Madrid, 7 de octubre de 1969. Los astronautas Aldrin, Collins y Amstrong, se dirigen a la Plaza de Colón, donde depositarán una corona ante el monumento. Ellos también recibirán su regalo (ver foto inferior).
Esta mañana me encontraba yo discutiendo conmigo
mismo, y como es lógico, al final era yo quién tenía razón. La polémica era
sobre la nostalgia, si era buena cosa o no sentirla, y ahora que lo pienso los dos teníamos razón, tan solo es una cuestión de enfoques. El caso es que
una cosa me ha llevado a la otra y he terminado mirando libros de fotografías,
que como todo el mundo sabe cualquier fotografía pertenece al pasado, incluso
la más reciente.
Me he ido nada menos que al año 1969. Parece que hace
mucho tiempo, pero es el año en que el hombre pisó por primera vez la
superficie lunar y eso a mí me sigue pareciendo algo del futuro. Por muy bien
planeado que esté todo y muy precisos que sean los cálculos y avanzada la
tecnología, estamos hablando de salir un lunes de un punto de la Tierra, que no
se queda quieta ni un momento, y llegar el viernes a la luna,
que también está dando vueltas por ahí.
Sin embargo aquel primer viaje se hizo con una
tecnología que al día de hoy nos parece que sea cosa del pasado más remoto. La
hazaña se hizo con un ordenador que tenía 1 KB de memoria RAM, 12 KB de memoria ROM y
funcionaba a 1 Mhz de velocidad. Esa memoria ROM sólo podía almacenar un único
programa, llamado Colussus 249 para control de vuelo (Fuente: exposición en la Universidad de Stanford)
Para más señas, el reloj que
llevaban los astronautas lo único que hacía era dar la hora y los instrumentos de navegación
de la cápsula hacían sus indicaciones a base de muellecitos, ejes engrasados
pulcramente y cosas así, pura mecánica. Parece mentira, ¿verdad? pero aún hay
una prueba mayor del atraso con el que se movía el mundo, al menos el nuestro.
Resulta que los astronautas vinieron a España el 7 de octubre de ese mismo año,
y para agasajarlos no se les ocurrió otra cosa que regalarles unos trajes de
torero. No sé yo si encaja muy bien un viaje a la luna, por muy rudimentario que
fuera el ordenador, con un traje de torero, pero así fue la cosa.
Eso ocurrió en 1969, y un poco antes, en 1964, cuando
el afán por la conquista del espacio contaba con un entusiasmo sin límites,
tuvo lugar otro suceso que demuestra hasta qué punto nos encontrábamos a
caballo entre la edad media y los viajes a las estrellas. Es la historia de la
señora Lillian O’Donahue, la operadora de teléfonos de Carnarvon, un pequeño
pueblo en el extremo más occidental de la costa australiana. Resulta que a las
afueras de Carnarvon había una antena enorme que puso la NASA para hacer los
seguimientos de las naves espaciales cuando pasaban por el Índico. Pues bien,
una noche de ese año, 1964, se cortó la comunicación entre la antena y la
estación de rastreo situada en Adelaida y todos los mensajes en clave que mantenían
a la nave Géminis atada a la tierra, tuvieron que ser atendidos por la señora
O’Donahue que celosamente los transmitía a la estación de Adelaida a través de una centralita de clavijas. ¿No es
maravilloso? El destino de una misión espacial estuvo durante toda una noche en
las manos de una anciana que hacía su trabajo mientras tejía calceta en su
vieja mecedora, con un sueldo que le alcanzaba a cubrir todos los gastos del
mes gracias a las horas extras.
Es lo bueno que tiene la nostalgia, que te lleva a
lugares del pasado que no conviene olvidar.