Todos los que nos dedicamos a una labor creativa
estamos expuestos a la ausencia de inspiración. Contamos con ese maldito
inconveniente y lo asumimos, eso sí, como algo pasajero, pues sabemos que tarde
o temprano acaba llegando una idea, aunque sea a base de trabajar, una vez que
comprobamos con desolación que la inspiración divina ha vuelto a pasar de
nosotros; tampoco importa que la idea sea mala. De hecho, una idea mala cumple
su función, que consiste en torturarnos para seguir buscando otra que sea buena,
o mejor aún, muy buena.
Pero también es cierto que hay plagiarios, gente sin
escrúpulos que elige el camino más corto para tener una buena idea, que es,
naturalmente, coger una que ya existe, pero… hay que distinguir, porque hay
plagiarios y plagiarios.
De la misma forma que estar equivocado no te
convierte en mentiroso, bastante tienes con decir una tontería, hacer algo que
ya ha sido hecho anteriormente no te convierte en plagiario, bastante tienes
con no estar al tanto de todo lo
que se hace. Es decir, tiene que haber voluntad, de mentir en un caso y de
copiar en el otro, para poder hablar de una conducta reprobable.
A mí, por ejemplo, me encanta plagiarme. Unas veces
lo hago conscientemente, a sabiendas de que estoy copiando una idea mía, y
otras lo hago sin darme cuenta, sin querer aprovecharme de mí. Sí, me plagio a
mi mismo, y he de decir que no me importa lo más mínimo. Mi “yo” plagiado no se
siente usurpado, de modo que mi “yo” plagiario no tiene problemas de
conciencia.
Pero resulta que el otro día leí un microcuento que
me resultaba muy familiar, se parecía una barbaridad a uno que yo había escrito
hacía mucho tiempo y eso ya no me hizo gracia. Lo he buscado y por fin ha
aparecido en un disco del año 2007. Tengo que decir que encontrarlo me ha
llevado varios días pues no me acordaba del título.
Pero… ¿quién iba a plagiarme? ¿Habrá sido casualidad?
Recuerdo que a mí se me ocurrió la idea cenando con unos amigos porque alguien
dijo una chorrada que me dio pie para convertir aquella pequeña chorrada en una
chorrada descomunal. Descomunal, es un decir, ya que no pasaba de diez líneas,
pues era para un concurso de microrrelatos. Que no gané, maldita sea. Entonces, si no gané, ¿qué hace la
misma idea ocho años más tarde circulando libremente por esa Internet de dios?
¿Me han plagiado inconscientemente? ¿Me ha plagiado a sabiendas alguien que lo
leyó en su momento como parte del jurado? ¿Le plagié yo inconscientemente ocho
años antes de que él lo escribiera? ¿Mi amigo, el que dijo la pequeña chorrada
en aquella cena, estaba repitiendo algo que todavía nadie había dicho? ¿Se
puede decir que yo plagié a mi amigo?
No sé, resulta todo muy extraño, y para terminar, voy
a repetir una frase de Ortega que decía: copiar bien, también resulta original.