Todos los días después de comer me pasan dos cosas
casi seguidas: primero me quedo dormido en el sofá, y luego salta el gato sobre
mi barriga despertándome. Es molesto, pero hay cosas que lo son mucho más, por
ejemplo que antes de terminar siquiera de comer, dos individuos llamen
insistentemente a la puerta de mi casa. Esto es exactamente lo que me ocurrió
el otro día, dos tipos realmente desagradables. Cuando por fin me decidí a
abrirles, se colaron al interior sin que yo pudiera hacer nada por evitarlo.
-Buenas –me dijo el que parecía más
educado-. ¿Leoncio López Álvarez?
Yo no contesté, más que nada porque no me dio tiempo,
enseguida el segundo tipo intervino sin dejar hueco para que yo pudiera mentir
y decir que se habían equivocado de casa.
-Traemos la nevera. Díganos donde piensa ponerla, bueno, no es necesario
que nos diga nada pues damos por sentado que ocupará el mismo lugar que la
vieja.
A continuación desapareció llevándose a su compañero
casi a rastras y a los pocos segundos, una nevera enorme asomó por la puerta.
Apenas cabía, parecía que estaba hecha justo a la medida para pasar por la
puerta de mi casa. Era como esos enormes barcos que los construyen con la manga
apenas unos centímetros menos que la anchura de las esclusas del Canal de Panamá.
Desde atrás de la nevera uno de los individuos confirmaba mi sospecha a gritos.
-Como puede ver, la nevera la hemos hecho a la medida de usted, bueno de
la puerta de su casa.
La nevera se movía gracias a que estaba sobre una
plataforma con rueditas que empujaban los dos hombres sin ningún esfuerzo.
Cuando terminaron de pasar, el más descarado me miró esperando de mí algún
gesto de admiración.
-¿No es increíble?, neveras a medida, como si fueran camisas.
Yo asentí con desgana, aunque tenía que admitir que
era toda una innovación. Mi gato pasó reclamando mi presencia en el sofá. En
esta ocasión se iba a quedar sin la satisfacción de despertarme, esa era la
única parte buena de que me trajeran el frigorífico a una hora tan inadecuada.
Con movimientos rápidos que evidenciaban su gran
experiencia, quitaron la nevera vieja de su lugar y enseguida enchufaron la
nueva, colocándola en el mismo hueco que antes tuvieron la gentileza de barrer.
Ese detalle hizo que los mirara con otros ojos, ya no me parecían los mismos
tipos molestos que aparecen con un frigorífico cuando no se los espera.
-Supongo que el router no lo tiene en la cocina, claro –dijo el que
llevaba la voz cantante. El otro era más bien poco hablador.
-¿El router?, no, no, lo tengo en mi despacho, claro. Pero la señal wifi
llega a todos las habitaciones de la casa, también aquí.
-Estupendo, si me da la contraseña, le
configuro el frigorífico para que esté permanentemente conectado... ahora le
explico, déme la clave de su red.
La clave la tengo anotada en mi móvil, de modo que se
la di inmediatamente; estaba deseando ver qué maravillas hacía el frigorífico.
A los pocos minutos de manipular una pantalla táctil que había escamoteada en
la puerta, el operario me miró con satisfacción y la nevera emitió una serie de
sonidos electrónicos que me recordaron a R2D2 de la Guerra de las Galaxias.
-Listo. Ya tiene esta maravilla de la tecnología lista para hacerle la
vida infinitamente más fácil.
Elevé mi ceja izquierda por encima de la derecha, con
lo que pretendía indicar sorpresa, admiración, respeto, satisfacción y ganas de
que me ampliara la información. El hombre interpretó a la perfección el último
significado de mi expresivo gesto y tomó aire para explicarme hasta el último
detalle según señalaba la pantalla táctil.
-Mire, en esta pestaña en la que pone “existencias”, hace tap con el dedo y verá que se despliegan
tres “cajones”. En el primero usted introduce todos los alimentos que considere
imprescindibles, después, en el segundo enumera los menos importantes, y
finalmente en el tercero escribe los que son meros caprichos –en este punto me
miró guiñándome un ojo-. Para mí este es el apartado más importante –intentó
una risa que le quedó bastante artificial-. Y aquí al lado están los productos
congelados, aquí refrescos y aquí las marcas de cerveza que más le gustan por
orden de preferencia...
El otro operario, el callado, empezó a desenvolver un
paquete que captó toda mi atención y dejé de mirar la pantalla táctil. Su
compañero lo reprendió, quería seguir siendo él el único foco de mi interés.
-Espera, Braulio, luego vamos con eso –se volvió de nuevo hacia mí-. Y
ahora viene ya el último paso: aquí, donde pone proveedores, la nevera
seleccionará los que crea ella más convenientes en función de los productos que
usted ha introducido y la proximidad, pues también tiene un sistema de
geolocalización. Si usted no veta ninguna tienda, ella hará el pedido según su
criterio cada vez que observe que es necesario. La nevera está en constante
comunicación con sus proveedores de modo que sabe cuando hay una oferta o una
promoción de los productos que figuran el su lista o cualquier otra novedad de
interés –se detuvo un momento para estudiar mi reacción.
Yo estaba fascinado ante ese prodigio de la técnica y
al mismo tiempo, intrigado por el paquete que mantenía oculto Braulio.
-Con esta nevera usted no solo no volverá a hacer cola para comprar una
pechuga de pollo o esperar a que el carnicero pique carne para sus
hamburguesas, además ahorrará dinero, y miré –el operario cambió de pantalla y
pulsó una pestaña en la que ponía “gastos”- aquí puede ver en todo momento el
dinero que se le va cargando a su tarjeta de crédito, cuyos datos ha
introducido previamente –hizo una pausa para comprobar hasta qué punto sus
explicaciones estaban siendo entendidas-. ¿Qué le parece?
-¿Y eso? –señalé el paquete que tenía medio desenvuelto su compañero
Braulio.
-¿Esto?
El hombre de la nevera lo cogió y terminó de
desenvolverlo. Se trataba de una báscula de baño, con un diseño muy moderno y
una pantalla en la que aparecieron unos dígitos iluminados en verde en el
momento en que pulsó un botón.
-Esta es una báscula que usted pondrá en su dormitorio, o donde quiera,
pues la nevera se conecta con ella, hasta un radio de veinticinco metros.
Me miró con malicia al tiempo que me ponía una mano
sobre el hombro.
-Esta nevera va a ser además su médico de cabecera, no permitirá que
usted engorde ni medio gramo. Como detecte que está cogiendo sobrepeso, comprará
solo productos light, y sin azúcar, y si observa que aún con eso no es
suficiente, le pondrá a régimen, ¿cómo? –una sonrisa siniestra asomó a su cara-
sólo permitirá que se abra su puerta cuando ella considere oportuno hacerlo, y
créame, ni con una palanca podrá forzarla.
-No está mal –admití-. ¿Y no ha pensado nada para combatir el
colesterol? Yo es que lo tengo un poco alto.
El operario se sacó del bolsillo un paquete, aún con
la sonrisilla siniestra, del que extrajo una especie de pulsera.
-Naturalmente que sí. Si usted se pone
este brazalete ya sabe lo que le espera: pocos embutidos, nada de queso,
alimentos bajos en grasas saturadas... un asco de vida, por eso no se lo
recomiendo, pues esta nevera es excesivamente estricta con estas cosas.
Me quedé meditando durante un buen rato mientras
asentía con la cabeza en silencio y llegué a la conclusión de que efectivamente
no utilizaría la pulsera. Pero aún quedaba otro asunto pendiente.
-He de reconocer que la nevera es fantástica –dije-, solo hay una pega.
El operario me miraba sin abandonar la sonrisa que
pasó de ser siniestra a mostrar un exceso de suficiencia. Prefería la
siniestra.
-¿Qué pega, si puede saberse?
-Que se han confundido de casa –dije procurando ser lo más desagradable
posible-. Yo no he pedio ninguna nevera, ni siquiera sabía que existía algo
así, de modo que difícilmente he podido comprarla.
El operario acentuó aún más su sonrisa de
suficiencia, hasta el punto de que parecía que le costara trabajo no romper a
reír.
-Naturalmente que usted no ha comprado la nevera, es la nevera la que ha
decidido ser comprada por usted. Ella selecciona a sus dueños y debe
considerarse distinguido por ser uno de ellos.
El operario sacó unos papeles de una carpeta que puso
sobre la encimera de la cocina. Después me ofreció una pluma Mont Blanc de oro
y con un dedo me indicó dónde tenía que firmar.
-Firme aquí, haga el favor. Verá que es al contado pues la nevera sabe
que a usted no le gusta comprar a plazos.
Yo cogí la pluma obediente reconociendo que
efectivamente prefería comprar las cosas de un golpe. Firmé sin vacilar. El
operario se guardó el documento en el bolsillo de la chaqueta tras darme una
copia. Luego me tendió la mano dando por finalizada su visita.
-El cargo llegará a su banco dentro de veinte días o quizá un mes, pues
la nevera prefiere que usted esté completamente seguro de que la quiere antes
de quedarse definitivamente en su casa. Tiene todo ese tiempo para echarse para
atrás.
Braulio recogió los restos de los embalajes y se
dispuso a seguir a su jefe que ya estaba saliendo por la puerta.
-¡Un momento! –le grité antes de que terminara de desaparecer.
La cara sonriente del operario volvió a aparecer en
mi cocina.
-¿Sí? Dígame.
-No me ha dado un teléfono o una dirección para llamarle en caso de que
no quiera quedarme con la nevera.
-Ah, no se preocupe, no creo que tal cosa suceda, pero si ocurriera, ya
nos avisaría la propia nevera, usted no tiene que molestarse en hacer nada.
Buenas tardes.
El operario desapareció, la nevera emitió un tenue
“bip” y mi gato maulló reclamando mi presencia en el sofá. De momento hice caso
a mi gato, el tercer animal más inteligente de la casa. Lo que no estaba nada
claro era quién ocupaba el primer lugar.