Parece que sigue el verano y las ganas de leer se mantienen en pleno vigor. Yo he visto por la calle gente buscando en las papeleras y en los cubos de basura cualquier cosa que les sirva para matar el rato leyendo. Les he visto sacar revistas grasientas con la cara iluminada por la alegría, instrucciones de uso de algún aparato, prospectos de medicinas, cualquier cosa que lleve letra impresa puede servir. Yo quiero contribuir a aliviar tanta necesidad de lectura que hay en el mundo con un cuento que escribí hace tiempo. Dada su extensión y por mantener la atención, lo he dividido en tres entregas.
va la primera.
LA ABUELA DORA
(PRIMERA PARTE)
La abuela Dora, que
además de abuela era partera, corría de un lado para otro agitando sus
regordetas manos por encima de la cabeza en claro gesto de que algo estaba
saliendo de forma muy distinta a la esperada.
De la habitación
principal salían los gritos de parto de mi madre, que a juzgar por el
desgañitamiento, mi nuevo hermano iba a ser tirando a descomunal. Claro, que
esa no sería su característica más destacada, pero ya hablaremos más tarde de
las rarezas de mi hermanito. Mientras tanto, yo asistía, más bien asustado, al
tejemaneje de toallas, baldes con agua hirviendo y otras zarandajas que las mujeres de la casa se traían
entre manos, sin saber exactamente a qué se debía todo ese jaleo.
Aparte de la abuela
Dora y mi tía Flavia, estaban dos vecinas con cara de pajarraco asustado y voz
acorde con su apariencia de avechucho, cuya única aportación se reducía a
entrar y salir de la habitación salmodiando jesuses con las manos al cielo, y a
frenéticos santiguamientos descontrolados y convulsos. Se llamaban Fina y
Flora, aunque en casa siempre nos habíamos referido a ellas como las hermanas
pajarito, incapaces de renunciar a un apodo tan conveniente. De vez en cuando
la abuela Dora reparaba en mi presencia como si fuera la primera vez en su vida
que me veía, me preguntaba qué diantres estaba haciendo allí, y antes de que
pudiera responderle ya me había
dado un par de pescozones con el mensaje de que me fuera a otro lugar lo
más alejado posible, lo cual, dadas las dimensiones de mi casa, era
absolutamente imposible y me pusiera donde me pusiera, mi abuela siempre
acababa pasando por delante de mí, y la escena se volvía a repetir, con
pescozones incluidos.
La casa donde
vivíamos tenía dos habitaciones: la de mis padres, y la otra; en la otra
dormíamos la abuela Dora, tía Flavia, algún huésped si lo hubiera, una cabra y
yo. La verdad, es que nunca entenderé porqué teníamos una casa tan pequeña si
estábamos rodeados de campo, una cantidad obscena de campo que no era de nadie.
Sobre todo, si había tanto campo, ¿por qué dormía también con nosotros la
cabra? Mi padre decía que era cosa de mi abuela, que la metía en la habitación
para poder decir que ese peculiar olor que todos notábamos era debido al pobre
animal. Puede ser.
Mi hermanito se estaba haciendo rogar demasiado
y no acababa de salir para mayor sufrimiento de mi madre que ya estaba hasta la
coronilla de empujar, apretar los dientes, chillar y blasfemar como un mulero.
Por fin a las doce en punto de la noche empezó a salir, y desde ese momento
hasta que terminó de hacerlo diez minutos más tarde, a los chillidos de mi
madre se unieron los de las hermanas pajarito, tía Flavia y, lo más increíble,
los de la abuela Dora, que era la primera vez en su vida que gritaba sin estar
colérica, porque era la primera vez en su vida que gritaba porque estaba
asustada.
Mi padre, con la excusa de que los partos eran
cosa de mujeres, se fue a la taberna a beberse un barril de cerveza en compañía
de sus amigos. Cuando llegó a casa, mi hermanito ya estaba correteando por el
jardín asustando a las comadrejas.
-¡Mi higo, quiero ver a mi higo! –farfulló mi
padre nada más entrar, con una sonrisa simiesca proporcionada, no por el exceso
de alcohol, sino por una coz que le dio una mula cuando era niño -¡Quiero,...
hip, ver a mi nuevo higo!
-Se ha escapado –le dijeron al unísono las
hermanas pajarito.
-¿Eh? ¿quién se ha escapado?
-Tu higo, perdón, tu hijo.
-¿Mi higo recién nacido... se ha escapado de
casa?
-Tenías que ver que carácter ha sacado...
-Sí,... terrible... un demonio de chiquillo...
-Pero,... a estas horas es peligroso que ande
solo un recién nacido por el campo, ¿no?... –razonó mi padre dentro de lo que
podía- yo mismo acabo de ser atacado por un perro enano al llegar a casa...
-¿Negro, muy peludo y con los ojos cerrados?
–preguntó la abuela Dora.
-Sí, no sé, le he dado una patada y me ha
mordido en la pierna el muy bestia.
-¡Tu hijo!
-¿Dónde? –preguntó mi padre desconcertado, que
cada vez entendía menos.
-Tu hijo es el que te ha mordido en la pierna.
-¿Mi higo, el que se ha escapado de casa nada
más nacer, me ha mordido en la pierna?
La abuela Dora es de esas
personas que no necesitan hablar para convencer. Su elocuencia, que es mucha,
nunca se ha basado en un verbo cálido y fluido, sino en su forma de mirar,
tajante y definitiva. Ya puede ser el mayor disparate del mundo, que si te lo
dice la abuela Dora y eres capaz de mantener su mirada el tiempo suficiente, lo
aceptarás con inquebrantable convicción. En esta ocasión, le bastaron veinte
segundos para hacer que mi padre saliera a buscar a mi hermanito que del
patadón había ido a parar a unas
zarzas, donde lo encontró magullado y desconcertado ante su primera
visión del mundo, pero sobre todo, lo encontró terriblemente enfadado.
*
-Olivia, esto no puede seguir así. Eres el
desastre más grande que conozco.
Cuando hablaba Janet, las otras brujas callaban
con la cabeza baja, lo cual ponía aún más furiosa a Janet.
-Y no bajes tanto la cabeza, que me vas a sacar
un ojo con el sombrero.
-Déjala, es muy joven y tiene derecho a
equivocarse.
-¡Vaya, mira quién habló! Creí que ese derecho
era exclusivo tuyo.
-Bueno, es que las viejas también tenemos
derecho a equivocarnos, y si me apuras, más derecho que las jóvenes –se
defendió Alison Dick, la bruja más vieja del país.
-Entonces, si todo el mundo tiene derecho a
equivocarse, viva la Pepa, aquí no acierta ni dios, y no pasa nada, ¿no es así?
-Mujer...
-Ni mujer ni gaitas, y no agaches tú también la
cabeza que entre las dos me vais a dejar ciega.
-Yo creo que aún nos da tiempo a tenerlo todo
preparado para...
-¡Ni una palabra más! Ya sabéis lo que tiene que
hacer cada una de vosotras y esta vez no quiero ningún tipo de fallo, tanto si
se debe a la falta de experiencia propia de la juventud que en un alarde de
tontería supina sustituye la estrategia por la improvisación, como si es debido
al desgaste natural de las piezas que intervienen en la creación del pensamiento
lógico, propio de edades más provectas.
-¿Te refieres a la pérdida de contacto entre la
zona terminal del axón de una neurona con el cuerpo celular o la dendrita de la
siguiente? –preguntó Alison Dick.
-Naturalmente, ¿a qué si no?
-Pues di sinapsis. Es más corto y te entendemos
igual.
-Es verdad, parece mentira lo que te gusta
enrollarte con lo antipática que eres. A mí, por ejemplo, si...
-¡Basta ya! ¡No os soporto! ¿Pero es que no
había otras brujas en toda la comarca más que vosotras dos?
-Eso creo.
-Y has tenido suerte en poder contar con
nosotras.
-Está bieeeen, vaaaale, las tres hacemos un
equipo realmente bueno a pesar de que de vez en cuando tengamos nuestras
diferencias, ¿no es así, chicas?
Janet sabía hasta donde podía llegar con sus dos
pupilas y también sabía que ahora las necesitaba por encima de todo. Buenas o
malas, las necesitaba.
*
Al día siguiente del nacimiento de mi hermano la casa
empezaba a recobrar cierto especto de normalidad. La abuela Dora preparaba
caldo de gallina en la cocina para mi madre, las hermanas pajarito se
ofrecieron para echar una mano en lo que hiciera falta, y mi padre seguía
durmiendo como un tronco. En cuanto a mí, yo estaba ansioso por ver al recién
llegado a la familia y pellizcarle concienzudamente por venir a usurpar mi
papel de alegría de la casa, pero sobre todo, tenía curiosidad por ver cómo
era, ya que aunque la abuela Dora se hubiera empeñado a base de pescozones en
tenerme alejado de la noticia, sabía por los comentarios oídos que no se
trataba de un bebé normal. Simplemente el hecho de que cuando mi padre, después
de recoger al niño en el zarzal, le dijera a mi abuela que tenía serias dudas
sobre si ponerle de nombre Evaristo como el abuelo, o Tarzán, como un perro que
tuvimos para guardar el ganado, me inducía a pensar que no se trataba de uno de
esos bebés que salen en las cajas de galletas. Además, me tenía fascinado el
hecho de que mordiera a mi padre, pues una mordedura siempre implica la
intervención de una dentadura, y eso es algo que no está al alcance de
cualquier bebé.
Entré sigilosamente en la habitación de mis
padres, aunque yo sabía que no necesitaba ningún tipo de precaución pues a mi
padre no lo despierta ni un volcán que entrara en erupción debajo de su cama, y
a mi madre, tanto le daba estar despierta que dormida, pues realmente estaba
desfallecida que es un estado absurdo en el que te da igual casi todo lo que
ocurra a tu alrededor. Es algo así, como para la materia, el estado plasmático.
Pues bien, nada más entrar, sin entretenerme en hurgar en los bolsillos de mi
padre como otras veces, fui directamente a la cuna donde estaba mi hermanito.
Me subí a un escabel para ver mejor, y lo que descubrí durmiendo plácidamente
entre las sábanas era lo que menos esperaba encontrar. El sol, tamizado por una
persiana de arpillera caía sobre el moisés como una ducha de luz, de gotas muy
finas, dando un aspecto lechoso al ambiente, muy apropiado, las cosas como son,
para una escena de maternidad. Mi hermanito sonreía beatíficamente al mundo con
un gesto apacible sin rastro alguno de tensión. Tenía una piel suave y tirante
que se volvía cárdena ante la acción estranguladora de mis pellizcos (es decir,
todo normal) y unos rasgos bien definidos que lo catalogaban dentro del grupo
de bebés hermosos y guapos. ¿Cómo es posible que esa criatura de rostro
angelical fuera la misma que nada más nacer hizo pensar a todo el mundo que un
meteorito, algo más grande que el que acabó con los dinosaurios, había caído
sobre la Tierra? Sólo un chichón enorme y unos cuantos arañazos distribuidos
por su cabecita pelona recordaban a la noche anterior.
De repente noté la mano huesuda de la abuela
Dora sobre mi hombro.
-¿Te gusta tu nuevo hermanito? –me susurró con
su vozarrón de leñador- es mucho más guapo que tú, ¿a que sí?
-Ya, y yo que creía que era un monstruo, ya ves.
-Sí, a nosotros también nos decepcionó bastante
ayer, las cosas como son, pero fíjate el cambiazo que ha dado en ocho horas.
-¿Y por qué es distinto ahora? –pregunté yo algo
decepcionado de su evidente mejoría.
-La Luna –dijo tajante mi abuela-, ¿no te
fijaste en la luna tan enorme que había ayer? La luna llena lo convierte en...
lobezno. Es un bebé-lobezno, y con el tiempo se convertirá en un hombre-lobo.
-Ah, eso está muy bien –dije yo como si acabara
de decirme que mi hermano se haría cirujano o algo por el estilo.
-No está mal. Ahora más vale que le dejemos
dormir pues ha estado toda la noche cazando y está agotado.
En aquellos momentos yo no sabía lo que era un
hombre-lobo, ni había oído hablar nunca de nada parecido, pero estaba tranquilo
pues en casa todos se comportaban como si fuera de lo más normal. De hecho,
hasta el siguiente plenilunio, como se verá, nadie de la familia se acordó de
la peculiaridad exclusiva de mi hermano, incluso le pusieron de nombre
Evaristo, como el abuelo. Todos rehuían hablar de lo sucedido en la noche de su
nacimiento como si trataran de escapar de una realidad que no apetecía, pero
está claro que por mucho que uno se esfuerce en ocultar la verdad, ésta acaba
saliendo al exterior por fea que nos parezca. Es como un ahogado, que pasado un
tiempo en el fondo del río, tarde o temprano emerge a la superficie mostrando
un cuerpo hinchado, podrido y medio comido por peces y cangrejos, y cuanto más
tiempo pase en el fondo más repugnante resulta luego cuando sale a flote.
*
Las brujas que
habitan en la comarca de mi aldea natal aparte de su estrafalario gorro, sólo
tienen una cosa en la cabeza: ganar en la competición de brujas y hechiceras
que se celebra anualmente durante el mes de octubre con motivo de su gran
aquelarre interprovincial. Acuden brujas de todo el país y todas compiten por
ser las mejores en sus ritos y hechizos en una lucha feroz y despiadada. Se
establecen varios premios divididos en diferentes categorías y el mas codiciado
siempre ha sido el de la mejor puesta en escena del llamado Rito de Iniciación
Núbil, que básicamente consiste en degollar a un recién nacido sobre los pechos
desnudos de una joven virgen, aunque
para no resultar excesivamente crueles, la joven no suele ser virgen.
Dada la complicación de las
pruebas la forma habitual de participación es por equipos, y cada equipo está
formado por tres o cuatro brujas, una de las cuales es la jefa del grupo y es
quien diseña la estrategia y asume todas las responsabilidades. En general,
pasada la competición desaparecen las hostilidades entre las participantes,
excepto en el caso de Janet, y su gran enemiga, Wanda, que se odiaban desde que
se conocieron, y se conocieron en el parvulario con tres o cuatro años de edad.
De la misma forma que hay amores a primera vista, también hay odios a primera
vista, pues al fin y al cabo ambas emociones no difieren una de otra más que en
la orientación. Si con el amor eres feliz cuando lo es el ser amado y te
entristece verlo padecer, con el odio ocurre lo contrario, estás encantado si
tu odiado sufre como una perra y te llevas un berrinche si sabes que se lo está
pasando en grande. Claro, que en el fondo, sí hay una gran diferencia entre el
amor y el odio, una diferencia que hace más perfecto al odio, pues lo convierte
en una emoción más completa. La diferencia es que el odio admite diversidad; es
decir, mientras que resulta imposible estar completamente enamorado de dos
personas a la vez, es muy normal odiar a un grupo de varios individuos
simultáneamente, incluso puedes odiar a una señora mayor a su hija y a su nieta
en el mismo día sin que nadie piense que eres un pervertido. Pues bien, el caso
es que Janet y Wanda se odiaban con verdadera locura desde el primer día que se
vieron. Un odio apasionado y puro, un odio, aún después de tantos años, sincero
y desinteresado que las hacía competir cada año en el gran aquelarre con la
única idea, no ya de ganar, sino de evitar que ganara la otra. Si para
conseguirlo era necesario acuchillar a sus propias madres no lo dudarían ni un
solo segundo, lo cual da una idea de hasta donde estaban dispuestas a llegar en
su empeño. Las dos competían en la prueba de mayor prestigio, el Rito de
Iniciación Núbil y a estas alturas, un mes antes de la celebración del
campeonato, a las dos les faltaba la parte más importante: un bebé al que
degollar. Bueno, la verdad es que Wanda ya contaba con uno aunque todavía no lo
había visto, ni sabía nada de él. Resulta que Fina y Flora, las hermanas
pajarito, aunque en aquel tiempo yo no lo supiera, eran brujas y pertenecían al
equipo de Wanda y en cuanto se enteraron de que su vecina, mi madre, estaba
embarazada, ya tenían claro de dónde iban a sacar el bebé que necesitaba su
jefa. Claro, que lo que no se podían imaginar es que naciera un bebé-lobezno, y
si la celebración caía en noche de luna llena no les valdría de nada, pues en
tal caso no era muy probable que se quedara quieto sobre los pechos desnudos de
la joven virgen. Por eso las hermanas pajarito, que ya habían recibido parte de
la recompensa de Wanda, se mostraban tan nerviosas y andaban de un lado para
otro como vaca sin cencerro con gesto de preocupación. La fecha exacta de la
celebración nunca se sabía hasta pocos días antes. La decidía la Gran Bruja
Maestre Comendadora de Hechizos, alguien que nadie conocía, pues en sus
apariciones siempre llevaba una máscara de dudoso gusto hecha de barro, paja y
excrementos de murciélago, por lo que a su deplorable especto se unía un
penetrante olor a mierda. Naturalmente, nada de todo esto afectaba de momento a
Evaristo, mi hermano-lobo, que estaba recibiendo todas las atenciones posibles
de la tía Flavia, en menos medida de mi madre, ninguna de mi padre, y por
supuesto, la indiferencia de la abuela Dora que en el fondo le traía todo al
fresco. A mí me dolía ver que alguien con pinta de chucho callejero
(ocasionalmente, ya, pero esa imagen se quedaba grabada de forma indeleble), me
robara el poco cariño que mi familia me dispensaba. Sobre todo me molestaba
compartir la dedicación de tía Flavia, pues de todas las mujeres de la casa y
de todas las de la aldea, era la que mejor me caía. Todos los años, después de
las lluvias de otoño, me llevaba a coger caracoles, y aunque no sea una
actividad que destaque por lo que une a las personas, yo lo recuerdo como algo
grande y este año, que ya había empezado a llover, aún no habíamos salido
ningún día porque estaba continuamente con el “otro”. Que pronto se empieza a sufrir
en la vida porque somos reemplazados por “otro”, pensé con mis escasos siete
años mientras intentaba bajar por mis propios medios del árbol al que me había
subido en un intento desesperado de llamar la atención de la tía Flavia. Ella
estaba acunando a la bestia en un extremo del jardín y por un momento pensé que
estaba preocupada por lo que me pudiera pasar porque se levantó gritando cuando
vio que estaba a punto de matarme.
-Bájate de ahí,
desgraciado, que te vas a romper la crisma. Será tonto...
No la pude hacer caso
porque resbalé y me quedé enganchado por los pantalones en una rama sin poder
subir ni bajar balanceando como un ahorcado de un lado para otro. Entonces, vi
que las hermanas pajarito salían de su casa camino de la mía y se detuvieron
justo debajo del árbol del que yo pendía sin advertir mi presencia. Estuve a
punto de gritar auxilio cuando una intuición que aún no tenía, me hizo
permanecer en silencio. Un silencio que aproveché para enterarme de lo que
estaban hablando.
-Flora, de verdad, a mí me
da no sé qué matarlo,... es tan mono.
-¿Mono? ¡Es un perro! Y es
la única solución.
-Pero hay muchas
probabilidades de que sea en una noche normal...
-Ya y si no, imagínate el
numerito. Por eso tenemos que anticiparnos y decirle a Wanda que el niño se ha
muerto. Así, que primero lo secuestramos y luego le damos matarile. Ella, al
principio no se lo va a creer, pero le enseñamos el fiambre, y ya está, asunto
concluido. Se llevará un disgusto,
pero no lo pagará con nosotras, porque es muy normal que un recién nacido la
doble inesperadamente.
Yo me seguía meciendo
empujado por la suave brisa del atardecer sin hacer ningún movimiento que
delatara mi presencia, pues aunque no entendía nada, mi intuición, una vez más,
me decía que se trataba de algo que ellas preferían mantener en secreto.
Llevas toda la razón en que la mayoría no paramos de buscar relatos para leer. Aunque mi caso no se limita a la temporada de verano. Actúo de la misma forma en otoño, invierno y primavera. Lo que ya no es tan habitual es encontrarse con unos cuentos tan entretenidos como los tuyos. Por favor, no tardes demasiado en continuar con esta divertida historia.
ResponderEliminargracias por tu interés, el viernes estará lista la siguiente entrega.
EliminarHace mucho que no leía algo tan divertido. Me encanta!
ResponderEliminargracias Molina de Tirso, espero que te siga gustando el resto.
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