Desde que el Ayuntamiento de Alcobendas me cobró una animalada de dinero en plusvalías, que luego el TC ha declarado ilegal el cobro, que es tanto como decir que se trataba de un robo, visito bastante sus dependencias aunque sólo sea para gastar las baldosas, que en parte me pertenecen. Pues bien, el otro día, en una de mis rutinarias visitas que hago desesperanzado, me preguntaron si tenía teléfono fijo. Por un momento, he de confesar que dudé, luego hice memoria y finalmente negué convencido de que en mi nueva casa no existe tal pieza arqueológica.
Sin embargo sí tengo un barómetro, que además lleva un higrómetro que no he consultado en mi vida, y un termómetro que es lo fácil. El funcionario del ayuntamiento tenía que haberme preguntado por mi barómetro en lugar del teléfono.
Al cabo de tres días, buscando un libro que el muy ladino se había dado a la fuga aprovechando cierto desorden, me percaté de que en una mesita baja, soberbio, desafiante, sin rastro de pesadumbre, estaba el teléfono fijo. Me acerqué con cierta cautela, uno nunca sabe cómo pueden reaccionar los teléfonos que se dan por perdidos, y me puse el auricular en la oreja. Me llevé una sorpresa al escuchar nítidamente el inconfundible tono de espera. Es decir que funcionaba. Lo miré como se mira a un paragüero, con cierta lástima porque sabemos que sus días ya pasaron, sin embargo, cómo ya he dicho, nada parecía indicar en la expresión del teléfono que él se sintiera inútil. Eso es amor propio, o resiliencia que mola más.
Si en ese momento hubiera entrado una llamada, me habría llevado un susto de muerte, como en la última escena de la película Carrie, de Brian de Palma, cuando todo el mundo la daba ya por terminada y de repente surge de la tierra una mano crispada.
Por cierto, ¿cómo sonará? Si supiera el número me llamaba con el móvil.
Miro a mi teléfono fijo, y precisamente por su actitud altiva que parece que no le hubiera pasado nada, ni el tiempo, no puedo evitar verlo como si fuera un teléfono disecado. Está como esas rapaces que antes se veían en ciertas casas, sobre todo en los medios rurales, disecada, representando un momento de épico vigor, a veces con un conejo entre sus garras. El conejo podría ser el contestador automático, inseparable compañero en los últimos coletazos de ese teléfono que ya es historia.
Lo primero que hacíamos nada más entrar en casa, era rebobinar la cassette para escuchar los mensajes que casi siempre decepcionaban porque llegaban demasiado tarde. El contestador automático era un símbolo de modernidad y no tenerlo era estar anclado en el pasado, tanto como tenerlo ahora. Hoy día ya nadie lo usa ni en los móviles. Sí, el famoso buzón de voz también es parte del pasado. Es el fin de los buzones, de todos, incluyendo los que había en los portales con nuestros nombres bien rotulados, a veces con Dymo para mayor fuste.
Muchas mañanas veo a los funcionarios de correos dando vueltas por la calle simulando que tienen mucho trabajo, pero sé que sus enormes carteras están vacías o con recortes de periódico para que parezca que llevan mucho peso.
Por cierto, tengo que fijarme a ver si en mi nueva casa tengo un buzón de esos. Me consta que tengo el grabador de cintas Dymo por alguna parte.