Estaba perdido. La niebla no necesitaba ningún
resquicio para llegar a dónde quisiera y se metía hasta el mismo tuétano de los
huesos. Un dolor frío y húmedo daba fe de su presencia. Olía a leña, que es un
olor muy diferente al de la madera aunque estén hechas de la misma sustancia,
leña quemada en alguna chimenea, y ésa era la única señal de vida que podía
encontrar. El sonido de mis pisadas delataban los innumerables charcos que
habían dejado las últimas lluvias.
Así andaba yo, dentro de ese panorama tan poco
acogedor, por un pueblo desconocido al que no sabía exactamente cómo había
llegado. El campaneo inconfundible de la iglesia anunciaba las once de la
noche, que era tanto como anunciar que no encontraría ningún lugar abierto
donde tomarme un café caliente, y sobre todo, preguntar dónde estaba. Esa
pregunta siempre es difícil formular sin parecer idiota: “perdone, ¿podría
decirme dónde estoy?”. No, no se queda muy bien con esa forma de empezar una
conversación.
El último recuerdo nítido que tenía de antes de
quedarme sin gasolina, era una carretera estrecha, sin curvas y flanqueada por
dos filas de árboles, gruesos pero sin hojas, tan solo el esqueleto, con una
franja ancha pintada de blanco en la mitad del tronco. En algún momento, la
pintura fue fosforescente. Las cunetas estaban comidas por la maleza y el
pavimento bacheado, reasfaltado, y más bacheado. Un asco de carretera, pero más
asco es cuando de repente desaparece, y se convierte en un polvoriento camino
de cabras, y por si eso fuera poco, muchísimo más asco cuando además el motor
se para reclamando una gasolina que ya no le llega. Joder, pero si quince
minutos antes iba yo a toda velocidad, con el depósito lleno, por la autovía
que va a Oviedo. ¿En qué momento me desvié para meterme por esa mierda de carretera? ¡Seguro que hice
caso al Tomtom sin darme cuenta! Siempre me pasa lo mismo, cuando obedezco a lo
que me dice, acabo perdido en sitios remotos, pero lo novedoso en esta ocasión
es que además, me había quedado sin gasolina habiendo repostado no hacía más de
sesenta kilómetros. No puedo culpar de eso al Tomtom.
Y ahora aquí estoy, con una lata en la mano buscando
una gasolinera, aterido de frío y en un pueblo que parece abandonado. Mi coche
está, espero, en un sembrado a unos tres kilómetros del pueblo. He llegado
hasta aquí guiado por las luces macilentas pero inconfundibles de sus casas. De
gasolinera, ni rastro. Pero alguna tiene que haber, digo yo que las personas
que habitan este pueblo en algún sitio pondrán gasolina o gasoil o lo que sea
que usen los tractores.
Es curioso porque he dejado de andar pero sigo
escuchando unas pisadas. Parecen las mías, pero no puede ser, porque yo estoy
parado. Agudizo el oído y las pisadas continúan. Están justo debajo de mí,
supongo que las oigo tan cercanas porque la calle estrecha, cerrada, con las
casas de piedra y el suelo empapado, funciona como el tubo de un órgano,
proyectando el sonido que se produce a mucha distancia. Una sombra surge en la
fachada de la casa que hay antes de entrar en la plaza. La sombra avanza por la pared como un animal reptante
y a los pocos segundos se hace visible el cuerpo que la produce. Camina
despacio, como si no supiera qué camino tomar. Yo me apresuro a llegar hasta
él, puede ser mi salvación, no puedo permitir que se me escape. Seguro que sabe
dónde encontrar una maldita gasolinera, estoy deseando marcharme de este pueblo
cuanto antes. Según me acerco al hombre, mi esperanza se va esfumando... no
puede ser... eso que lleva... parece... Finalmente lo alcanzo, estamos uno al
lado del otro. El hombre que me he encontrado me mira a los ojos
desesperanzado, incluso con temor, después de haber visto en mi mano un bidón
de gasolina exactamente igual que el que lleva él. De plástico rojo, con una
especie de minimanguera en el tapón y completamente vacío. Inconfundible. Nos
señalamos en silencio. Cada uno apunta con un dedo morado por el frío la lata
de gasolina que lleva el otro. Un perro ladra rabioso en algún lugar cercano y
sus ladridos consiguen que se forme un nudo en la garganta de quien los escucha. Al menos en la mía, el nudo ya me
impide hablar, y parece ser que lo mismo le pasa a mi compañero de infortunios.
Pasado un tiempo nada prudencial, conseguimos articular palabra, y casi al
unísono nos preguntamos si hemos visto una gasolinera, o al menos a alguien del
pueblo que pueda darnos información.
-¿A dónde ibas cuando te has quedado sin gasolina? –Pregunto temiendo la
respuesta.
-A Oviedo, carallo, pero no sé que pasó... la niebla, había un tramo con
niebla y después me vi en esta carretera –señala hacia
detrás de mí -¿Y tú?
-Pues lo mismo, exactamente.... ¡un momento, mira allí!
Mi compañero gira con rapidez la cabeza, y por su
reacción, ve exactamente lo mismo que yo.
-¡Un paisano, allí hay un paisanico!, vamos corriendo a ver qué nos
dice.
Su entusiasmo se enfría al ver que no me muevo y que
mi expresión, que también era de alegría, ha cambiado a otra de desolación.
-¡Pero vamos, no te quedes ahí! ¿Pero qué te pasa? –me dice tirando de
mi manga.
-Mira qué lleva ese hombre en la mano –le digo lacónico.
No se había fijado que aquel paisano llevaba otro
bidón de gasolina idéntico a los nuestros.
-¡La madre de Deu, está como nosotros!
-Perdido y sin tener ni la menor idea de qué narices está pasando ni
cómo ha llegado hasta aquí, sí.
El hombre a lo lejos, nos ve, y apresuradamente viene
a nuestro encuentro. Su paso, poco a poco, se va ralentizando, según se da
cuenta de que nosotros estamos exactamente en la misma situación que él. Al
llegar a donde estamos, sin dejar de mirar nuestros bidones de gasolina,
intenta decir algo pero apenas puede hablar. El nudo en la garganta, a él
también se le ha formado.
-Sí, sí –me adelanto yo a explicar-, ibas hacia Oviedo, pasaste un banco
de niebla y de repente.. ¡plof! te quedas sin gasolina y apareces en este
pueblo que ya podemos empezar a llamar, pueblo fantasma.
El perro de antes vuelve a ladrar, o quizá nunca dejó
de hacerlo, pero ahora sus ladridos los escucho más cercanos y amenazantes.
-¿Fantasma?, ¿Por qué dices eso carallo? No me asustes, ¿eh? que las
meigas existen.
-Las meigas no sé si existen, pero digo pueblo fantasma por eso.
Señalo con el pitorro de mi bidón de gasolina hacia
un punto en el suelo situado a unos cinco metros. Mis dos compañeros dirigen
sus miradas hacia el lugar indicado y al mismo tiempo gritan de terror. Yo me
acerco lentamente, me agacho, compruebo que no me he equivocado, y con un gesto
de repugnancia que no puedo evitar, me incorporo y de un puntapié, lanzo la
mano humana que estaba sobre el suelo a más distancia de la que yo me creía capaz.
-¡Pero eso era...! ¡Era...!
-Sí –respondo con una frialdad que incluso a mí me sorprende-, eso era
una mano, exactamente la derecha.
Empiezo a caminar por la calle hacia la plaza y al
poco rato escucho las pisadas de mis dos compañeros que me alcanzan
apresuradamente.
-¿Qué vamos a hacer? –oigo a mi derecha.
-Mi teléfono móvil está sin batería –me entra por el oído izquierdo.
-Pues ahí hay un pie –digo yo señalando lo que claramente es un zapato
con un trozo de pierna saliendo de él.
De nuevo los gritos de mis compañeros llenan la
noche. Del perro ya ni rastro, se ha debido de cansar de ladrar. En su lugar,
escuchamos el arranque de un motor, un motor de gasolina de muy poca
cilindrada, con el petardeo irritante del escape libre. Prrrrrrrrrrrrrr. Sin
ninguna duda se trata de una sierra mecánica.
-¡A la mierda! ¡Joder, es que no hay manera!
Los tres personajes están inmóviles, como estatuas de
granito en mitad de una calle larga de un pueblo frío y fantasmagórico. Todo se
ha detenido. De la plaza solo se ve la primera casa, las otras no existen.
Tampoco existe la iglesia aunque sabemos que su campanario sí. La carretera
flanqueada por árboles marcados con una franja de pintura blanca, está mucho
más arriba. No hay ningún perro. Hemos escuchado ladrar a uno, sí, pero no
tenemos ni idea de si es negro, gordo, de caza o galgo, aunque a juzgar por sus
ladridos debe ser bastante grande.
-¡Estoy hasta las pelotas, joder!
Todo deja de existir, ya no están ni los tres
personajes petrificados, ni la casa al final de la calle, ni manos ni pies saliendo
de zapatos ni nada. No hay nada. Sólo la pantalla del ordenador con su paisaje aburrido
del High Sierra, el sistema operativo de mi Mac.
-¡Esto es un cuento de terror, joder, me está saliendo un puto cuento de
terror!
Antes de apagar cabreado el ordenador, me prometo que
este año será la última vez que intente escribir un cuento de Navidad.
¡Jajajajaja...! Genial. Fuerte abrazo, Tito.
ResponderEliminarGracias Francisco, abrazo y a ver si nos vemos un día.
ResponderEliminarComentarios como el tuyo me animan a seguir escribiendo. Un abrazo y gracias Joaquín.
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