Estaba todo el día esperando a que él llegara. Sin
salir de casa, sin protestar, sin hacer nada que no fuera ver pasar las horas en
silencio. A veces él llegaba muy tarde, a altas horas de la madrugada, después
de haber bebido más de la cuenta con sus amigos y acabar en algún burdel
sórdido (todos los burdeles son sórdidos), pero nada de esto parecía importarle
a ella. Llegara a la hora que llegara, le estaba esperando pacientemente, siempre con una sonrisa.
Lo que más le gustaba era observarlo mientras cenaba.
Todas las noches repetía el mismo rito: primero abría la nevera cogía un par de cervezas, una
de ellas se la bebía mientras picaba un aperitivo y a continuación se iba al salón con su bandeja rebosante de
comida. Allí se adocenaba viendo la televisión mientras daba cuenta con
glotonería de su cena. Ella lo miraba con satisfacción, casi ternura.
Cuando se iba a la cama, ella devoraba todo lo que
había dejado, hasta los trozos mordisqueados de pan, y por supuesto, el
aperitivo abandonado en el fregadero.
Ser una rata en aquella casa era todo un lujo y por
nada del mundo se iría a vivir a otro lugar. Ahí su comida estaba asegurada y a
nadie le importaba su presencia.
¡Jajajajaja...! Ya me extrañaba...
ResponderEliminarsi, muy extraño jajaja
EliminarSe ve venir.
Eliminarmejor para ti, así te has evitado el susto.
EliminarLa que estaba bien acompañada era la rata. Y eso de que todos los burdeles son sórdidos es algo digno de analizar, porque, ¿acaso no sería más agradable tener sexo en lugares bonitos y aseados? ¿O hay algo en la porquería que nos despierta la libido? No sé, a veces tengo la sensación de que los hombres también tenemos algo de rata. Igual por eso hacían tan buena pareja estos dos.
ResponderEliminarmuy agudo Mazcota. Efectivamente, creo que la clave está en que como tú dices tenemos más cosas en común de las que estamos dispuestos a admitir.
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