Estamos en la época del año en que todos nos
convertimos, hasta los más reacios a convertirse, en mantenedores de una vieja
tradición; quizá la más extendida y de mayor duración de nuestra historia.
Algunos miran con desdén toda la parafernalia propia de las fechas, elevan una
ceja, arrugan la nariz y se sienten superiores a los demás por creerse ajenos
a esta tradición. Ja.
No nos engañemos, a los humanos nos gusta la
repetición, y una tradición no deja de ser la repetición cíclica de un lejano
rito que pareció divertido o útil en su momento. Yo creo que de la misma forma
que nadie puede renunciar a tener una mente simbólica, todos en mayor o menor
medida, tenemos alguna tradición con la que nos encontramos felices. A lo mejor
sin darnos cuenta. Ningún miembro de nuestra especie puede evitarlo, va en nuestra
naturaleza. Forma parte del legado genético desde la noche de los tiempos.
Quizá, la tradición se inventó para salvarnos de una muerte en masa o al menos
para disminuir las probabilidades de que ocurriera... no sé, todo lo que afecta
a la naturaleza, tiene un origen en la supervivencia.
Pero volvamos a la tradición de celebrar el solsticio
de invierno, celebración que en cada momento de la historia, y lugar del mundo,
ha recibido diferente denominación. Ahora lo llamamos Navidad. Pues vale. He de
reconocer que tal como está, a mí sí me gusta la Navidad, o al menos un gran
porcentaje de las cosas que hacemos en la Navidad. Otras cosas no las soporto,
como es lógico, pero me ocurriría lo mismo si consistiera en ponernos todos una
máscara de barro a bailar alrededor de un árbol.
Cada uno tiene su vieja tradición. La mía es ir a la
Plaza Mayor a ver todos los puestos que cada año se reúnen allí vendiendo
exactamente las mismas cosas. ¿Aburrido? No, si te gusta, y a mí me gusta.
Quizá porque me trasladan a cuando era niño y me llevaba mi madre, o mi tía, o las dos... qué sé yo. Quizá
porque allí, tal como me decía mi amigo César en un artiblog muy parecido que
escribí el año pasado, porque es la ocasión propicia para recuperar la magia
que el tiempo se empeña en llevarse, y de echar a patadas al viejo reseco y
malhumorado que también el tiempo se empeña en poner en su lugar. Lo cierto es que cuando termino de recorrer la Plaza Mayor me siento distinto, si no es feliz, es algo muy próximo, y eso ya es un buen motivo para repetir cada año la visita. Es decir, pera seguir con mi vieja tradición.
¡Ah, y por supuesto me gusta, porque me encuentro con
mis grandes amigos los cerdos! ¡Mi figurita preferida del belén!
El día y la noche, el sueño y la vigilia, el transcurrir de las estaciones, la vida y la muerte, la menstruación, las fases de la luna, el ir y venir de las aves, el firmamento... Vivimos en un mundo cíclico y nuestras mentes se han adaptado a él. Por eso adoramos las repeticiones, porque nos sincronizan con el mundo, y por eso celebramos algunas. Igual que a ti, me gusta el solsticio, me gusta la Navidad, y también tengo una tradición. Tú vas a la Plaza Mayor, y yo voy a la Plaza de los Chisperos, a la iglesia del Perpetuo Socorro y alrededores. Vamos a distintos lugares, pero con el mismo objetivo: buscar a niños perdidos. ¿Y sabes qué? Los encontramos.
ResponderEliminarpor eso lo seguimos haciendo, porque nuestra búsqueda encuentra lo perdido (aunque solo sea por breves momentos).
ResponderEliminarespero Joaquín que sea un llanto de alegría (no de alergia) ;-))
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