viernes, 31 de diciembre de 2021

Con mis mejores deseos, 2022.

 


2.022 es un número que iba para bonito pero ha fallado y se ha quedado en número normal tirando a feo. Es curioso que le ocurra eso, que ni fu ni fa, cuando los dos únicos dígitos que lo componen, el dos, que es como un cisne, y el cero que es redondo, son realmente hermosos. Esto me recuerda a una modelo publicitaria que  tenía unas manos perfectas, y hacía anuncios de cremas, unos pies perfectos y la llamábamos para anuncios de sandalias, un culo perfecto, apropiadísimo para anuncios de ropa interior,  y sus  perfectos ojos verdes los hemos visto mil veces en diferentes anuncios de rímel, pero si veías a la modelo en conjunto, era una chica del montón, larguirucha y desgarbada en la que nadie se fijaba.

2.022 podía haber sido bonito, pero le falta algo, y no solo le falta simetría. Parece ser que en nuestro universo, salvo excepciones, lo bello va unido a lo simétrico. Muchas veces los artistas plásticos se afanan en romper la simetría buscando formas de belleza que no sigan el patrón que manda la naturaleza, pero se trata de eso, de una búsqueda. Lo que encuentras bonito sin buscar, es simétrico. 

2.022 no lo es, en general los números no lo necesitan para resultar bonitos, pero 2.022 está demasiado descompensado, o le faltan ceros o le sobran doses. Arreglar el desequilibrio significaría cambiar de siglo, demasiado drástico.

Además 2.022 es un año que uno mira con desconfianza, el recelo es inevitable. Últimamente miramos con desconfianza a todo. Esto sucede a escala mundial, no sólo en España. Esta mañana he leído que en Estados Unidos, que miden todo y de todo hacen estadísticas, el número de agresiones en los semáforos ha aumentado una barbaridad. ¿Por qué en los semáforos? Yo también me lo estoy preguntando pero ese detalle a juicio de quien cubría la noticia carecía de importancia por lo que nos quedamos sin saberlo. 

Aquí hacemos menos estadísticas, pero a ojo, se dice que también ha aumentado la agresividad entre nosotros sin especificar si el número de casos registrados en los semáforos es significativo.

Yo lo siento por el nuevo año, que ya antes de empezar, lo recibimos con una ceja levantada. Hay quien preferiría un año usado en lugar de uno nuevo, pero los años no son como los coches que puedes elegir el que te da la gana, en esto te toca el que te toca y sanseacabó.

A mí me gustaría que 2.022 fuera 2.001, quizá porque me dejo llevar por la mitología jolibudiense, así, escrito como suena, pero me tengo que aguantar con lo que hay, qué le vamos a hacer.

En fin, en cualquier caso, deseo a todos dos cosas, primero que no os peguéis en los semáforos y segundo que 2.022 sea un año mucho mejor de lo que parece.



Leoncio López Álvarez


jueves, 23 de diciembre de 2021

Sospechar es de sabios y también de tontos.






Me encanta escuchar conversaciones ajenas. Muchas veces entro en una cafetería exclusivamente porque veo un grupo de personas hablando y un hueco cerca desde donde puedo satisfacer mi condenable manía. Prefiero las parejas a cualquier otra formación, es una forma de evitar conversaciones sobre fútbol, que me trae sin cuidado lo que se diga.

Tengo que aclarar que muchas veces me he encontrado con parejas que no se dicen nada, y eso para mí tiene el mismo valor que si no pararan de hablar. Mi afán no es el cotilleo sino la observación de las conductas humanas, y no hablarse forma parte del estudio. A veces, me resulta más sencillo sacar conclusiones de los silencios que de la efusividad; soy un experto y sé cómo hacerlo.

El otro día, me aposté (lo que yo hago en las cafeterías, más que ponerme en la barra es apostarme en la barra) muy cerquita de una pareja joven, de esas que aún ignoran qué es el hastío. Hablaban con faltas de ortografía, pero esos errores, imperdonables leyendo, son más llevaderos escuchando, de modo que no me importó y seguí atento a lo que se decían. 

Mantenían una conversación de cafetería, muy apropiada para el entorno, pero la cosa fue derivando de lo general a lo particular. Pronto dejaron de hablar de trivialidades y pasaron al terreno personal en el que es imposible moverse sin que aparezcan los reproches. En un momento dado, la chica le dijo: es que tú siempre estás sospechando. El chico se puso a la defensiva, negándolo todo, pero estaba claro que efectivamente siempre estaba sospechando. Estaba claro para mí, que como ya he dicho soy un experto, y estaba claro para la chica que estaba harta de que sospechara de ella.

A los seres humanos lo que más nos gusta hacer es sospechar. Siempre estamos sospechando, pero gracias a esta obsesión, progresamos. La chica no lo sabía, pero es así.  Por ejemplo, si Golgi no hubiera sospechado que algo tenía que pasar con las proteínas y los lípidos dentro de las células, no sabríamos dónde se produce la síntesis de polisacáridos de la matriz extracelular, cuya importancia doy por descontado que no es necesario explicar. 

Hemos llegado a la Luna y más allá, traspasado los límites de nuestro sistema solar, gracias a las sospechas sucesivas que Newton, Kepler..., Braun y otros inminentes científicos y matemáticos tuvieron en un momento de sus vidas sobre el comportamiento del mundo que los rodeaba. Queda claro que las sospechas conducen al progreso, no es necesario buscar más ejemplos.

Pero sí, qué caramba, sigamos con ejemplos: el genetista y biólogo John  Burdon Sanderson Haldane, dijo y luego lo escribió, porque si no, no sabríamos que lo había dicho: Mi sospecha es que el universo no sólo es más extraño de lo que suponemos, sino más extraño de lo que podemos suponer. 

Esta frase me encanta porque topológicamente es como la botella de Klein, se contiene en sí misma, y aunque vista de lejos parece normal, si te acercas te das cuenta de que se trata de una superficie no orientada abierta cuya característica de Euler es igual a cero, es decir que no tiene ni interior ni exterior. El ejemplo más recurrido de este tipo de superficies es la cinta de Moebius, éste de la botella es para nota.

Pero volvamos a la pareja con problemas que tenía delante de mí mientras pedía mi cuarto tortel para disimular.  ¿Qué sucede cuando las sospechas aparecen dentro del ámbito de la pareja? Pues en general acaban destruyéndola, lo cual no contradice sino refuerza mi tesis: las sospechas conducen al progreso. En este caso por oposición, prescindiendo del que sospecha. Si esa chica quisiera progresar tendría que deshacerse cuanto antes del sospechador.

Antes de que pudiera pedir mi quinto tortel ya habían hecho las paces y los arrumacos sucedieron a los reproches. Esa pareja jamás iba a progresar, pensé; pagué y me fui con el estómago lleno de cabello de ángel, con lo poco que me gusta.



Leoncio López Álvarez










viernes, 17 de diciembre de 2021

La indiscutible y admirable fuerza de las hormigas

las hormigas de fuego crean una balsa atrapando aire para salvar la vida en crecidas.


Está documentado que si una hormiga  cae al agua casi seguro que morirá ahogada, pero si se ponen de acuerdo muchas hormigas, unen sus pinzas, garras, o lo que tengan las hormigas para unirse, y forman una balsa entre todas que flota sin problemas; de este modo cruzan ríos y salvan sus vidas en inundaciones. 

Este comportamiento es ejemplo de lo que se llama inteligencia colectiva y  funciona en seres tan absurdos como las hormigas y en otros más absurdos aún como los hombres. Una comunidad de vecinos podría ser ejemplo en el caso de los hombres, aunque no sé yo si es un buen ejemplo. 

Lo que está claro es que cuando varios individuos se unen aportando sus conocimientos y habilidades para una causa común, lo normal es que consigan sus objetivos, y desde luego, tienen más probabilidades de alcanzarlos que si cada uno va a su bola. Por eso se llama inteligencia colectiva, si no consiguieran nada, se llamaría de otra forma, mamarrachada colectiva, o algo así.

A uno le llena de orgullo ser testigo de estos comportamientos que consiguen salvar una situación difícil gracias a la colaboración de todos, es un momento de triunfo de la especie, ilusiona pertenecer a un grupo que merece la pena. Dan ganas de sacar pecho y gritar alguna proclama que el tiempo convertirá en topicazo, tipo, "la unión hace la fuerza", "todos a una", "somos un equipo" y otras frases sin las que no existirían los "coaching" de motivación.

Pero claro, vivimos en un universo binario, todo tiene su opuesto y de la misma forma que existe la inteligencia colectiva que nos salva, también existe la estupidez colectiva que nos lleva al desastre. 

La pandemia, la maldita pandemia, la insistente pandemia que lleva ya dos años de eternidad, ha provocado que se den las dos formas de aportación colectiva. Por simple cuestión matemática es muy poco probable que ambos grupos cuenten con el mismo número de afiliados, por decirlo en términos contables. Si hubiera empate.., no sé qué pasaría, lo malo es que haya más individuos participando de la estupidez colectiva que de la inteligencia colectiva

Nuestro futuro, una vez inventada la vacuna, depende exclusivamente de este detalle, de en qué grupo hay mas personas aportando su granito de arena al destino común.

El tiempo lo dirá. Como siempre. De momento felices fiestas y a ver en qué bando nos apuntamos.



Leoncio López Álvarez


lunes, 13 de diciembre de 2021

Cotidie estultior




Escuché en un podcast que la gente antes era más culta que ahora. Esta afirmación me sorprendió pues yo pensaba justo lo contrario, pero quien lo dijo era muy de fiar de modo que me quedé con la mosca detrás de la oreja. 

La duda se mantuvo carcomiendo lo que carcomen las dudas, que es materia gris, y así he estado, siendo carcomido hasta que por fin me he convencido de que efectivamente, si no más cultos, sí eran antes más listos. O lo que es lo mimo, ahora somos más tontos.

Tenía que haberlo sospechado hojeando mi colección de libros antiguos de contenido científico: matemáticas, física, química, mecánica, ingeniería, hasta de centrales nucleares. He vuelto a hacerlo a raíz de ese podcast y efectivamente, o bien los autores de entonces no sabían explicarse convenientemente o sus lectores las pillaban al vuelo con meros planteamientos. 

Cualquier libro de hoy día viene con mil ejemplos, estupendas ilustraciones, gráficos en colorines..., todo muy bien explicado, o al menos, mejor explicado, para mí, que hace ochenta años, que resultaba mucho más árido el camino a la comprensión de cualquier cosa. En los libros de entonces no había un sólo ejemplo con manzanas y peras que son los que mejor funcionan, ni un ligero esquema explicativo, sino intrincados textos, sobre los que habría que tomar apuntes de cada frase.

Ahora he comenzado una colección de libros de magia y el par de ejemplares que tengo sobre cartomagia de hace noventa años, no hay por dónde cogerlos, todo resulta confuso y de una complejidad enorme mientras que  cualquier libro escrito hace un par de semanas te viene hasta con un código QR que te lleva a un video donde si no entiendes cómo se hace el truco es que eres idiota. A lo mejor eso es lo que pasa, que nos hemos vuelto idiotas. 

Siguiendo con mis pesquisas, recurrí a otra de mis aficiones, la guitarra, y la conclusión es la misma. Sin saber nada de solfeo puedes acabar interpretando piezas bastante complicadas; incluso para tocar el piano existe una aplicación que desde la tablet, siguiendo sus instrucciones con moderada atención, te lleva  a tocar nocturnos que dan el pegoloti de que sabes tocar el piano. Esto lo sé, porque lo he hecho. Mis vecinos también lo saben aunque diferimos en nuestras apreciaciones.

Ahora no paran de sacar cursos que se anuncian con el reclamo de "aprende inglés SIN esfuerzo". ¿Cómo que sin esfuerzo? ¿Y me lo dices ahora? Llevo toda mi vida intentando entender el inglés, desde que entré en la universidad, y ¿ahora me dices que se puede dominar sin esfuerzo?

Cuando estudié mi carrera, ingeniero aeronáutico, me cambié del plan de cinco años al nuevo plan de entonces que eran seis años, porque tenía la sensación de que cinco eran pocos para tanta ciencia. Hoy, creo que la carrera dura cuatro. ¿Qué pasa, que ya no se enseñan maderas y telas para la construcción de los fuselajes?

Nos hemos hecho vagos; iba a decir cómodos, pero la comodidad es estudiar seis años de carrera en una buena silla, y la vaguería es hacerlo en cuatro. Pretendemos alcanzar el conocimiento sin esfuerzo, y me temo que eso nos lleva al inicio: efectivamente, antes eran más cultos que lo somos ahora, o al menos más listos.

Una cultura como las de antes, no se adquiere leyendo resúmenes, sino estudiando la obra entera. Ahora puedes entrar en Internet y encuentras epítomes de grandes libros que en quince páginas despachan un volumen de quinientas. Digo yo que de alguna manera se notará la diferencia.

Admitámoslo, nuestros abuelos, y no te digo nuestros bisabuelos, eran más cultos que nosotros. O al menos más listos. Eso sí, de inglés, andaban peor que yo.




Leoncio López Álvarez





martes, 7 de diciembre de 2021

Se acabó el cuento





Hasta hace muy poco yo escribía puntualmente por estas  fechas un cuento de Navidad movido por un sentimiento difícil de entender, quizá porque es difícil de explicar. Una iniciativa, atribuible a mi colección de contradicciones, que he mantenido durante veintiún años (el primer cuento fue en el año 2.000, fecha imposible de olvidar) de la que no me arrepiento en absoluto, pero que en modo alguno pienso continuar. 

Muchas personas escribimos cuentos de navidad en Navidades, como otras asisten a cenas de empresa. Falta reflexión, lo hacemos sin querer, así, sin pensar. Un día nos anuncia el jefe que el 17 es la cena de empresa y ni nos planteamos no ir. Normalmente cuando un amigo nos propone cenar juntos, consultamos la agenda, decimos, "vale pero no sé si podré, se lo diré a Laura..., nos llamamos", o directamente nos inventamos una excusa ... ¿Pero la cena de empresa? A esa acudimos como zombis, sin que medie nuestra voluntad, nos han dicho el 17 y ni miramos si teníamos otro compromiso o es el aniversario de nuestra boda. 

Pues lo mismo pasa con los que escribimos cuentos. En cuanto llega la primera semana de diciembre ya estamos dándole vueltas al puto cuento de ese año. En realidad a mí eso me sucedía el mismo día 23 de diciembre, es decir, que siempre me pillaba el toro. 

Tengo que decir en honor de la verdad, que ya el año pasado fue un año sin cuento. Lo que más me duele es que nadie lo echó de menos, a pesar de que siempre había alguien que me preguntaba por el cuento, que cuándo pensaba escribirlo, incluso este año. Se ve que lo preguntaban por cortesía, simple educación, pero  luego ni se lo leían. Esa es la razón por la que cuando un amigo me propone ir a cenar el 17, busco una excusa, sospecho que es de los que no se leían mi cuento de Navidad.

Lo fácil sería pensar que lo que ocurre es que no me gusta la Navidad, pero eso no es cierto, al menos no es del todo cierto. Por supuesto que hay cosas de la Navidad que detesto profundamente, pero hay otras que me tienen pillado por las pelotas, expresión de indiscutible falta de finura pero de no menos indiscutible precisión en lo que trata de decir. 

Es lógico, la Navidad es una parte imborrable en nuestra cultura, y eso atrapa, aunque carecería de importancia si no fuera porque sobre todo es una parte imborrable de nuestra infancia. Una parte en la que éramos felices. De niño no había ni un solo día de las navidades que no fuera de auténtica dicha. Todos tenían algo, en cada momento se producía el chispazo mágico de la felicidad. Aún hoy, que he dejado de escribir cuentos de Navidad, mantengo vivo ese recuerdo general, un aroma inconfundible grabado cuando más profundas quedan las marcas.  

De todos mis recuerdos hay un lugar que se mantiene prácticamente tal cual: la Plaza Mayor de Madrid. Todos los años acudo espoleado por la llamada de... yo qué sé,  pero el caso es que voy. El resto de sitios de entonces han dejado de existir o siguen existiendo tan cambiados que, como dijo Alfonso Guerra, no los reconocería ni la madre que los parió.

El año pasado no fui por temor a que entre las figuritas de navidad se escondiera el Caganer del maldito virus, y este año me temo que tampoco iré. Pues mira, no me había fijado, pero a lo mejor esa es la razón por la que ya no escribo mi cuento de Navidad, por no ir a la Plaza Mayor.

Cachis.


Leoncio Lopez Álvarez