miércoles, 25 de julio de 2018

Un trabajo singular



Se puede decir que ya empieza el segundo turno de vacaciones y yo creo que es el momento de  preparar el equipaje, a los que les toque. Igual que hice hace quince días, pongo un cuento a disposición de todos los lectores de La tertulia perezosa, inspirado en un hecho real. Un cuento para las vacaciones. Que aprovechen.




                                                                 La inspiración no dura mucho. Tampoco el baño pero hay que tomarlo a diario






  

UN TRABAJO SINGULAR


Amaneció nublado en Cincinatti. A mediodía ya estaba lloviendo. Un día propicio para muchas cosas pero ninguna de ellas demasiado apetecible. Lo que realmente le apetecía era tomarse un copazo, pero aún era demasiado temprano. ¿Cuándo no era demasiado temprano?
Consultó una vez más su reloj, su cara expresó conformidad con lo que marcaban las agujas, bordeó la mesa al tiempo que con una mano cogía su sombreo del perchero haciendo un volatín, como siempre hacía, y salió con paso decidido a enfrentarse con su trabajo. Un trabajo para el que se requería un talento muy especial.

Llegó a la estación de autobuses diez minutos antes de que saliera el autocar con destino… no lo recordaba. ¿Acaso tenía importancia? Lo único que tenía claro es que salía del muelle número cinco, o al menos eso decía el billete de cartón marrón que llevaba en su cartera. Pasó por delante del bar y decidió que aún tenía tiempo de tomarse una copa antes de subir al autobús, además, necesitaba los ánimos que siempre obtenía del alcohol para lo que iba a hacer durante el viaje.
Se sentó en un taburete forrado de un  material nuevo al que no estaba acostumbrado y pensó que el mundo estaba cambiando muy rápidamente. Era estupendo tener la oportunidad de vivir esos momentos de transformación. Además, la aparición de cada nuevo invento, los nuevos descubrimientos y los avances que continuamente se lograban en la técnica, eran una continua fuente de inspiración para las novelas de ciencia ficción que tanto le gustaban. Bastaba con extrapolar lo que ya existía, exagerarlo, llevarlo a un extremo y ya tenías algo con lo que invadir la Tierra o la forma de viajar a Marte un fin de semana.
Una camarera ataviada con un uniforme impecable de color azul y una graciosa cofia blanca que hacía juego con su delantal almidonado, se acercó con una libreta en la mano y una sonrisa radiante en el rostro.
    -¿Le apetece probar nuestra tarta de cerezas?
    -Muchas gracias, pero me apetece más probar su bourbon.
    -No hay nada como un buen trozo de tarta para emprender un viaje –insistió la camarera-. ¿A dónde va?
    -A coger el autobús de ahí atrás – dijo señalando algún punto a sus espaldas sin mirar si había o no un autobús-. Espero que llegue a su destino antes de que me muera de hambre, ahora de momento me muero por un bourbon.
La camarera, sin borrar la sonrisa, mantuvo una mirada atrevida en los ojos del hombre que tenía delante. Era muy atractivo, o eso le parecía a ella, especialista en encontrar hombres muy atractivos y generalmente igual de destructivos.
    -Como quiera –dijo sin permitir que el lenguaje ocultara lo que pensaba.
Él buscó en el bolsillo de la chaqueta el billete de cartón marrón para asegurarse de que todo iba bien. Llegará un día, pensó, en que podamos sacar los billetes de autobús sin necesidad de salir de nuestras casas, incluso también podremos elegir nuestro nuevo sombreo sin ir a ninguna sombrería.
Mientras esperaba su bebida estudió el ambiente de la estación. Observar, observar, siempre observar... formaba parte de su trabajo, al menos en la fase en la que él se encontraba.
La pregunta sobre la mejor forma de cometer un asesinato sin dejar pistas volvió a ocupar su mente.
Consultó su reloj. Aún le quedaban cinco minutos.
No pudo evitar fijarse en el tipo que se sentó a su lado, mejor dicho, no pudo evitar fijarse en lo que llevaba en la mano. Era el último número de Planet Stories, que después de Captain Future, era su revista pulp favorita. No había comprado el último ejemplar y esa portada, como casi todas, llamaba poderosamente la atención; mostraba un ejército de invasores de otro planeta atacando despiadadamente a la ciudad de Nueva York, con todos sus habitantes corriendo aterrados sin  saber hacia dónde huir con el rostro desencajado por el miedo. Estuvo tentado de correr también él hacia el kiosco de prensa, a comprar la revista, pero entonces no podría evitar la tentación de leerla durante el viaje, y si estaba allí, si  se iba a subir a ese maldito autobús, era para trabajar, no para entretenerse con una historia de marcianos.
Por fin la camarera sonriente llegó con el maná. Antes de que intentara iniciar alguna conversación intrascendente (¿por qué las estaciones de autobuses son proclives a mantener conversaciones intrascendentes con desconocidos?) le preguntó cuánto debía, pagó dejando una buena propina, la simpatía también merece recompensa, se bebió su bourbon de un trago y salió disparado hacia el andén número cinco.

El chófer del autobús, capitán del barco, parecía un anuncio de la empresa de transportes, con su uniforme perfecto, la gorra que más parecía de aviador y una sonrisa  dentífrica recibiendo a cada pasajero como si fuera un primo lejano. Solo le faltaba  sentar en sus rodillas a un niñito reacio a emprender el viaje, al que hubiera que calmar. El pasillo se fue llenando lentamente según los pasajeros se iban acomodando en sus plazas. Todos repetían el mismo gesto de cotejar varias veces el número indicado en sus billetes con el que marcaba una plaquita de hierro esmaltado en la parte posterior de los asientos. Finalmente, convencidos, pedían disculpas al pasajero que aún estaba detrás esperando su turno para encontrar su emplazamiento, colocaban el sombrero o una pequeña bolsa en el portaequipajes, y se sentaban relajados dispuestos a no cambiar de postura durante horas.
Él hizo todo eso mucho más rápidamente, incluyendo la operación de dejar el sombrero en la redecilla. Se notaba su familiaridad con los viajes en autobús. A fin de cuentas formaba parte de su trabajo, ¿no? Si no estás habituado a repetir mecánicamente las partes que no precisan atención especial, cualquier trabajo se puede convertir en un tormento mayor de lo que de por sí ya es. Aunque en su caso, lo de tormento no encajaba del todo, pues en el fondo disfrutaba mucho con lo que hacía. Lo malo del trabajo, solía decir, es el momento de hacerlo, luego te alegras de haberlo hecho.
Le tocó el asiento al lado de la ventanilla. Decía que le daba igual pero siempre se alegraba cuando no tenía que ir en el del pasillo.
Repasó los últimos puntos; no podía retrasar más el final. ¿Cómo actúa un asesino profesional? Cerró los ojos buscando la concentración necesaria, y no los abrió hasta que notó que el autobús emprendía su marcha. Los primeros minutos del viaje los disfrutaba de verdad; le gustaba escuchar el  ruido al cambiar de marcha, notar las pequeñas vibraciones transmitidas por el potente motor, los primeros baches... y su primera inspección al pasaje, fundamental.

Se fijó en unas piernas larguísimas y bien torneadas que salían del asiento de al lado. Procuró no resultar indiscreto y con disimulo subió la mirada para ver a quién pertenecían. Su propietaria mantenía el rostro oculto tras una revista de moda, de lo cual se alegró muchísimo pues así no se daría cuenta de que estaba siendo observada. Supuso que sería muy guapa, pero no estaba allí para eso, debía centrarse en lo suyo. Miró hacia el otro lado de la ventanilla; el mundo se movía en el exterior a toda velocidad. Él también tendría que actuar con rapidez.
Es estupendo que las estaciones de autobuses siempre estén en las afueras de las ciudades, de este modo se emplea menos tiempo en ponerse en carretera. Los primeros kilómetros los hicieron por una autopista rodando a una velocidad más que considerable, a esa media llegarían a su destino... ¿cuál era su destino? Estuvo tentado de preguntar a su compañera de asiento a dónde iban pero finalmente prefirió no saberlo. Sobre todo, era una pregunta bastante desconcertante para hacerla en un autobús en marcha y despertaría recelos en quien la recibiera.
Las piernas de al lado se movieron. No pudo evitar mirar directamente en esa dirección. La revista estaba ahora en el regazo y más arriba un rostro extraño lo miraba con el ceño fruncido. Parecía enfadada, aunque quizá esa expresión fuera la habitual en ella, hay personas que son así, siempre enojadas. Tenía una fisonomía difícil a la que incorporaba una nariz torcida de lenguado. En ese momento lo estaba estudiando sin disimulo, clavando su mirada de lado  sin que él pudiera hacer nada por evitarlo. Podía servir, esa mujer podía servir.
Incómodo se revolvió en su asiento. Notó que las manos le sudaban. Alguien que quiere matar mantiene la sangre fría en todo momento, a no ser que se trate de un aficionado. Ese era el punto. Existe una gran diferencia entre un asesino profesional, y quien comete un homicidio en un arrebato de ira sin ser totalmente consciente de lo que está haciendo. Lo de menos es si recibe dinero o no  por matar. Para distinguir a un aficionado de un profesional, en el difícil sector del asesinato, no basta con saber si se gana la vida matando o es corredor de apuestas, lo determinante es la actitud que se adopte ante la muerte de la que uno será el autor.
Una sombra se acercó sigilosamente por el pasillo y actuando antes de hablar, cogió la revista de moda de la mujer lenguado de piernas admirables.
    -Perdone, ¿le importa que le eche un vistazo? –preguntó la sombra con la pieza ya cobrada en la mano.
La mujer lenguado dio un respingo sorprendida por una señora de edad imprecisa, corpulenta, con el típico acento en la voz de quién ha dejado de ir a la escuela a los doce años, y un rostro moldeado a puñetazos por una vida difícil.
    -No, no, en absoluto. Le diría que la cogiera si no fuera por que ya la tiene en la mano. Quédesela, ya la he leído.
La mujer se retiró con un balbuceo inteligible que tanto podía significar “muchas gracias”, como, “respuesta correcta. Mas te vale que haya sido así”.
Él tomó nota mental. Sin ninguna duda esa señora también podía valer.

En todos los viajes largos, la primera parada obligada para repostar, se aprovecha para que todo el mundo baje a tomar un refresco y de paso para estirar un poco las piernas. Él además solía aprovecharla para fijarse en sus compañeros de viaje que quedaban lejos de su asiento, por si descubría en ellos algo que les hiciera merecedores de tenerlos en cuenta. De momento podía contar con la mujer rostro de lenguado y la salteadora de revistas.
Llegó hasta la barra de la cafetería antes que nadie. Siempre procuraba ser de los primeros en bajar del autobús para no tener que esperar luego a ser atendido. Se pidió un high-ball y en seguida se vio rodeado de todos los viajeros que llegaron en tropel tratando desesperadamente de que el único camarero que había les hiciera caso, tarea nada sencilla pues no parecía demasiado entusiasmado con la avalancha de clientes.
    -Odio los bares de gasolinera –dijo alguien a su lado.
Llevaba la camisa desabrochada, la corbata un palmo por debajo del cuello y el rostro sudoroso. Parecía que hubiera llegado hasta allí, en vez de en autobús, corriendo.
Él lo miró con desconfianza y antes de que pudiera decir nada, el camarero ya estaba poniendo su whisky en un vaso largo. Luego quitó con desgana la chapa a una botella de soda y la puso a su lado.
    -Veo que usted ha sido más listo, ya tiene su trago.
Se fijó más en su compañero de barra. No le gustaba que lo abordaran desconocidos, eso no formaba parte del plan, en todo caso, si quería saber algo de alguien, era él quien iniciaba la conversación. En este caso el intruso tenía algo especial, había algo inquietante en él, no solo su aspecto desaliñado. ¿Podría ser un candidato?
El rostro sudoroso ordenó, más que pidió, que le sirvieran otro high-ball a él.
    -Deberían poner más personal en sitios así –dijo pasándose un pañuelo arrugado por la cara, y como si hubiera formulado un deseo al genio de la lámpara, inmediatamente aparecieron de la trastienda otros tres camareros.
    -Su cara me suena, ¿hace mucho este viaje?
El intruso parecía no tener límite.
    -¿Y usted siempre hace tantas preguntas?
    -Sí, disculpe, forma parte de mi trabajo. ¿Le molesta?
    -¿Es usted encuestador o policía?
El rostro sudoroso pareció dudar y a continuación sonrió descubriendo una dentadura perfecta.
    -Caramba cómo es usted de directo. Permítame que me presente, me llamo Mac Nulty, y efectivamente soy policía.
   -Llámeme Fredric –tendió la mano con recelo pues sabía que se encontraría con otra empapada en sudor-. Y sí, es posible que me haya visto en otras ocasiones, también por trabajo.
    -A qué se dedica.
   -Podemos decir que a algo menos importante que usted. Dígame, ¿se cometen muchos asesinatos en los autobuses?
    -¿Quién podría ser tan tonto de matar dentro de un autobús? No hay escapatoria.
    -¿Usted cree?
Mac Nulty estudió la expresión de Fredric. No llegó a ninguna conclusión, pero estaba claro que no era un tipo muy normal. Llegó el camarero con su bebida, la atacó sin reservas y continuaron cada uno a lo suyo sin volver a dirigirse la palabra hasta que el chófer anunció que ya iba siendo hora de volver al autobús.

Fredric, de nuevo en su asiento, al lado de la mujer torcida, volvió a sus cavilaciones. Las pocas palabras que había cruzado con el desconocido en el bar le hicieron pensar en un nuevo planteamiento de lo que tenía en mente. La pausa en la gasolinera no le sirvió, como en otras ocasiones, para fijarse en todos los pasajeros para ver si descubría alguno que realmente mereciera la pena, pero su encuentro con aquel policía sí fue de gran ayuda para lo que se proponía.
Nunca es sencillo ponerse en la mente de un asesino, porque casi siempre falta el ingrediente más importante: la motivación para matar. La culpa es un poderoso persuasor para muchas cosas, también para cometer un asesinato, incluso en las condiciones más desfavorables. Como el interior de un autobús, como dijo el tal Mac Nulty. ¿Pero por qué tenía que ser más complicado matar dentro de un autocar? Allí mismo, donde él estaba, podría hacerlo si se lo proponía, incluso con un policía, Mac Nulty, entre el pasaje.  ¿No lo hizo Agatha Christie, en Asesinato en el orient express? Bueno, lo cierto es que en aquella ocasión la presencia de Hércules Poirot desbarató los planes del asesino de salir impune, pero dudaba mucho que el gordo sudoroso del bar tuviera las mismas cualidades detectivescas que Poirot.

Las horas pasaban. Miró por la ventanilla. Dentro de no mucho tiempo llegarían a su destino y para entonces tenía que haber encontrado “algo”. De momento ya tenía con qué empezar. Miró a su izquierda; aquella mujer también le podría servir para describir a la dueña del hotel donde Hetherton descubre el cuerpo sin vida de la bella Dorothy. Incluso el sudoroso Mac Nulty, además de darle la pauta para situar el escenario de un nuevo asesinato, le valdría para describir al jefe de policía de Mayville. Hasta el nombre le venía bien; sí, eso es, el jefe de policía de su próxima novela policíaca se llamaría Mac Nulty. Sonaba muy convincente. Y estaría continuamente secándose el sudor de la cara con un pañuelo arrugado.

Fredric Brown cerró los ojos. Aún tenía todo el viaje de vuelta para terminar de dar forma a su próximo libro. Cuando se encontraba en un bloqueo creativo o el editor le apremiaba con los plazos, buscaba la inspiración subiéndose al primer autobús de línea que lo llevara a dónde fuera, dispuesto a recorrer kilómetros y kilómetros sin importarle el destino, sabiendo que a la vuelta ya tendría el argumento de su nueva novela en la cabeza, según contaba su mujer. Lo único que llevaba consigo era un inhalador, para paliar sus problemas respiratorios, y su petaca de licor por si se alargaba mucho el tiempo entre parada y parada. Observar, observar y observar su alrededor era su método para encontrar la idea que necesitaba para su próximo gran éxito. Bueno, a veces también le daba por hacer la vida imposible al gato, pero tanto su mujer como el propio gato, y todos sus lectores, preferimos que cogiera el autobús.
Un método de probada eficacia inspiradora.












jueves, 12 de julio de 2018

Destrucción











Hasta el niño más tonto sabe que al final los juguetes se pueden romper, le dije. Después  me sacó los ojos y se puso a jugar con ellos a las canicas.