sábado, 17 de noviembre de 2018

La nevera









Todos los días después de comer me pasan dos cosas casi seguidas: primero me quedo dormido en el sofá, y luego salta el gato sobre mi barriga despertándome. Es molesto, pero hay cosas que lo son mucho más, por ejemplo que antes de terminar siquiera de comer, dos individuos llamen insistentemente a la puerta de mi casa. Esto es exactamente lo que me ocurrió el otro día, dos tipos realmente desagradables. Cuando por fin me decidí a abrirles, se colaron al interior sin que yo pudiera hacer nada por evitarlo.
   -Buenas –me dijo el que parecía más educado-. ¿Leoncio López Álvarez?
Yo no contesté, más que nada porque no me dio tiempo, enseguida el segundo tipo intervino sin dejar hueco para que yo pudiera mentir y decir que se habían equivocado de casa.
    -Traemos la nevera. Díganos donde piensa ponerla, bueno, no es necesario que nos diga nada pues damos por sentado que ocupará el mismo lugar que la vieja.
A continuación desapareció llevándose a su compañero casi a rastras y a los pocos segundos, una nevera enorme asomó por la puerta. Apenas cabía, parecía que estaba hecha justo a la medida para pasar por la puerta de mi casa. Era como esos enormes barcos que los construyen con la manga apenas unos centímetros menos que la anchura de las esclusas del Canal de Panamá. Desde atrás de la nevera uno de los individuos confirmaba mi sospecha a gritos.
    -Como puede ver, la nevera la hemos hecho a la medida de usted, bueno de la puerta de su casa.
La nevera se movía gracias a que estaba sobre una plataforma con rueditas que empujaban los dos hombres sin ningún esfuerzo. Cuando terminaron de pasar, el más descarado me miró esperando de mí algún gesto de admiración.
    -¿No es increíble?, neveras a medida, como si fueran camisas.
Yo asentí con desgana, aunque tenía que admitir que era toda una innovación. Mi gato pasó reclamando mi presencia en el sofá. En esta ocasión se iba a quedar sin la satisfacción de despertarme, esa era la única parte buena de que me trajeran el frigorífico a una hora tan inadecuada.
Con movimientos rápidos que evidenciaban su gran experiencia, quitaron la nevera vieja de su lugar y enseguida enchufaron la nueva, colocándola en el mismo hueco que antes tuvieron la gentileza de barrer. Ese detalle hizo que los mirara con otros ojos, ya no me parecían los mismos tipos molestos que aparecen con un frigorífico cuando no se los espera.
    -Supongo que el router no lo tiene en la cocina, claro –dijo el que llevaba la voz cantante. El otro era más bien poco hablador.
    -¿El router?, no, no, lo tengo en mi despacho, claro. Pero la señal wifi llega a todos las habitaciones de la casa, también aquí.
     -Estupendo, si me da la contraseña, le configuro el frigorífico para que esté permanentemente conectado... ahora le explico, déme la clave de su red.
La clave la tengo anotada en mi móvil, de modo que se la di inmediatamente; estaba deseando ver qué maravillas hacía el frigorífico. A los pocos minutos de manipular una pantalla táctil que había escamoteada en la puerta, el operario me miró con satisfacción y la nevera emitió una serie de sonidos electrónicos que me recordaron a R2D2 de la Guerra de las Galaxias.
    -Listo. Ya tiene esta maravilla de la tecnología lista para hacerle la vida infinitamente más fácil.
Elevé mi ceja izquierda por encima de la derecha, con lo que pretendía indicar sorpresa, admiración, respeto, satisfacción y ganas de que me ampliara la información. El hombre interpretó a la perfección el último significado de mi expresivo gesto y tomó aire para explicarme hasta el último detalle según señalaba la pantalla táctil.
    -Mire, en esta pestaña en la que pone “existencias”, hace tap con el dedo y verá que se despliegan tres “cajones”. En el primero usted introduce todos los alimentos que considere imprescindibles, después, en el segundo enumera los menos importantes, y finalmente en el tercero escribe los que son meros caprichos –en este punto me miró guiñándome un ojo-. Para mí este es el apartado más importante –intentó una risa que le quedó bastante artificial-. Y aquí al lado están los productos congelados, aquí refrescos y aquí las marcas de cerveza que más le gustan por orden de preferencia...
El otro operario, el callado, empezó a desenvolver un paquete que captó toda mi atención y dejé de mirar la pantalla táctil. Su compañero lo reprendió, quería seguir siendo él el único foco de mi interés.
    -Espera, Braulio, luego vamos con eso –se volvió de nuevo hacia mí-. Y ahora viene ya el último paso: aquí, donde pone proveedores, la nevera seleccionará los que crea ella más convenientes en función de los productos que usted ha introducido y la proximidad, pues también tiene un sistema de geolocalización. Si usted no veta ninguna tienda, ella hará el pedido según su criterio cada vez que observe que es necesario. La nevera está en constante comunicación con sus proveedores de modo que sabe cuando hay una oferta o una promoción de los productos que figuran el su lista o cualquier otra novedad de interés –se detuvo un momento para estudiar mi reacción.
Yo estaba fascinado ante ese prodigio de la técnica y al mismo tiempo, intrigado por el paquete que mantenía oculto Braulio.
    -Con esta nevera usted no solo no volverá a hacer cola para comprar una pechuga de pollo o esperar a que el carnicero pique carne para sus hamburguesas, además ahorrará dinero, y miré –el operario cambió de pantalla y pulsó una pestaña en la que ponía “gastos”- aquí puede ver en todo momento el dinero que se le va cargando a su tarjeta de crédito, cuyos datos ha introducido previamente –hizo una pausa para comprobar hasta qué punto sus explicaciones estaban siendo entendidas-. ¿Qué le parece?
    -¿Y eso? –señalé el paquete que tenía medio desenvuelto su compañero Braulio.
     -¿Esto?
El hombre de la nevera lo cogió y terminó de desenvolverlo. Se trataba de una báscula de baño, con un diseño muy moderno y una pantalla en la que aparecieron unos dígitos iluminados en verde en el momento en que pulsó un botón.
    -Esta es una báscula que usted pondrá en su dormitorio, o donde quiera, pues la nevera se conecta con ella, hasta un radio de veinticinco metros.
Me miró con malicia al tiempo que me ponía una mano sobre el hombro.
    -Esta nevera va a ser además su médico de cabecera, no permitirá que usted engorde ni medio gramo. Como detecte que está cogiendo sobrepeso, comprará solo productos light, y sin azúcar, y si observa que aún con eso no es suficiente, le pondrá a régimen, ¿cómo? –una sonrisa siniestra asomó a su cara- sólo permitirá que se abra su puerta cuando ella considere oportuno hacerlo, y créame, ni con una palanca podrá forzarla.
    -No está mal –admití-. ¿Y no ha pensado nada para combatir el colesterol? Yo es que lo tengo un poco alto.
El operario se sacó del bolsillo un paquete, aún con la sonrisilla siniestra, del que extrajo una especie de pulsera.
    -Naturalmente que sí. Si usted se pone este brazalete ya sabe lo que le espera: pocos embutidos, nada de queso, alimentos bajos en grasas saturadas... un asco de vida, por eso no se lo recomiendo, pues esta nevera es excesivamente estricta con estas cosas.
Me quedé meditando durante un buen rato mientras asentía con la cabeza en silencio y llegué a la conclusión de que efectivamente no utilizaría la pulsera. Pero aún quedaba otro asunto pendiente.
    -He de reconocer que la nevera es fantástica –dije-, solo hay una pega.
El operario me miraba sin abandonar la sonrisa que pasó de ser siniestra a mostrar un exceso de suficiencia. Prefería la siniestra.
    -¿Qué pega, si puede saberse?
    -Que se han confundido de casa –dije procurando ser lo más desagradable posible-. Yo no he pedio ninguna nevera, ni siquiera sabía que existía algo así, de modo que difícilmente he podido comprarla.
El operario acentuó aún más su sonrisa de suficiencia, hasta el punto de que parecía que le costara trabajo no romper a reír.
    -Naturalmente que usted no ha comprado la nevera, es la nevera la que ha decidido ser comprada por usted. Ella selecciona a sus dueños y debe considerarse distinguido por ser uno de ellos.
El operario sacó unos papeles de una carpeta que puso sobre la encimera de la cocina. Después me ofreció una pluma Mont Blanc de oro y con un dedo me indicó dónde tenía que firmar.
    -Firme aquí, haga el favor. Verá que es al contado pues la nevera sabe que a usted no le gusta comprar a plazos.
Yo cogí la pluma obediente reconociendo que efectivamente prefería comprar las cosas de un golpe. Firmé sin vacilar. El operario se guardó el documento en el bolsillo de la chaqueta tras darme una copia. Luego me tendió la mano dando por finalizada su visita.
    -El cargo llegará a su banco dentro de veinte días o quizá un mes, pues la nevera prefiere que usted esté completamente seguro de que la quiere antes de quedarse definitivamente en su casa. Tiene todo ese tiempo para echarse para atrás.
Braulio recogió los restos de los embalajes y se dispuso a seguir a su jefe que ya estaba saliendo por la puerta.
    -¡Un momento! –le grité antes de que terminara de desaparecer.
La cara sonriente del operario volvió a aparecer en mi cocina.
    -¿Sí? Dígame.
    -No me ha dado un teléfono o una dirección para llamarle en caso de que no quiera quedarme con la nevera.
    -Ah, no se preocupe, no creo que tal cosa suceda, pero si ocurriera, ya nos avisaría la propia nevera, usted no tiene que molestarse en hacer nada. Buenas tardes.

El operario desapareció, la nevera emitió un tenue “bip” y mi gato maulló reclamando mi presencia en el sofá. De momento hice caso a mi gato, el tercer animal más inteligente de la casa. Lo que no estaba nada claro era quién ocupaba el primer lugar.









sábado, 10 de noviembre de 2018

Hipoxias y canguros








La culpa, de tenerla alguien, es del canguro. Quizá tampoco sea justo hablar de culpa y mucho menos echársela a un canguro en concreto, en todo caso es de todos los canguros.
Cuando yo era pequeño tenía una deficiencia que ha continuado hasta estos días torturándome sin dureza pero con insistencia. Empezó como unas vegetaciones, o al menos eso dijo el pediatra, y continuó como una clara incapacidad para respirar correctamente por la nariz. Este inconveniente me ha obligado desde entonces a depender de un medicamento basado en el clorhidrato de oximetazolina, que como su propio nombre amenaza, crea adicción. Así he estado, enganchado a unas gotas que ni siquiera necesitan receta, toda mi vida para poder seguir presumiendo de tenerla. Y ahora viene lo del canguro. Bueno todavía no, pero nos estamos acercando.

Cuando los noventa años dejaron de ser una remota posibilidad para convertirse en una certeza, los cumplí hace ya tiempo, decidí que era hora de abandonar el vicio, si es que podía llamarse así, del clorhidrato de oximetazolina. Total, me dije, ¿qué puede pasar?, ¿qué me muera? Luego me reí por la pregunta. De modo, que cogí mis dos o tres dispensadores, desde los catorce años los he tenido a pares, y sin ninguna pena los tiré a la basura. Al apartado de vidrio, pues son de cristal y yo siempre he sido de los que reciclan, incluso lo sigo siendo a mi edad. Soy así, respiro mal, pero tengo conciencia ecológica.

Deshacerme de una droga que me ha acompañado durante casi ochenta años, hizo que me sintiera libre. Sí, muy libre, hasta que pasados veinte minutos mi organismo empezó a reclamarla. Entonces no me sentía libre, me sentía imbécil por haberme deshecho de ella, mi preciado clorhidrato de oximetazolina. La basura se la acababan de llevar, de modo que no podía escarbar en ella como me hubiera gustado. Empecé a agobiarme. Miré el reloj y a esas horas tendría que buscar una farmacia de guardia. Ni idea de donde estaba la más cercana. El esfuerzo que tenía  que hacer para llenar mis pulmones, cada vez era mayor y mayor mi desasosiego. Busqué mi teléfono móvil instintivamente sin tener muy claro en qué me podía ayudar, pero desde hace bastante tiempo tengo fe en él, una fe profunda que me lleva a creer que en su interior está la solución para cualquier problema que pueda surgir y que nada malo puede ocurrirnos si nuestros teléfonos están con nosotros. Amén.

Pero mi teléfono había desaparecido del bolsillo. El aire no llegaba hasta los rincones más profundos de mis pulmones, ni siquiera llenaba la mitad. Tenía las fosas nasales bloqueadas y por la boca me resultaba muy fatigoso respirar. Cada vez más fatigoso. Mi pecho subía y bajaba a un ritmo que no podría mantener mucho tiempo. Me apoyé en la encimera de la cocina sin saber qué hacer, boqueando como un pez fuera del agua. Pensé en gritar (si falla el teléfono hay que gritar), pero para poder hacerlo es necesario tener mucho aire en los pulmones y soltarlo con tal ímpetu que haga vibrar las cuerdas vocales, y como no era ese el caso, de mí apenas salió un tímido susurro que sonó a despedida.

Si no podía pedir socorro, no me quedaba más remedio que apañármelas por mí mismo. Tenía que salir a la calle, buscar una farmacia de guardia, quizá la más próxima se encontraba a varias manzanas de mi casa y yo cada vez tenía mayores dificultades para hacer que el aire pasara por mis narices. Era una lucha atroz. Me agachaba y al incorporarme aspiraba por la nariz con todas mis fuerzas produciendo un ruido desesperado, sonaba a oboe muerto. Apenas conseguía nada, entonces respiraba por la boca, pero al hacerlo me dolía la garganta y el caudal de aire también era insuficiente. ¿Cuánto tiempo podía resistir así?  Tenía que darme prisa en encontrar el vital clorhidrato de oximetazolina. Intenté correr, pero entre la artrosis, el dolor de espalda que por aquellos días me aparecía inexorablemente al anochecer,  y la falta de oxígeno, fui incapaz de iniciar siquiera la carrera. Aire, aire, necesitaba aire. Recordé la vez, hacía mucho tiempo, que tuve un cólico nefrítico. El dolor era tan insoportable que pensé seriamente en la idea de darme un buen cabezazo contra la pared para perder el conocimiento y así librarme del sufrimiento. Pues bien, esa misma idea, provocarme un desmayo por la vía de un porrazo certero en la  cabeza, también me pareció estupenda en aquellos momentos de asfixia. Pero me faltaban fuerzas. Me faltaba todo pues sin oxigeno no tenemos nada. La fragilidad de la vida queda de manifiesto en esa irrenunciable realidad. Bajo mi punto de vista, me parece exagerada la dependencia que tenemos los humanos del oxigeno; vale que lo necesitemos, pero de ahí a que no podamos permanecer sin respirar ni siquiera cinco minutos, es llevar las cosas a un extremo desastroso. No es cuestión de hacer comprobaciones, por supuesto, pero estoy convencido de que somos el animal con mayor facilidad para la hipoxia, por eso se producen tantos accidentes cerebrales, ictus y cosas así.

Ahora podía explicar lo del canguro, pero antes quiero terminar con esto: hay un tipo de foca que puede estar hasta 90 minutos bajo el agua persiguiendo a esquivos peces que le hacen nadar a toda velocidad. Envidiable, pero sin ir a este extremo, cualquier nutria en mi situación, podría llegar despreocupadamente a una farmacia de guardia conteniendo la respiración y pensando en sus cosas. ¿Qué nos pasa a los humanos? ¿Dónde está nuestra pretendida superioridad?

Todo esto lo estoy pensando ahora, en aquellos momentos no podía pensar en nada. El oxigeno no llegaba a mi cerebro, y el muy cabrito me lo hacía saber sometiéndome a una insoportable tortura. Aire, aire, consigue aire como sea, me gritaba, y para dejar clara su exigencia, agitaba todos los músculos implicados en la tarea de conseguirlo. Al principio los movimientos eran enérgicos, terribles convulsiones, manos crispadas tratando de agarrarse a algo invisible, probablemente la misma vida; rostro desencajado, la boca abierta como el Orco de Bomarzo..., hasta que poco a poco, las sacudidas fueron desapareciendo. El cerebro se rendía en vista de que con sus avisos no conseguía nada. Caí de rodillas sobre el cemento de la acera. Ni noté el dolor al romperme ambas rótulas. En realidad no notaba nada, salvo la extraña sensación de estar muerto, pero lo cierto es que no lo estaba. Seguía pensando con claridad y me sorprendió observar que repentinamente había desaparecido mi ansiedad por conseguir oxígeno. Me miré las manos, no temblaban ni trataban de asirse a nada. Me las llevé a la cara, me pincé la nariz con la izquierda, como cuando me tiraba a la piscina desde el borde, y descubrí que no me producía ningún efecto. Así, con la nariz tapada, y la boca completamente cerrada, estuve hasta que aburrido liberé mi nariz. Había estado más de un minuto sin que entrara nada de  aire a mis pulmones y, lo más sorprendente, sin necesitarlo. No respiraba y me encontraba estupendamente. Estupendamente hasta que decidí ponerme en pie, entonces un terrible dolor en las rodillas  me recordó por qué estaba en esa posición tirado en la acera. No me podía mover, ¡pero podía respirar! Mejor dicho, podía vivir sin respirar. A pesar del dolor agudo en ambas piernas me encontraba feliz, era el hombre más feliz de la tierra, y desde luego el más libre. No sé cuanto tiempo permanecí en la acera de rodillas, supongo que bastante, la falta de solidaridad en las grandes ciudades se hace evidente en estas circunstancias. Finalmente fui rescatado por dos jóvenes que pasaban por allí, lo que me reconcilió con el género humano más reciente, y acabé en un hospital donde me atendieron las dos rodillas rotas. Nadie se dio cuenta de que no respiraba, de lo cual me alegré muchísimo pues es fácil suponer los problemas que hubiera tenido si algún médico hubiera observado que su paciente llevaba toda la tarde sin respirar. Afortunadamente ese detalle pasó desapercibido.
Salí del hospital a los pocos días curado y feliz. Llegué a mi casa, encontré el teléfono móvil y lo tiré a la basura. Desde entonces vivo perfectamente, hago mi vida normal y no respiro lo que se dice nada. Cero, nada de aire pasa a mis pulmones, ni por la nariz ni por la boca y que yo sepa no existe ninguna otra forma de acceder a ellos, por lo que se puede afirmar categóricamente que no necesito respirar para estar vivo. Estoy en condiciones de asegurar que la felicidad suprema consiste precisamente en eso, en no tener que respirar.  Una maravilla. Lo mejor de todo es que como no sufren el proceso de oxidación, mis células no envejecen, aunque cuando me pasó esto ya se encontraban bastante envejecidas. Y así estoy, acabo de cumplir ciento ochenta y tres años y me encuentro como si solo tuviera noventa y tres.

El único síntoma que tengo de mi avanzada edad es que de vez en cuando se me olvida alguna cosa. Supongo que es comprensible pero resulta bastante irritante. Canguro, canguro... ¿qué pasaba con el canguro? ¡Maldita sea!