sábado, 22 de diciembre de 2018

Navidad, dulce Navidad









Estaba perdido. La niebla no necesitaba ningún resquicio para llegar a dónde quisiera y se metía hasta el mismo tuétano de los huesos. Un dolor frío y húmedo daba fe de su presencia. Olía a leña, que es un olor muy diferente al de la madera aunque estén hechas de la misma sustancia, leña quemada en alguna chimenea, y ésa era la única señal de vida que podía encontrar. El sonido de mis pisadas delataban los innumerables charcos que habían dejado las últimas lluvias.
Así andaba yo, dentro de ese panorama tan poco acogedor, por un pueblo desconocido al que no sabía exactamente cómo había llegado. El campaneo inconfundible de la iglesia anunciaba las once de la noche, que era tanto como anunciar que no encontraría ningún lugar abierto donde tomarme un café caliente, y sobre todo, preguntar dónde estaba. Esa pregunta siempre es difícil formular sin parecer idiota: “perdone, ¿podría decirme dónde estoy?”. No, no se queda muy bien con esa forma de empezar una conversación.

El último recuerdo nítido que tenía de antes de quedarme sin gasolina, era una carretera estrecha, sin curvas y flanqueada por dos filas de árboles, gruesos pero sin hojas, tan solo el esqueleto, con una franja ancha pintada de blanco en la mitad del tronco. En algún momento, la pintura fue fosforescente. Las cunetas estaban comidas por la maleza y el pavimento bacheado, reasfaltado, y más bacheado. Un asco de carretera, pero más asco es cuando de repente desaparece, y se convierte en un polvoriento camino de cabras, y por si eso fuera poco, muchísimo más asco cuando además el motor se para reclamando una gasolina que ya no le llega. Joder, pero si quince minutos antes iba yo a toda velocidad, con el depósito lleno, por la autovía que va a Oviedo. ¿En qué momento me desvié  para meterme por esa mierda de carretera? ¡Seguro que hice caso al Tomtom sin darme cuenta! Siempre me pasa lo mismo, cuando obedezco a lo que me dice, acabo perdido en sitios remotos, pero lo novedoso en esta ocasión es que además, me había quedado sin gasolina habiendo repostado no hacía más de sesenta kilómetros. No puedo culpar de eso al Tomtom.

Y ahora aquí estoy, con una lata en la mano buscando una gasolinera, aterido de frío y en un pueblo que parece abandonado. Mi coche está, espero, en un sembrado a unos tres kilómetros del pueblo. He llegado hasta aquí guiado por las luces macilentas pero inconfundibles de sus casas. De gasolinera, ni rastro. Pero alguna tiene que haber, digo yo que las personas que habitan este pueblo en algún sitio pondrán gasolina o gasoil o lo que sea que usen los tractores.

Es curioso porque he dejado de andar pero sigo escuchando unas pisadas. Parecen las mías, pero no puede ser, porque yo estoy parado. Agudizo el oído y las pisadas continúan. Están justo debajo de mí, supongo que las oigo tan cercanas porque la calle estrecha, cerrada, con las casas de piedra y el suelo empapado, funciona como el tubo de un órgano, proyectando el sonido que se produce a mucha distancia. Una sombra surge en la fachada de la casa que hay antes de entrar en la plaza. La sombra avanza por la pared como un animal reptante y a los pocos segundos se hace visible el cuerpo que la produce. Camina despacio, como si no supiera qué camino tomar. Yo me apresuro a llegar hasta él, puede ser mi salvación, no puedo permitir que se me escape. Seguro que sabe dónde encontrar una maldita gasolinera, estoy deseando marcharme de este pueblo cuanto antes. Según me acerco al hombre, mi esperanza se va esfumando... no puede ser... eso que lleva... parece... Finalmente lo alcanzo, estamos uno al lado del otro. El hombre que me he encontrado me mira a los ojos desesperanzado, incluso con temor, después de haber visto en mi mano un bidón de gasolina exactamente igual que el que lleva él. De plástico rojo, con una especie de minimanguera en el tapón y completamente vacío. Inconfundible. Nos señalamos en silencio. Cada uno apunta con un dedo morado por el frío la lata de gasolina que lleva el otro. Un perro ladra rabioso en algún lugar cercano y sus ladridos consiguen que se forme un nudo en la garganta de quien los escucha.  Al menos en la mía, el nudo ya me impide hablar, y parece ser que lo mismo le pasa a mi compañero de infortunios. Pasado un tiempo nada prudencial, conseguimos articular palabra, y casi al unísono nos preguntamos si hemos visto una gasolinera, o al menos a alguien del pueblo que pueda darnos información.
    -¿A dónde ibas cuando te has quedado sin gasolina? –Pregunto temiendo la respuesta.
    -A Oviedo, carallo, pero no sé que pasó... la niebla, había un tramo con niebla  y después  me vi en esta carretera –señala hacia detrás de mí -¿Y tú?
    -Pues lo mismo, exactamente.... ¡un momento, mira allí!
Mi compañero gira con rapidez la cabeza, y por su reacción, ve exactamente lo mismo que yo.
    -¡Un paisano, allí hay un paisanico!, vamos corriendo a ver qué nos dice.
Su entusiasmo se enfría al ver que no me muevo y que mi expresión, que también era de alegría, ha cambiado a otra de desolación.
    -¡Pero vamos, no te quedes ahí! ¿Pero qué te pasa? –me dice tirando de mi manga.
    -Mira qué lleva ese hombre en la mano –le digo lacónico.
No se había fijado que aquel paisano llevaba otro bidón de gasolina idéntico a los nuestros.
    -¡La madre de Deu, está como nosotros!
    -Perdido y sin tener ni la menor idea de qué narices está pasando ni cómo ha llegado hasta aquí, sí.
El hombre a lo lejos, nos ve, y apresuradamente viene a nuestro encuentro. Su paso, poco a poco, se va ralentizando, según se da cuenta de que nosotros estamos exactamente en la misma situación que él. Al llegar a donde estamos, sin dejar de mirar nuestros bidones de gasolina, intenta decir algo pero apenas puede hablar. El nudo en la garganta, a él también se le ha formado.
    -Sí, sí –me adelanto yo a explicar-, ibas hacia Oviedo, pasaste un banco de niebla y de repente.. ¡plof! te quedas sin gasolina y apareces en este pueblo que ya podemos empezar a llamar, pueblo fantasma.
El perro de antes vuelve a ladrar, o quizá nunca dejó de hacerlo, pero ahora sus ladridos los escucho más cercanos y amenazantes.
    -¿Fantasma?, ¿Por qué dices eso carallo? No me asustes, ¿eh? que las meigas existen.
    -Las meigas no sé si existen, pero digo pueblo fantasma por eso.
Señalo con el pitorro de mi bidón de gasolina hacia un punto en el suelo situado a unos cinco metros. Mis dos compañeros dirigen sus miradas hacia el lugar indicado y al mismo tiempo gritan de terror. Yo me acerco lentamente, me agacho, compruebo que no me he equivocado, y con un gesto de repugnancia que no puedo evitar, me incorporo y de un puntapié, lanzo la mano humana que estaba sobre el suelo a más distancia  de la que yo me creía capaz.
    -¡Pero eso era...! ¡Era...!
    -Sí –respondo con una frialdad que incluso a mí me sorprende-, eso era una mano, exactamente la derecha.
Empiezo a caminar por la calle hacia la plaza y al poco rato escucho las pisadas de mis dos compañeros que me alcanzan apresuradamente.
    -¿Qué vamos a hacer? –oigo a mi derecha.
    -Mi teléfono móvil está sin batería –me entra por el oído izquierdo.
    -Pues ahí hay un pie –digo yo señalando lo que claramente es un zapato con un trozo de pierna saliendo de él.
De nuevo los gritos de mis compañeros llenan la noche. Del perro ya ni rastro, se ha debido de cansar de ladrar. En su lugar, escuchamos el arranque de un motor, un motor de gasolina de muy poca cilindrada, con el petardeo irritante del escape libre. Prrrrrrrrrrrrrr. Sin ninguna duda se trata de una sierra mecánica.



    -¡A la mierda! ¡Joder, es que no hay manera!
Los tres personajes están inmóviles, como estatuas de granito en mitad de una calle larga de un pueblo frío y fantasmagórico. Todo se ha detenido. De la plaza solo se ve la primera casa, las otras no existen. Tampoco existe la iglesia aunque sabemos que su campanario sí. La carretera flanqueada por árboles marcados con una franja de pintura blanca, está mucho más arriba. No hay ningún perro. Hemos escuchado ladrar a uno, sí, pero no tenemos ni idea de si es negro, gordo, de caza o galgo, aunque a juzgar por sus ladridos debe ser bastante grande.
    -¡Estoy hasta las pelotas, joder!
Todo deja de existir, ya no están ni los tres personajes petrificados, ni la casa al final de la calle, ni manos ni pies saliendo de zapatos ni nada. No hay nada. Sólo la pantalla del ordenador con su paisaje aburrido del High Sierra, el sistema operativo de mi Mac.
   -¡Esto es un cuento de terror, joder, me está saliendo un puto cuento de terror!
Antes de apagar cabreado el ordenador, me prometo que este año será la última vez que intente escribir un cuento de Navidad.









 

3 comentarios:

  1. ¡Jajajajaja...! Genial. Fuerte abrazo, Tito.

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  2. Gracias Francisco, abrazo y a ver si nos vemos un día.

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  3. Comentarios como el tuyo me animan a seguir escribiendo. Un abrazo y gracias Joaquín.

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