Queridos amigos, y visitantes de La tertulia
perezosa. A veces, por curiosidad, entro en la sala de máquinas del blog para
consultar el número de visitantes que recibe, los países donde se lee y, ya de
paso, los ingresos por los anuncios, que tuve la debilidad de incluir. Este
último apartado resulta decepcionante, como era de esperar; no me importa
porque los otros dos anteriores consiguen que mi autoestima se mantenga dentro
de los márgenes exigidos por cualquier ególatra comedido.
En este sentido, debo
confesar que el número de visitantes diarios me sorprende y me halaga, pues son
más de los que mis artiblogs merecen, o quizá no, eso es lo de menos, el caso es que yo me he dicho: caramba,
¿por qué no poner en La tertulia perezosa las primeras páginas de mi última novela?
De esta forma conseguiré que, por lo menos, el principio lo lean cientos de
personas.
Me hace ilusión que eso ocurra, así que aquí va:
(En un principio había puesto el texto según las galeradas pero un lector anónimo me ha advertido de que no se veía nada y finalmente he subido las mismas páginas pero en archivo word. Gracias anónimo)
Las paletadas de tierra húmeda caían sobre la caja
con un sonido grave y pesado que hacía estremecer a todos los presentes salvo a
los enterradores que impasibles cumplían con su tarea ajenos al dolor que los
rodeaba. Uno de ellos, moreno y feo, con los ojos hundidos y la barba que
parecía crecer por minutos, según llenaba su pala con un ruido áspero miraba de
reojo a los asistentes sin mostrar
ninguna conmiseración. Más bien daba la impresión de que disfrutaba con su
trabajo, lo cual siendo sepulturero puede significar muchas cosas.
Todos los que allí estaban reunidos parecían
esculpidos en piedra, en la misma postura sin apenas moverse, la mayoría con
gafas oscuras, la mayoría pensando en sus cosas y solo algunos con un nudo en
la garganta y el corazón roto por la pérdida.
Mujeres y hombres, no había niños, se congregaban
alrededor de la fosa en círculos concéntricos con los más allegados al muerto
en la primera fila. Allí, un hombre apuesto, con una leve cicatriz en la
mejilla que lo hacía aún más atractivo, reflexionaba sobre la vida y la muerte,
convencido de que pronto volvería al cementerio pero en esa ocasión dentro de
la caja. El sepulturero moreno y feo con barba de tres días que parecía crecer
por minutos, lo miró con una leve sonrisa difícil de interpretar en esas
circunstancias.
Armando
Crespo contemplaba la escena hipnotizado por el movimiento. La rueda chirriaba
con un sonido oxidado y en su interior un ratón giraba a gran velocidad sin
poder detenerse horrorizado por su incapacidad para salir de aquel vertiginoso
tiovivo. Parecía que el roedor estuviera pidiendo socorro emitiendo agudos
chillidos incesantemente. Armando se acercó para ayudar al pobre animal pero lo
que vio lo dejó paralizado: el ratón tenía su cara, sus mismos rasgos, la misma
nariz y hasta pudo distinguir una ligera, casi imperceptible, cicatriz en el
rostro. Un grito lo despertó, su propio grito. Estaba empapado en sudor, lo que
le hizo sospechar que no se trataba de un sueño sino que efectivamente él era
el ratón, exhausto por la carrera.
Llevaba
varias noches sin pegar ojo, desvelado por un temor que lo obsesionaba sin
darle tregua. Miró su despertador temiendo que fuera demasiado tarde, o mejor
dicho demasiado temprano y cualquier intento por volver a dormir fuera ya inútil.
Irritado, confirmó sus sospechas, dudó un momento, volvió a mirar el
despertador y finalmente decidió que por un día que fuera antes, mucho antes a
su trabajo, no iba a pasar nada. Nieves, su mujer, indiferente a todo lo que le
pasaba, seguía durmiendo despreocupadamente. Era muy guapa y dormida, observó
Armando, resultaba más atractiva aún, quizá porque desaparecía de su rostro una
mueca que últimamente asomaba cada vez con mayor frecuencia, un gesto de
preocupación y amargura. Había algo que le impedía ser feliz y su marido
suponía cuál podía ser la causa. No decir, callar, ocultar es un error que se
convierte en duda y en tristeza. Lo que no hablamos se acumula en el cuerpo y
forma nudos en la garganta y alarga las noches, de eso sabía mucho Armando, lo
que no sabía era que su mujer no solo era infeliz por una razón. Había otras
que ni siquiera sospechaba.
Se levantó
cansado, se duchó malhumorado, desayunó sin apetito y condujo lentamente su Porsche Cayenne de color granate
metalizado para ir al trabajo.
Por el
camino, en una calle solitaria, le
pareció ver un atraco y le importó una mierda lo que le pudiera pasar a la
víctima.
Tenía el rostro afilado, tez morena, los ojos
pequeños y hundidos que le daban aspecto de calavera y una barba negra de tres
días, intensamente negra, que le crecía por minutos. Era feo. También era
huesudo, y sus brazos extremadamente delgados terminaban en unas manos de dedos
puntiagudos. Parecía que toda su fisonomía estuviera pensada para desempeñar
mejor su trabajo de enterrador. Se quedó sin empleo el día en que se presentó
en el cementerio vestido de torero. La noche anterior había estado en una
fiesta de disfraces con tan mala fortuna que al volver a su casa, ya muy de
madrugada, lo atracaron en un semáforo. A punta de pistola le indicaron que se
sentara en el asiento del copiloto, e inmediatamente después subieron dos
sujetos a su viejo Corsa, poniéndose uno de ellos, el de la pistola, al volante
y el otro en el asiento de atrás. Apestaban a crueldad, o eso le pareció a él
que presumía de tener un sentido del olfato capaz de detectar también
cualidades del alma que nadie podía oler, si acaso los perros.
El frío tacto del estilete que el sujeto que iba
detrás le había puesto debajo de la nuez le confirmó que su apreciación no iba
mal encaminada. Los atracadores gritaban, no solo a él, también entre ellos, lo
que era prueba de su grado de excitación, probablemente también de los efectos
de alguna droga nada relajante.
A pesar de que la situación era de lo más propicia
para sentirse en peligro, le llamó la atención no estar en absoluto asustado,
ni el más ligero temor, nada de miedo. Es curioso, pensó. Luego trató de seguir
las órdenes que le daban, tanto desde atrás, el de la navaja, como el que
conducía que era quién más gritaba.
-¡Danos la cartera! ¡Y con mucho
cuidadito!
-¡Vamos a tu casa y allí nos das
todo lo que tengas!
-¡Déjate de ir a su casa, capullo! ¡Puede vivir con alguien y eso lo
complicaría todo! ¡Mejor la cartera!
-¿Mi cartera? –preguntó el sepulturero- Voy sin cartera, ¿dónde creéis
que puede llevar una cartera alguien vestido así? –señaló con ambas manos su
traje de luces, oro y grana.
-¿Eres torero? –preguntó de muy mala gana el de atrás.
-No seas imbécil, ¿cómo va a ser torero? –dijo el que conducía- ¿qué te
crees, que hay corridas a las seis de la madrugada? Este tío viene de una
fiesta, joder si apesta a alcohol y tabaco.
-Una fiesta solo para toreros
-dijo con fingido orgullo el enterrador.
-No te hagas el gracioso con nosotros, torerito, que aquí quien tiene el
rejón es el que tienes detrás –dijo el que conducía señalando a su compinche
sin mirarlo.
-Pues ese tendrá lo que quiera, pero yo no tengo cartera, y
efectivamente lo de ir a mi casa sería meteros en problemas, pues no vivo solo.
-¿Con quien vives? –preguntó el de atrás.
-Con un oso Kodiak.
Un frenazo repentino hizo que todos salieran
despedidos violentamente hacia delante salvo el conductor que estaba prevenido.
-¡Fuera, bájate del coche! –gritó al enterrador-. Bájate ahora mismo
antes de que cambie de opinión y le diga al Hierros que te rebane el pescuezo.
El Hierros estaba deseando que le dieran esa orden
pues hundió ligeramente el estilete en la carne de su víctima hasta hacer que
brotara un pequeño hilo de sangre. Sin mostrar ninguna preocupación el
enterrador vestido de torero apartó con suavidad la mano que sujetaba el arma.
-Ya has oído, Hierros, déjame bajar, que tu colega parece muy nervioso.
-¡FUERA!
La siguiente escena fue bastante desconcertante para
cualquiera que la presenciara. De un Corsa destartalado baja alguien vestido
con un traje de luces, el coche se aleja a toda velocidad y mientras se pierde
en una nube de polvo, la víctima del atraco lo contempla con los brazos en
jarra. Se agacha, coge una piedra y la lanza hacia el horizonte a sabiendas de
la inutilidad del gesto. Sabe que está lejos de su casa, sabe que aunque la
tuviera enfrente no podría entrar porque las llaves se han ido en la guantera
del Corsa, y sabe que tiene que estar en el cementerio de la Almudena antes de
media hora o perderá su trabajo, de modo que ante tanta calamidad solo puede
hacer una cosa: dar media vuelta con orgullo haciendo un desplante a un toro
imaginario y caminar con la cabeza bien alta, mirando al tendido, como si
acabara de dar un par de soberbios capotazos a su destino.
Al fondo, un coche granate metalizado, un Porsche
Cayenne, pasó silenciosa y lentamente.
La sala de
espera de repente se quedó vacía. Solo estaban Armando Crespo y su miedo, un
miedo opresivo que lo acompañaba desde hacía cierto tiempo. Claudia, la
enfermera, entró para decirle con una amplia sonrisa enmarcada por unos labios
gordos como filetes que ya podía pasar. Era increíblemente atractiva y Armando
la conocía desde hacía mucho tiempo, pero tanto era el miedo que llevaba
dentro, que ni siquiera fue capaz
de saludarla. Al pasar por delante de ella pudo respirar el aroma que
desprendía su cuerpo y fue consciente de que quería seguir respirando y que
lucharía con todas sus fuerzas para conseguirlo.
Afuera, la
tarde era soleada, olía a primavera y las golondrinas buscaban sus antiguos
nidos haciendo gala de una memoria prodigiosa.
El torero que no era torero sino enterrador, y que
dejó de serlo en cuanto su jefe lo vio vestido de luces, se llamaba Usnavy
Rodrigues, y su vida cambió radicalmente desde el mismo día en que le atracaron
dos ladronzuelos sin porvenir.
Usnavy se llamaba así porque ese era el nombre que le
había puesto su madre, y en el registro civil de Puerto Rico, donde había
nacido, no ponían demasiados impedimentos a la hora de elegir el nombre de sus
futuros ciudadanos. Nada más nacer, a los pocos meses, su madre vino a Madrid a
visitar a sus padres que eran españoles y se trajo a su pequeño con ella. A la semana siguiente su madre volvió a
Puerto Rico y desapareció para siempre de la misma forma que antes también
había desaparecido su padre. Los abuelos no tuvieron más remedio que quedarse
con el regalo aunque a ninguno de los dos les hizo la más mínima gracia y
siempre que podían se lo hacían notar al pobre niño que creció lentamente
demostrando que la falta de cariño puede afectar a los huesos tanto como la
falta de calcio. En una ocasión preguntó a su abuela por qué se llamaba Usnavy,
si eso no era nombre de ningún santo, a lo que la mujer respondió que la
imbécil de su madre le había puesto ese nombre porque su padre más probable,
era cabo de la marina de los Estados Unidos. El niño siguió sin entenderlo
hasta que en una película americana de guerra vio escrito su nombre, US NAVY ,
en letras de molde, por todos los
costados de los barcos.
Treinta años más tarde, Usnavy se encontraba en mitad
de un cementerio sin dinero, sin las llaves de su casa, sin su coche y vestido
de torero, razón por la que también estaba sin trabajo. De repente, toda la
rabia que había acumulado silenciosamente a lo largo de su vida se apoderó de
él. Sintió cómo le invadía el ansia de venganza por cada afrenta sufrida desde
que siendo un bebé fue despreciado por su madre, que jamás puso una de sus preciosas tetas a su
disposición. Un veneno doloroso y dulce a la vez fluía por sus venas
recorriendo cada órgano de su cuerpo emponzoñándolo para siempre de infinita
maldad. Lanzó el puño hacia el cielo y se prometió a si mismo que a partir de
ese momento, él iba a ser el malo de la película.
Claudia
llevaba casi diez años trabajando como enfermera en la clínica del doctor Jorge
Viñales. Empezó en los días en que todavía estaba al frente el padre de
Jorge, cuando la clínica aún era
una empresa que daba buenos beneficios. Entonces, además del doctor Viñales
padre y Viñales hijo, trabajaban otros tres médicos más y también atendían
pruebas diagnósticas con aparatos de rayos x y ecografías. Eran otros tiempos y
cuando Claudia entró a trabajar allí, empezó con un sueldo estupendo para lo
que se estilaba en su categoría. En realidad, hacía más de recepcionista y
secretaria que de enfermera propiamente dicha, pues su labor no era otra que
atender el fichero con las citas, recibir y despedir a los pacientes y estar
pendiente de todos los papeleos y gestión de recibos, facturas y demás tareas
administrativas.
Su mejor
amiga era Eva, con la que se reunía todos los viernes de fin de mes desde
tiempos inmemoriales para cenar juntas y hablar de sus cosas. Raramente, por no
decir jamás, admitían la presencia de otra persona. Era un compromiso entre las
dos que mantenían por encima de todo, también por encima de sus parejas cuando
las tenían, aunque alguna no llegó a entenderlo completamente. En ese caso, a
ellas les daba exactamente igual y seguían con su costumbre de los viernes de
fin de mes. Una vida privada no implica ningún tipo de infidelidad, de la misma
forma que tener un cajón privado para guardar las cosas más intimas no significa
que sea el escondite de las drogas.
Ambas
mujeres tenían la misma edad, sobre los cuarenta, y las dos eran muy
atractivas, por lo que eran el foco de ansiosas miradas por parte de los
típicos merodeadores de fin de semana.
Claudia era
morena de ojos negros y profundos, y Eva, rubia con los ojos verdes y
luminosos. Los dos extremos del espectro de la belleza canónica.
La última vez que cenaron juntas, Claudia le comentó
a Eva algo que ella ya
ACCESO A LA EDITORIAL
pues no se puede leer nada...
ResponderEliminarpues verdad. ahora lo corrijo, grcs
ResponderEliminarTrabajo que llevo adelantado para cuando tenga mi ejemplar... Me ha encantado.
ResponderEliminarestupenda noticia que te haya gustado el principio. Gracias.
Eliminarjajajaja, si, Joaquín, las guarniciones pueden resultar indigestas y pueden producir ardor. Gracias por tu certero comentario.
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