sábado, 10 de noviembre de 2018

Hipoxias y canguros








La culpa, de tenerla alguien, es del canguro. Quizá tampoco sea justo hablar de culpa y mucho menos echársela a un canguro en concreto, en todo caso es de todos los canguros.
Cuando yo era pequeño tenía una deficiencia que ha continuado hasta estos días torturándome sin dureza pero con insistencia. Empezó como unas vegetaciones, o al menos eso dijo el pediatra, y continuó como una clara incapacidad para respirar correctamente por la nariz. Este inconveniente me ha obligado desde entonces a depender de un medicamento basado en el clorhidrato de oximetazolina, que como su propio nombre amenaza, crea adicción. Así he estado, enganchado a unas gotas que ni siquiera necesitan receta, toda mi vida para poder seguir presumiendo de tenerla. Y ahora viene lo del canguro. Bueno todavía no, pero nos estamos acercando.

Cuando los noventa años dejaron de ser una remota posibilidad para convertirse en una certeza, los cumplí hace ya tiempo, decidí que era hora de abandonar el vicio, si es que podía llamarse así, del clorhidrato de oximetazolina. Total, me dije, ¿qué puede pasar?, ¿qué me muera? Luego me reí por la pregunta. De modo, que cogí mis dos o tres dispensadores, desde los catorce años los he tenido a pares, y sin ninguna pena los tiré a la basura. Al apartado de vidrio, pues son de cristal y yo siempre he sido de los que reciclan, incluso lo sigo siendo a mi edad. Soy así, respiro mal, pero tengo conciencia ecológica.

Deshacerme de una droga que me ha acompañado durante casi ochenta años, hizo que me sintiera libre. Sí, muy libre, hasta que pasados veinte minutos mi organismo empezó a reclamarla. Entonces no me sentía libre, me sentía imbécil por haberme deshecho de ella, mi preciado clorhidrato de oximetazolina. La basura se la acababan de llevar, de modo que no podía escarbar en ella como me hubiera gustado. Empecé a agobiarme. Miré el reloj y a esas horas tendría que buscar una farmacia de guardia. Ni idea de donde estaba la más cercana. El esfuerzo que tenía  que hacer para llenar mis pulmones, cada vez era mayor y mayor mi desasosiego. Busqué mi teléfono móvil instintivamente sin tener muy claro en qué me podía ayudar, pero desde hace bastante tiempo tengo fe en él, una fe profunda que me lleva a creer que en su interior está la solución para cualquier problema que pueda surgir y que nada malo puede ocurrirnos si nuestros teléfonos están con nosotros. Amén.

Pero mi teléfono había desaparecido del bolsillo. El aire no llegaba hasta los rincones más profundos de mis pulmones, ni siquiera llenaba la mitad. Tenía las fosas nasales bloqueadas y por la boca me resultaba muy fatigoso respirar. Cada vez más fatigoso. Mi pecho subía y bajaba a un ritmo que no podría mantener mucho tiempo. Me apoyé en la encimera de la cocina sin saber qué hacer, boqueando como un pez fuera del agua. Pensé en gritar (si falla el teléfono hay que gritar), pero para poder hacerlo es necesario tener mucho aire en los pulmones y soltarlo con tal ímpetu que haga vibrar las cuerdas vocales, y como no era ese el caso, de mí apenas salió un tímido susurro que sonó a despedida.

Si no podía pedir socorro, no me quedaba más remedio que apañármelas por mí mismo. Tenía que salir a la calle, buscar una farmacia de guardia, quizá la más próxima se encontraba a varias manzanas de mi casa y yo cada vez tenía mayores dificultades para hacer que el aire pasara por mis narices. Era una lucha atroz. Me agachaba y al incorporarme aspiraba por la nariz con todas mis fuerzas produciendo un ruido desesperado, sonaba a oboe muerto. Apenas conseguía nada, entonces respiraba por la boca, pero al hacerlo me dolía la garganta y el caudal de aire también era insuficiente. ¿Cuánto tiempo podía resistir así?  Tenía que darme prisa en encontrar el vital clorhidrato de oximetazolina. Intenté correr, pero entre la artrosis, el dolor de espalda que por aquellos días me aparecía inexorablemente al anochecer,  y la falta de oxígeno, fui incapaz de iniciar siquiera la carrera. Aire, aire, necesitaba aire. Recordé la vez, hacía mucho tiempo, que tuve un cólico nefrítico. El dolor era tan insoportable que pensé seriamente en la idea de darme un buen cabezazo contra la pared para perder el conocimiento y así librarme del sufrimiento. Pues bien, esa misma idea, provocarme un desmayo por la vía de un porrazo certero en la  cabeza, también me pareció estupenda en aquellos momentos de asfixia. Pero me faltaban fuerzas. Me faltaba todo pues sin oxigeno no tenemos nada. La fragilidad de la vida queda de manifiesto en esa irrenunciable realidad. Bajo mi punto de vista, me parece exagerada la dependencia que tenemos los humanos del oxigeno; vale que lo necesitemos, pero de ahí a que no podamos permanecer sin respirar ni siquiera cinco minutos, es llevar las cosas a un extremo desastroso. No es cuestión de hacer comprobaciones, por supuesto, pero estoy convencido de que somos el animal con mayor facilidad para la hipoxia, por eso se producen tantos accidentes cerebrales, ictus y cosas así.

Ahora podía explicar lo del canguro, pero antes quiero terminar con esto: hay un tipo de foca que puede estar hasta 90 minutos bajo el agua persiguiendo a esquivos peces que le hacen nadar a toda velocidad. Envidiable, pero sin ir a este extremo, cualquier nutria en mi situación, podría llegar despreocupadamente a una farmacia de guardia conteniendo la respiración y pensando en sus cosas. ¿Qué nos pasa a los humanos? ¿Dónde está nuestra pretendida superioridad?

Todo esto lo estoy pensando ahora, en aquellos momentos no podía pensar en nada. El oxigeno no llegaba a mi cerebro, y el muy cabrito me lo hacía saber sometiéndome a una insoportable tortura. Aire, aire, consigue aire como sea, me gritaba, y para dejar clara su exigencia, agitaba todos los músculos implicados en la tarea de conseguirlo. Al principio los movimientos eran enérgicos, terribles convulsiones, manos crispadas tratando de agarrarse a algo invisible, probablemente la misma vida; rostro desencajado, la boca abierta como el Orco de Bomarzo..., hasta que poco a poco, las sacudidas fueron desapareciendo. El cerebro se rendía en vista de que con sus avisos no conseguía nada. Caí de rodillas sobre el cemento de la acera. Ni noté el dolor al romperme ambas rótulas. En realidad no notaba nada, salvo la extraña sensación de estar muerto, pero lo cierto es que no lo estaba. Seguía pensando con claridad y me sorprendió observar que repentinamente había desaparecido mi ansiedad por conseguir oxígeno. Me miré las manos, no temblaban ni trataban de asirse a nada. Me las llevé a la cara, me pincé la nariz con la izquierda, como cuando me tiraba a la piscina desde el borde, y descubrí que no me producía ningún efecto. Así, con la nariz tapada, y la boca completamente cerrada, estuve hasta que aburrido liberé mi nariz. Había estado más de un minuto sin que entrara nada de  aire a mis pulmones y, lo más sorprendente, sin necesitarlo. No respiraba y me encontraba estupendamente. Estupendamente hasta que decidí ponerme en pie, entonces un terrible dolor en las rodillas  me recordó por qué estaba en esa posición tirado en la acera. No me podía mover, ¡pero podía respirar! Mejor dicho, podía vivir sin respirar. A pesar del dolor agudo en ambas piernas me encontraba feliz, era el hombre más feliz de la tierra, y desde luego el más libre. No sé cuanto tiempo permanecí en la acera de rodillas, supongo que bastante, la falta de solidaridad en las grandes ciudades se hace evidente en estas circunstancias. Finalmente fui rescatado por dos jóvenes que pasaban por allí, lo que me reconcilió con el género humano más reciente, y acabé en un hospital donde me atendieron las dos rodillas rotas. Nadie se dio cuenta de que no respiraba, de lo cual me alegré muchísimo pues es fácil suponer los problemas que hubiera tenido si algún médico hubiera observado que su paciente llevaba toda la tarde sin respirar. Afortunadamente ese detalle pasó desapercibido.
Salí del hospital a los pocos días curado y feliz. Llegué a mi casa, encontré el teléfono móvil y lo tiré a la basura. Desde entonces vivo perfectamente, hago mi vida normal y no respiro lo que se dice nada. Cero, nada de aire pasa a mis pulmones, ni por la nariz ni por la boca y que yo sepa no existe ninguna otra forma de acceder a ellos, por lo que se puede afirmar categóricamente que no necesito respirar para estar vivo. Estoy en condiciones de asegurar que la felicidad suprema consiste precisamente en eso, en no tener que respirar.  Una maravilla. Lo mejor de todo es que como no sufren el proceso de oxidación, mis células no envejecen, aunque cuando me pasó esto ya se encontraban bastante envejecidas. Y así estoy, acabo de cumplir ciento ochenta y tres años y me encuentro como si solo tuviera noventa y tres.

El único síntoma que tengo de mi avanzada edad es que de vez en cuando se me olvida alguna cosa. Supongo que es comprensible pero resulta bastante irritante. Canguro, canguro... ¿qué pasaba con el canguro? ¡Maldita sea!



















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