Cuando todo empezó, mejor dicho, antes de que todo
empezara, había menos diferencias. Luego, lentamente al principio, pero cada vez con mayor velocidad, el
mundo se fue desgajando como una tela vieja. La sociedad se hacía jirones según
se rasgaban de arriba abajo empresas, familias, instituciones, vidas...
Y vinieron los recortes. Los sueldos primero se
congelaron y luego bajaron. Después desaparecieron. También desaparecieron
rincones de tranquilidad que nunca antes habían sido tocados. Aumentaron las
jornadas laborales y también aumentaron algunos impuestos, no todos, solo los
que más afectaban a los que más sufrían. Los despidos cada vez se podían
realizar con menores compensaciones para el despedido. En eso consistía la
solución, en abaratar que la gente se quedara sin trabajo.
La gente, por miedo a los desahucios y al mismísimo
hambre, aceptaba unas condiciones laborales (quién tuviera la suerte de
encontrar trabajo), que hubieran sido inaceptables en otros momentos. La gente
vendía cuadros, joyas, pisos, herencias antiguas… La gente tenía miedo. La gente...
Pero no todo era desdicha. Algunos pensaban, mientras
se frotaban las manos cada vez más llenas, que la crisis había sido todo un
éxito.
La cantidad de agua que hay en la Tierra es
constante. Si desaparece de un lago aparece en una nube y si desaparece de un
glaciar, nos la encontraremos en los océanos. Con el dinero pasa lo mismo, en
eso consiste la desigualdad: cuanto menos tengan unos, más tendrán otros. Las
personas, las empresas y los gobiernos que tienen claro este principio,
tratarán de aplicarlo hasta el límite del tronchamiento (ver Ley de Hooke, no
tengo ganas de explicarla, pero en pocas palabras establece el límite hasta el
cual los materiales se comportan de forma elástica y superado éste, cascan. Así,
con lenguaje técnico. Las leyes físicas, en este caso de resistencia de
materiales, son homologables a leyes sociales, no lo olvidemos).