No somos conscientes pero vivimos en el mejor momento
que ha tenido la humanidad, a pesar de que continuamente evocamos con nostalgia otros tiempos y escuchamos y decimos
cosas que colocan a nuestro pasado en un nivel superior al que tenemos en
la actualidad. Sobre todo en lo relativo a la alimentación. Tendemos a pensar
que el paso del tiempo ha degradado lo que comemos y convertido en basura lo
que antes era pura frescura y alimentos naturales. Ahora nos están envenenando, decimos; como se comía antes, ya no se come, añadimos, todo es artificial; no
tenemos ni idea de lo que nos ponen, concluimos ya algo mosqueados. Eso es
verdad, en general no tenemos ni idea de lo que nos ponen, pero cualquier
producto que salga al mercado, previamente tiene que pasar estrictos controles
sanitarios que aseguran que “eso” que ponen no es necesariamente malo, y la
información exigida en los envases y etiquetas, es una novedad en la historia
de la alimentación que beneficia enormemente al consumidor. Por supuesto que
siempre habrá industrias alimentarias que se salten estos controles, que
mientan en sus especificaciones y que pongan en peligro nuestra salud, pero ¿en
qué campo de actividad humana no existen criminales dispuestos a burlar la ley,
incluso a matar, si con ello consiguen aumentar sus beneficios? Al menos, ahora
sabemos que cuando los pillan, lo van a pagar caro, cosa que antes... para
empezar nadie se enteraba de que esos retortijones tan espantosos fueron
causados porque a alguien se le fue la mano en añadir en el chile tan sabroso
de la cena, un tinte utilizado normalmente en el betún para el calzado.
En el siglo XIX era práctica habitual la adulteración
de los alimentos, algo que se hacía sin apenas control y muchas veces sin
conocer el alcance del fraude. Por ejemplo, el óxido de plomo se utilizaba
normalmente para que el queso de Gloucester ofreciera un aspecto más “natural”.
A la mostaza se le añadía cromato de plomo con el fin de realzar su color
amarillo, y nada mejor que el sulfato de cobre para dar ese tono verde
brillante tan apreciado en los pepinillos. Los niños no se libraban, pues a los
caramelos se les ponía una cantidad que procuraban que no fuera mortal de
arsenito de cobre para que su aspecto resultara más atractivo.
La adulteración era una práctica común hasta finales
del XIX, a veces de forma mucho más rudimentaria de lo que cabría pensar: por
ejemplo, se añadía tiza, puré de patata, incluso serrín, para aumentar el peso
de la hogaza de pan. Las hojas de té ya usadas se reciclaban camuflando su
aspecto mustio a base de añadir excremento de oveja y sulfato ferroso, y
finalmente, un toque magistral de acetato de cobre o de ferrocianuro férrico,
devolvían el tono verde a las hojas de té. Naturalmente llegaría un momento en
que ya no podría repetirse de nuevo el proceso de adulteración, de modo que
había bastantes probabilidades de que a las cinco pudieran tomarse un té
auténtico, de primera mano. Solo probabilidades.
Si en lugar de acompañar los canapés de pepinillo y
salmón con un humeante té, se prefería la frescura de una cerveza, el peligro
de morir envenenado no desaparecía en absoluto. En lugar de lúpulo, muchos
fabricantes para dar el característico amargor a la cerveza añadían estricnina
o un extracto de Anamirta cocculus,
una baya del sudeste asiático que por fin encontró un motivo para que alguien
se molestara en recogerla de los arbustos.
Quizá todo esto expliqué por qué nuestros bisabuelos
difícilmente pasaban de los setenta años de edad. En fin, de verdad que podría
seguir describiendo las formas que existían en el siglo XIX de adulterar los
alimentos (ha caído en mis manos un libro de química que es una joya), lo que me hace pensar que podemos estar mucho más tranquilos viviendo en el XXI.
Y lo que está claro es que en cualquier época que nos toque vivir, lo que no mata engorda.
Con el café, amigo Joaquín, las fechorías que se hacían eran de lo más frecuentes. Una de las prácticas más extendidas para rejuvenecer los posos de café ya utilizados, era con achicoria o con raíces secas de escarola silvestre.
ResponderEliminarEl libro al que hacía referencia, ya que me preguntas, se llama, "Monos mitos y moléculas", título que no acabo de ver que encaje del todo con el contenido, pero el autor sabrá por qué se lo ha puesto.Gracias por interesarte, realmente es muy revelador . Su autor es el director del Office for Science and Society de la Universidad de Montreal y se llama Joe Schwarcz. Muy recomendable, siempre que te guste la química, claro.
Muy cierto (e interesante) lo que cuentas, y muy cabreante ese mito de la sanísima y naturalísima alimentación del pasado. Pero no es solo por la adulteración de los alimentos, sino también por las deficiencias en su proceso de elaboración. Recuerdo que, de pequeño, era muy común leer noticias sobre brotes de Fiebre de Malta, causados por el consumo de quesos de cabra sin pasteurizar. Y esos quesos eran muy naturales. Demasiado. Lo mismo puede decirse, respecto a la caza o el cerdo, de la triquinosis. Y luego están las carencias nutricionales. Si vivías en un pueblo de interior, no probabas el pescado. Si el pueblo estaba en Galicia, te ponías hasta el culo de grasa de cerdo. En otras zonas, ni rastro de carne... En fin, que comías de lo que había en la zona y punto. Hoy en día, cualquiera puede llevar una dieta equilibrada y sana por poco dinero. Si la gente come mal es por malos hábitos, no por deficiencias del mercado alimentario o la distribución de alimentos. Me irrita ese mito de la "edad dorada", esa estupidez de que en el pasado se vivía mejor. Pura magufada. No obstante, eso del cromato de plomo suena sabrosón; tengo que probarlo.
ResponderEliminarefectivamente, César, has puesto el dedo en la llaga, con el asco que eso da. A los casos que acertadamente mencionas hay que añadir las cegueras producidas por la elaboración natural de aguardientes en Galicia, que les salía metílico además del etílico y también lo aprovechaban... y efectivamente, se comía lo que había. El doctor Marañón en su viaje a las hurdes libró a la población creo que de raquitismo... además de otras enfermedades, pero muchas de las penalidades eran por su nutrición (o falta de ).
Eliminarlo del cromato de plomo, produce algo de pesadez, pero no está mal, no está mal...