sábado, 20 de noviembre de 2021

Teléfono fijo llamando a ninguna parte





Desde que el Ayuntamiento de Alcobendas me cobró una animalada de dinero en plusvalías, que luego el TC ha declarado  ilegal el cobro, que es tanto como decir que se trataba de un robo, visito bastante sus dependencias aunque sólo sea para gastar las baldosas, que en parte me pertenecen. Pues bien, el otro día, en una de mis rutinarias visitas que hago desesperanzado, me preguntaron si tenía teléfono fijo. Por un momento, he de confesar que dudé, luego hice memoria y finalmente negué convencido de que en mi nueva casa no existe tal pieza arqueológica. 

Sin embargo sí tengo un barómetro, que además lleva un higrómetro que no he consultado en mi vida, y un termómetro que es lo fácil. El funcionario del ayuntamiento tenía que haberme preguntado por mi barómetro en lugar del teléfono.

Al cabo de tres días, buscando un libro que el muy ladino se había dado a la fuga aprovechando cierto desorden, me percaté de que en una mesita baja, soberbio, desafiante, sin rastro de pesadumbre, estaba el teléfono fijo. Me acerqué con cierta cautela, uno nunca sabe cómo pueden reaccionar los teléfonos que se dan por perdidos, y me puse el auricular en la oreja. Me llevé una sorpresa al escuchar nítidamente el inconfundible tono de espera. Es decir que funcionaba. Lo miré como se mira a un paragüero, con cierta lástima porque sabemos que sus días ya pasaron, sin embargo, cómo ya he dicho, nada parecía indicar en la expresión del teléfono que él se sintiera inútil. Eso  es amor propio, o resiliencia que mola más.

Si en ese momento hubiera entrado una llamada, me habría llevado un susto de muerte, como en la última escena de la película Carrie, de Brian de Palma, cuando todo el mundo la daba ya por terminada y de repente surge de la tierra una mano crispada.


Por cierto, ¿cómo sonará? Si supiera el número me llamaba con el móvil.

Miro a mi teléfono fijo, y precisamente por su actitud altiva que parece que no le hubiera pasado nada, ni el tiempo, no puedo evitar verlo como si fuera un teléfono disecado. Está como esas rapaces que antes se veían en ciertas casas, sobre todo en los medios rurales, disecada, representando un momento de épico vigor, a veces con un conejo entre sus garras. El conejo podría ser el contestador automático, inseparable compañero en los últimos coletazos de ese teléfono que ya es historia. 

Lo primero que hacíamos nada más entrar en casa, era rebobinar la cassette para escuchar los mensajes que casi siempre decepcionaban porque llegaban demasiado tarde. El contestador automático era un símbolo de modernidad y no tenerlo era estar anclado en el pasado, tanto como tenerlo ahora. Hoy día ya nadie lo usa  ni en los móviles. Sí, el famoso buzón de voz también es parte del pasado. Es el fin de los buzones, de todos, incluyendo los que había en los portales con nuestros nombres bien rotulados, a veces con Dymo para mayor fuste. 

Muchas mañanas veo a los funcionarios de correos dando vueltas por la calle simulando que tienen mucho trabajo, pero sé que sus enormes carteras están vacías o con recortes de periódico para que parezca que llevan mucho peso.

Por cierto, tengo que fijarme a ver si en mi nueva casa tengo un buzón de esos. Me consta que tengo el grabador de cintas Dymo por alguna parte.



Leoncio López Álvarez

domingo, 14 de noviembre de 2021

Un mal momento



Escucho las noticias y es como si escuchara los delirios de un psicópata. Dan miedo. 

Que conste que no tengo nada contra el miedo siempre que se trate de un miedo sano, bien medido, no paralizante sino estimulante, ese miedo que nos viene muy bien para salvar la vida cuando se presenta una amenaza. Si no hay amenazas a la vista, no necesitamos el miedo para seguir coleando, quizá por eso el miedo ha sido de toda la vida cosa de pobres. ¿Pero ahora? Ahora  las amenazas están dirigidas a todos, nadie puede sentirse a salvo.

Por lo que me estoy enterando, el coronavirus vuelve a infectarnos a base de bien y los negacionistas siguen sin enterarse; el planeta se está yendo a la mierda envuelto en contradicciones y mientras las sequías asolan países, las inundaciones destrozan pueblos enteros.  Bielorrusia va a cortar el gaseoducto, Argelia parece que también, los chinos controlan todo el tráfico marítimo, y por controlar también controlan lo que no es el tráfico marítimo. Las materias primas escasean, las tierras raras están en poder de los chinos que controlan el tráfico marítimo y también lo que no es el tráfico marítimo. La selva amazónica arde y Bolsonaro se muere de risa como Nerón, pero en lugar de mirar las llamas tocando la lira, las mira tocándose las narices. El polo norte se descongela y el Mar de los Sargazos ahora es una inmensa isla de mierda; la bolsa se hunde mientras los bitcoins que ni producen ni hacen nada práctico, suben a ritmo de ataque epiléptico. Se nombran jueces con más méritos para ser juzgados que para juzgar, y a todo el mundo le parece bien incluso a los que les parece mal; los paraísos fiscales siguen siendo paraísos pero nadie los fiscaliza. La sanidad pública cada vez muestra peores síntomas, de ésta se nos muere fijo, y cada vez hay más gente en el súper al que yo voy. Esto último es lo que peor llevo.

En medio de esta debacle, vino el otro día un amigo mío para contarme que su mujer le había dejado. Pues mira, le dije, me alegro. Me miró perplejo, con el labio inferior temblando como preludio al llanto purificador. 

Los problemas personales siguen siendo personales y los generales también son personales, de modo que todo son problemas.

Hay que relativizar, le dije a mi amigo al que su mujer le acababa de abandonar. Mis palabras no fueron suficientemente convincentes porque él siguió como a punto de soltar una lágrima. Le di unas  palmaditas en la espalda y ahí se me desmoronó. Qué manera de llorar.

Llevo varios días que no oigo nada por el oído izquierdo, es un virus según me ha dicho el otorrino. Todo son virus últimamente, se lo diré a mi amigo. Lo que tenia que haber hecho era aislar a su mujer, quizá así aún seguirían juntos; lo ha abandonado por culpa de un virus, estoy seguro. 

También puede ser porque mi amigo es un infeliz y la manera más completa de infelicidad es que te abandonen. Yo creo que es infeliz por vocación y aunque no existieran los virus, su mujer lo habría abandonado.  Le están pasando cosas así constantemente.

Podríamos decir que su vida, como la de todos, está hecha a base de Momentos de inadvertida infelicidad. Este es el título de un libro de Francesco Piccolo, perturbador pero que da muchas pistas sobre nuestras vidas, por eso es perturbador.

Como ejemplo de esos momentos, Piccolo cita, "cuando te dicen que podías haberte vestido mejor y tú ya te habías vestido mejor". No hay nada tan desolador, y a partir de ahí todo lo que se te ocurra.

Hoy me he levantado optimista, así da gusto.


Leoncio López Álvarez

viernes, 5 de noviembre de 2021

El cuento de empezar y nunca acabar

 




Noto que me estoy haciendo mayor, incluso muy mayor, porque me da por pensar en lo que ha pasado en lugar de pensar en lo que va a pasar. También es por comodidad, pues pensar en el pasado es como leer, mientras que pensar en el futuro es como escribir, que cuesta mucho más trabajo. El hecho de que sea por comodidad refuerza que me estoy haciendo mayor, incluso muy mayor; ya sabemos que las personas mayores tienden a realizar el mínimo esfuerzo, como si quisieran ahorrar energías y tanto ahorran que terminan por no consumir ninguna y es cuando mueren. Aunque nadie lo diría, esto está muy relacionado con el segundo principio de la termodinámica, pero sí: si no hay aumento de entropía te mueres, así de claro.

Cada cual al mirar al pasado ve distintas cosas, y más vale que vea muchas porque si ve pocas,  significa que ha tenido una vida de mierda. Curiosamente, al echar la mirada hacia atrás, llaman más la atención las cosas que no se han hecho que las que sí. La incompletitud sobresale clamorosamente en nuestras vidas como un personaje mutilado en dura batalla.

En el taller de escultura de un gran amigo mío, me quedé embelesado contemplando los moldes de cera, atravesados por extraños hierros, que anteceden a la fase de la fundición del bronce para llenar el vaciado de esos moldes. Esas figuras me parecían unos objetos maravillosos con mucho más misterio que la escultura totalmente terminada; contenían incertidumbre, mucho más emocionante que la certeza que siempre acompaña a la culminación.

Hay especialistas en empezar muchas cosas y dejarlas a mitad en un constante coitus interruptusSon personas que ante un reto, les excita más aceptarlo que ganarlo, lo que en cierto modo me parece mucho más admirable. Ya lo dije en otra ocasión en La tertulia perezosa, hay algo en las personas tenaces que me produce pánico, y puse como ejemplo a Hitler. Lo bueno que tiene Hitler es que es un estupendo ejemplo para todas las cosas malas que se nos ocurran.

Comprendo perfectamente a estos amantes de lo inacabado, porque es lo mismo que decir amantes de acumular el mayor número posible de experiencias; si culmináramos todas, tendríamos que vivir cinco veces lo que vivimos y ya sabemos que eso no es posible. 

Hay muchas cosas que el mejor final que pueden tener es que no se acaben nunca. Sin ir más lejos, un bolero, y yendo más lejos, un viaje sin última parada. Recuerdo el efecto que me producía cuando iba a no sé dónde en un tren de cercanías, escuchar por megafonía fin de trayecto. Es una expresión que tiene algo de terrorífico, es mucho mejor oír, próxima parada Robledillo, dónde va a ir a parar.

Álvaro Pombo cuando recibió el Premio Planeta por su novela La fortuna de Martina Turpin, en una entrevista declaró: "no temo a la crítica porque he escrito mi mejor novela". Demasiado definitivo. Para un escritor joven decir eso tiene que ser terrible, y aunque Pombo ya contaba con 69 tacos Myrga en sus espaldas, sabemos que cualquier escritor imperecedero es joven tenga la edad que tenga. Esa es una buena razón para hacerse escritor imperecedero. 

Si un día me decido jamás empezaré a escribir mi mejor novela. Aunque gane el Premio Planeta.



Leoncio López Álvarez