Mis ojos tienen la nariz fría, solía decir Roberto
para referirse a Sam. Roberto era ciego, claro, y Sam era su perro lazarillo.
Todas las tardes salía a pasear por el parque guiado por Sam, su compañero
inseparable sin el que no podría dar un paso. Se había acostumbrado a él y
aunque en principio nunca había sido amante de los animales, con Sam no tuvo
más remedio que hacer una excepción desde que perdió la vista. No solo era su
perro guía, también era su amigo, aunque esto le sonaba a topicazo insoportable.
Naturalmente en el parque había otros perros pero Sam
no estaba allí para jugar. No hacía caso a ninguno de los que se acercaban a
olisquearlo para detectar sus intenciones de formar parte de sus carreras y
persecuciones y era tan seco en sus respuestas que ninguno insistía para que se
animara a jugar. Tan solo prestaba atención a Trapo, un precioso golden
retriber que en cuanto olía su presencia, iba a su encuentro. Trapo tenía un
olfato superior a cualquier otro perro del parque de modo que detectaba a su
amigo mucho antes, incluso, de que entrara por la verja que daba a la calle, y allí lo esperaba. No
trataba de jugar con él, tan solo quería estar a su lado, con eso le bastaba,
moviendo el rabo incesantemente los dos en señal de que estaban muy a gusto
así, sin necesidad de corretear como cabras locas. Trapo tampoco podía jugar.
Su dueño lo llevaba con un arnés como el que tenía Sam y también estaba acostumbrado a
caminar despacio. Mientras Trapo y Sam se decían sus cosas y se olían
otras, los dueños también hablaban de las suyas pero manteniendo las narices
fuera de otros asuntos. El dueño de trapo se llamaba Julio y llegó a hacerse
muy amigo de Roberto y todas las tardes, sin faltar ninguna, se veían en el
mismo sitio, a la entrada del parque, y juntos daban una vuelta hasta un kiosco
en el que se sentaban a tomar algo; los perros también.
Una tarde, nada más entrar en el parque, Roberto
observó que Sam estaba intranquilo. Hizo algo que jamás había hecho, dio un
tirón que hizo adelantar el paso a su dueño para evitar perder el equilibrio.
-Quieto Sam, ¿qué te pasa?
Inmediatamente llegó Julio, pero Sam seguía inquieto.
-Hola Roberto, hola Sam –saludó Julio.
Su voz sonaba triste. Sam se movía inquieto,
gimoteando, tratando de saltar sobre Julio, parecía tener preguntas que
necesitaban una respuesta inmediata. Roberto también notó la ausencia de Trapo
con un sentido que solo tienen los invidentes.
-¿Por qué no ha venido Trapo? –preguntó- No me digas….
Roberto no pudo ver el gesto de tristeza de Julio,
tampoco una lágrima que no pudo contener. Sam si lo vio y se tumbó a los pies
de Julio olisqueando sus pantalones en busca del olor de su amigo. También
comprendió lo que había pasado y contuvo un gemido de dolor.
-Pero… pero –Roberto no atinaba a encontrar las palabras-. Si Trapo ha
muerto, ¿cómo te atreves a venir
tú solo al parque sin tu guía?
Julio contestó con un nudo terrible en la garganta.
-Yo no soy ciego –dijo-. Trapo era el que había
perdido la vista. Yo era su lazarillo.
Joderr, he llorado cabrón.
ResponderEliminargracias por el cumplido ;-))
Eliminar¡Qué bueno! Conmovedor... a mis años. Gracias.
ResponderEliminarsi te conmueves, eres joven. Gracias por tu comentario.
EliminarUn cuento precioso. No me he emocionado tanto como para soltar una lagrimita, pero me ha dado qué pensar, que no está nada mal. Será que hoy se me ha levantado el alma poco sensible. Eso sí, la frase que lleva por título me encanta.
ResponderEliminarla frase he de reconocer que no es mía, Mazcota. Se la oí decir a un ciego hace mucho, yo era un niño, refiriéndose a su perro y me gustó tanto que se quedó en mi memoria, de momento hasta hoy.
EliminarMe alegro que te haya parecido bonito, gracias.
Bonito (el cuento, no tú).
ResponderEliminar¿Quieres decir que yo no soy bonito? ;-))) Grcs Chesare
ResponderEliminarNudo en la garganta tengo, oye... precioso, gracias por compartir.
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