jueves, 24 de octubre de 2019

Dolce far niente








El hombre es un animal social, sí, pero también es un animal recatado y hay asuntos que prefiere despachar sin testigos, completamente a solas. Si hacemos una encuesta sobre cuál de todas las cosas que hacemos consideramos la más privada, casi todo el mundo buscará su respuesta en el archivo que comparten los momentos más escatológicos con los más divertidos. Mierda y sexo en el mismo paquete, como si tuvieran algo que ver. Yo sin embargo, sin que me guste o busque ser contemplado mientras atiendo alguna de esas tareas, hay otro momento que me parece igual de íntimo. Se trata de lo siguiente: me resulta muy difícil, casi imposible, hacer el vago delante de alguien. Cuando tengo claro que voy a hacer el vago, porque ya no puedo aguantar más, cosa me sucede con  fantástica frecuencia, siempre busco la soledad, soy incapaz de hacerlo delante de testigos por mucha confianza que haya. Son momentos de intimidad.
Hacer el vago en público me parece indecoroso, no va conmigo, pero no sé que pasa que cuando más estoy disfrutando sin hacer nada, plas, aparece alguien que inmediatamente se planta delante de mí y hace dos cosas: primero me recrimina mi actitud indolente, y luego, cuando se ha despachado a gusto, busca alguna tarea para que me ponga a ella en los siguientes segundos. Da igual, probablemente no haya nada importante que hacer, pero se inventa un trabajo que sin mi participación, el mundo irremediablemente entraría en su fase terminal.
Tanto es mi cuidado para que nadie me vea en los momentos de molicie, que si alguien me pilla haciendo el vago, inmediatamente me incorporo (suelo adoptar posturas curiosísimas cuando estoy vago) y disimulo como si estuviera buscando papeles en el escritorio, debajo de la mesilla o entre las patas del gato, depende de donde me pille. Entonces me aclaro la voz con un ligero carraspeo y murmuro algo así como “tiene que estar por aquí, si lo acabo de terminar hace nada”.
Cuando vivía con mi madre, me esperaba a que ella se fuera de casa para tumbarme a la bartola con un comic o a escuchar música, y si oía que volvía, salía corriendo a sentarme a la mesa de mi despacho donde ya estaba inteligentemente dispuesta mi coartada, con varios libros abiertos que parecía que estuvieran bostezando. Y sin duda eso era lo que hacían aburridos de que no les prestara atención. Ella entraba, me daba un beso y me aconsejaba que descansara un rato, y yo que nunca he llevado bien discutir con mi madre le hacía caso.
En aquellos años estudiantiles, siempre, siempre, me levantaba a las siete de la mañana, incluso antes, y casi siempre volvía a la cama una vez que mi madre se había ido. Así, poco a poco, fui creando un sentimiento de pudor por esos momentos tan íntimos que aún hoy mantengo sin ningún esfuerzo como parte esencial de mi personalidad.
Con esto quiero decir que nadie me ha visto hacer el vago, no que no lo sea.











4 comentarios:

  1. Pero sabes hacer el vago a dúo, condenado. Anda que tú y yo no hemos hecho duetos de vaguería...

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  2. Sí, pero eso no cuenta como lesión al pundonor, por alguien que mira mientras haces el vago, de la misma forma que no cuenta que tu pareja en el acto sexual te está observando mientras tú te lo pasas de miedo. Es que o está, o la cosa se convierte en algo distinto, así que mejor que esté.

    En cuanto a lo de hacer el vago juntos, es cierto, muy cierto, pero yo lo hacía por acompañarte, para que no te sintieras solo en el pecado. Se llama solidaridad y ya sabes lo muy solidario que soy yo con ciertas cosas.

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