Hace tiempo que no quedo con amigos y esto es motivo de queja por su parte. No me extraña, pues los amigos están, entre otras cosas, para verse y yo hace más de cinco años que no veo a ninguno, quizá ocho o diez... no sé, por ahí anda la cosa, puede que más.
Cuando llevas tanto tiempo inventándote excusas para no asistir ni a cenas, comidas, cumpleaños, aperitivos, bautizos, bodas y otros eventos sociales, es difícil encontrar una nueva que resulte medianamente convincente, de modo que el jueves pasado, finalmente, prometí que acudiría a una de sus reuniones.
Fue traumático. De repente me encontré rodeado de gente muy mayor que me saludaba como si me conocieran de toda la vida, y por lo que deduje, tenían razón, me conocían de toda la vida. Lo que yo no recuerdo es cuando me hice amigo de tanto viejo. Y los temas de conversación... ¡por favor! Era como hablar con un vademecum de medicamentos. Lo que no me explico, a juzgar por sus comentarios y quejas, es que siguieran vivos.
Esto último no es aplicable a todos, pues alguno había muerto recientemente, según pude enterarme. ¿Te acuerdas de Alejandro, el que te quitó la novia porque él era más joven que tú, hace ya algunos años? (risas de todos los asistentes) Bueno, pues murió la semana pasada. Estuve a punto de decir que me alegraba mucho, por pisarme la novia, que la recordaba como una de las chicas con mejor tipo que he conocido en mi vida, y... que también estaba en la reunión. No la hubiera reconocido en toda una eternidad. ¿Pero qué le había pasado, virgen santa? Me presentó a su marido (a Alejandro lo dejó muchos años atrás), y era el hombre más gordo, calvo y encorvado que cabe imaginar. Era el que presumía de tener una artritis espantosa pero que con pastillas de Ana María Lajusticia, conseguía levantarse todas las mañanas. Un tipo así no encajaba con mi bella Alicia, bueno, en estos momentos sí, por lo que ya he comentado de cómo se encontraba la bella Alicia. Un asco.
Me aparté disimuladamente a un rincón para poder observar en detalle a cada uno de los presentes y mi estupor no hacía si no crecer. Entonces tomé la decisión más sabia del día: salir sigilosamente de ese espantoso lugar lo antes posible.
Lo hice con cautela procurando pasar sin ser visto por el espejo que siempre hay en los recibidores de las casas. Son objetos que si los miras, puedes acabar convertido en piedra, o algo peor: en polvo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario