tiene
nada de extraordinario si no fuera por el hecho de que llevaba ya cinco
mecheros comprados esa tarde y que sucesivamente había regalado a cinco chicas
con las que había intentado ligar. Todo un conquistador. No es de extrañar que
acabara en el cielo, uno de los pecados más perseguidos no lo cometí jamás.
-Esta muy rico el aní, ¿puedo tomar otro poquito?
-¿el aní? –Matilde sonreía picaronamente. Lo que faltaba.
-Quiero decir, anís. Es que a veces pierdo eses –me defendí como pude-.
Mis amigos cuando estaban borrachos las hacían, yo las pierdo, ya ves.
-Bueno por una copa no te vas a emborrachar, quizá con dos…
Matilde puso más anís en mi copa, esta vez
sobrepasando la raya roja y para hacerlo se incorporó de su silla. Inclinada
sobre la mesa, mientras me servia la bebida, no pude evitar observar su escote
que me mostraba unos pechos perfectos agitados por una leve respiración. Jamás
en la tierra, cuando estaba vivo, me había sentido tan vivo como ahora que
estaba muerto. Y aunque todo resultaba bastante desconcertante, estaba en el
cielo y según lo que yo tenía entendido, en el cielo desaparecen las pasiones
que te atan en la tierra, desaparecen las debilidades de la carne y desaparece
hasta la misma carne para convertirte en espíritu puro. Yo desde luego no me
sentía nada puro en esos momentos, y la parte espiritual tampoco la notaba mucho,
sin embargo la otra…
-Me voy a poner mejor a tu lado, si no te importa –me dijo según se
sentaba muy cerca de mi-. El sofá es más cómodo que una silla. Hasta te puedes
tumbar llegado un momento, ¿no?
Llevaba un ligero perfume que me recordó al campo húmedo,
a la paja en verano, al mar, a la montaña… tenía todos los aromas posibles, una
delicia de olor, ¿cómo sería su sabor?
-¿Tienes alguna idea de por qué San Pedro te ofreció un arma, o por qué
has ido a parar a mi casa? –me preguntó con cierta coquetería.
-Mmmm, no se me ocurre ninguna respuesta, la verdad.
-¿Has oído hablar de los test de aptitud?
-Sí, naturalmente, yo mismo he tenido que pasar por varios cuando estaba
vivo.
-Pues ahora que estás muerto –se acercó un poco más a mí- también tienes
que seguir superando algunos.
Yo no sé si por efecto de la tonelada de vigas que me
había caído encima me había vuelto idiota, o es que el anís me bloqueaba el
cerebro, el caso es que no entendía absolutamente nada. Mi cara de besugo lo expresó
perfectamente.
-¿No entiendes nada, verdad? –cogió mi mano y la llevó hasta mi copa de
anís-. Verás, esto es el cielo, y como ya sabrás aquí solo se admiten espíritus
puros, y aunque de momento, tú seas un candidato, aún tienes que superar ciertas
pruebas en aquellos puntos que según nuestra base de datos andabas un poco
flojo.
Hizo un mohín frunciendo los labios que casi hace que
me lanzara sobre sus pechos. Me fijé entonces que ahora iba vestida de forma
distinta a como había aparecido. Ahora sí empezaba a sentir que estaba en el
cielo. En este momento llevaba un ligerísimo vestido veraniego estampado con
unas diminutas flores sobre un fondo naranja, que le quedaba de maravilla.
-Tú eras un tipo con tendencia a perder los estribos y mostrarte
violento según en qué ocasiones. Me refiero a cuando estabas vivo, claro.
Recordé cuando perseguí con mi moto a un coche que me
había hecho una pirula con la intención de matar al conductor, y cuando en otra
ocasión choqué mi todoterreno a propósito contra una furgoneta que me impedía
el paso.
-Bueno, sí, pero solo conduciendo, lo normal; de repente te conviertes
en una bestia, pero yo no soy agresivo, al menos no voy…
Matilde puso su dedo en mis labios impidiendo que
siguiera hablando pero no pudo impedir que lo besara tenuemente.
-Chis, chis, chis… eso ya ha quedado claro. San Pedro te puso a prueba
ofreciéndote armas y tú las rechazaste.
De repente cambió el tono de voz y adoptó otro mucho
más sugerente.
-Roberto, ¿quieres venir conmigo, chiquitín?
-Matilde, claro…
-Se lo estoy preguntado al gato, a ver donde está… ah, ya te veo,
briboncillo.
Matilde cogió al gato haciéndole mimitos que en
realidad me los estaba lanzando a mi, se puso en pié y me invitó a que la
siguiera, esta vez dirigiéndose claramente a mí, no a Roberto gato que ya
estaba sobre sus brazos. El vestido era corto, estaba descalza, olía muy bien,
yo había tomado anís, estaba en el cielo, no tenía ni idea a donde quería
llevarme pero no veía por qué iba yo a quedarme solo en un sofá de escay en una
habitación sin televisión y que la radio estaba estropeada. Así que me puse
también en pié.
-¿Cojo la botella de aní?
-Aniss. Tú verás, ¿todavía no sabes cuál es la siguiente prueba que
tienes que superar si quieres quedarte en el cielo y disfrutar de estar a la
derecha de Dios Padre?
Me imaginé toda la eternidad sentado a la derecha de
Dios Padre y me pareció que distaba mucho de lo que yo entendía por un planazo.
Pensé que llegaría un momento en que por muy amena que fuera su conversación
querría hacer otro tipo de cosas, así que pregunté con fingida inocencia.
-Supongamos que no supero la segunda prueba, ¿en tal caso me libro de…
quiero decir, ya no estaré sentado a la derecha de Dios Padre para toda la
eternidad?
Matilde me tendió la mano para que yo se la cogiera,
lo que hice sin dudarlo ni un solo segundo y arrastrándome hacia ella, me fue
explicando según me llevaba a otra habitación, seguramente más confortable, lo
que pasaría en caso de no superar la tentación.
-Si no consigues superar la segunda prueba, efectivamente no podrás
sentarte a la derecha de Dios Padre en esta ocasión, pero no te preocupes,
porque en tal caso serás devuelto a la tierra donde empezarás de nuevo otra
vida y cuando mueras, se repetirá todo lo que acabas de experimentar ahora.
Siempre se da una segunda oportunidad.
-¿Todo? –pregunté según intentaba desprender a Roberto de los brazos de
Matilde- ¿Todo, todo?
-Absolutamente todo…
En algún lugar de la Tierra, en uno de los miles de
nacimientos que se producen todos los días, apareció un niño sonriente y
satisfecho, pero que lloraba de una forma diferente, un tanto extraña.
-Os parecerá una tontería –dijo uno de los asistentes al parto-, pero
parece como si llorara sin utilizar la letra ese.