Estamos en verano, todo el mundo tiene más tiempo, apetece leer y yo tengo un cuento que escribí hace mucho tiempo, de modo que todo en caja. Os deseo unas estupendas vacaciones y que os guste mi cuento de verano de este año.
Grizzly
Me despertó a pesar de mis intentos por ignorarlo.
Sonaba como yo me imagino que sonaría la mano de un esqueleto rascando la tapa
de madera de un ataúd. Sonaba a desesperación. El ruido, amplificado por la
soledad de la noche, resultaba perturbador, más aún, casi espeluznante. Su
insistencia me desveló y me obligó a prestarle una atención que yo prefería
dedicar a intentar quedarme dormido otra vez. Provenía de un armario de la habitación
de al lado y su insistencia me desveló definitivamente. Sin duda se trataba de
algo que estaba arañando la puerta del armario desde su interior, con decisión
y a veces con furia; seguramente era un animal encerrado que trataba de salir.
No quise imaginar qué tipo de animal podía ser, pero
fue inevitable pensar en una rata. ¿Cómo podía haber una rata en mi casa?
Bueno, no era tan difícil teniendo en cuenta la enorme cantidad de ratas que
existen, por lo visto, tocamos a tres por cada habitante, aunque según opinión
de los que se dedican a la desratización, la proporción es alarmantemente
mayor. Eso significa que según la estadística más favorable, podía haber en mi
armario, no una rata, sino tres. Esta idea hizo que instintivamente subiera el
embozo del edredón hasta taparme la cabeza casi por completo. Aparté la idea de
una enorme rata gris trepando por las sábanas hociqueando lentamente en busca de alimento hasta encontrar
una de mis orejas. Me tranquilizó acordarme de que el verano pasado había
puesto veneno para ratas después
de que un vecino me comentara que había visto a una merodeando por su jardín,
un día de barbacoa. Claro, que era evidente que de momento nadie se había
comido el veneno, pues si no, yo no estaría ahora completamente despierto
escuchando ese terrible ruido que cada vez era más presente y agobiante.
Además, el veneno lo puse debajo de un sofá, pensando que en los armarios con
el antipolillas sería suficiente, de modo que no había esperanza de que acabara
comiéndoselo en ese momento ningún invasor.
Eché de menos a Renata, ¿qué narices hacía Renata que
no estaba allí conmigo? Todas las noches tenía que soportar su peso sobre mis
piernas y precisamente hoy había decidido dormir en otro lugar. Justo cuando
más lo necesitaba me había dejado solo, qué prueba tan dolorosa de infidelidad.
Renata es mi gato, mi enorme y juguetón gato, que a pesar de que el nombre es
femenino, así es como se llama, pues descubrimos su masculinidad a los tres
meses, cuando lo llevé al veterinario para esterilizarla pensando que era
gatita. Demasiado tarde para buscar otro nombre.
Animado por una fugaz tentación de valor pensé en
levantarme y abrir la puerta del armario, armado como es natural con algo
contundente con lo que poder atizar al roedor, pero no me costó demasiado
esfuerzo renunciar a la idea y buscar alguna alternativa menos arriesgada. Una
rata acorralada, o simplemente enfurecida puede resultar extremadamente
peligrosa. Hay que tener en cuenta que las ratas son animales que no se limitan
a correr por el suelo también son capaces de saltar, a veces llegando a la altura de partes vitales, o al menos
muy apreciadas, de quien ellas consideran su agresor. La imagen de que tal cosa
pudiera sucederme en ese momento fue suficiente para descartar inmediatamente
la idea.
Vale, no abría la puerta del armario, no es la
primera vez que postergo la solución de un problema, pero algo tenía que hacer
pues si no, no conseguiría pegar ojo en toda la noche.
Me levanté y con decisión cerré tanto la puerta de la
otra habitación como la de mi dormitorio, de modo que así conseguía dos cosas,
primero, dejaría de escuchar el angustioso ruido que me había despertado, y
segundo, en caso de que el animal consiguiera salir del armario no podría
entrar en mi habitación para atacarme, morderme y probablemente devorarme.
A la mañana siguiente un sol espléndido me despertó
unos minutos antes de que lo hiciera Renata arañando la puerta de mi
dormitorio. Al menos eso esperaba yo, que fuera Renata quién llamaba. Contuve
la respiración para que el único ruido que se escuchara fuera el de unas uñas
rascando la madera de la puerta, y así estuve, sin respirar, hasta que el
inconfundible maullido de Renata alejó de mí toda duda. Abrí la puerta y quise
abrazarlo pero se me escabulló como siempre hace cuando no desea carantoñas. Lo
único que quería, como todas las mañanas, era que le abriera la ventana para
salir al jardín a darse un paseo. En esta ocasión no satisfice sus deseos a
pesar de sus protestas ya que tenía otros planes para él, y si maullaba tanto
mejor, así debilitaría la moral del enemigo que yo sabía que seguiría en algún
lugar de la habitación de al lado.
Pero antes de abrir la puerta tenía que trazar un
plan de ataque, no quería que la improvisación se adueñara de la toma de
decisiones. Lo primero que tenía que tener en cuenta era que la amenaza podía seguir dentro del
armario o no, quizá en algún momento de la noche había conseguido salir y estar
escondida en algún otro sitio de la habitación, de modo que el primer paso era
buscar un arma para entrar con cierta tranquilidad. Y por supuesto, hacerlo con
todas las protecciones posibles, así que me puse mis botas de montaña,
pantalones gruesos, los que utilizo para viajes largos en moto, y mi chupa de
keblar a juego, y ya puestos, ¿por qué no?, el casco. Como arma, primero pensé
en mi arpón de pesca submarina, pero la perspectiva de atravesar con él a una
rata me pareció excesivamente repugnante, aparte del riesgo que corría Renata
de ser ella quien se llevase por accidente el arponazo, así que recurrí a la
vieja escoba. Una escoba parece que esté pensada para atrapar ratas, pues abre
muchísimo su campo de acción. Al lado de una simple estaca, es como una
escopeta de postas comparada con el rifle.
Mientras me equipaba con todos mis pertrechos de
combate, mandé de avanzadilla a mi fuerza de choque. Abrí la puerta de la
habitación con extremada cautela y la volví a cerrar con rapidez después de
deslizar a su interior a Renata, que no parecía entender la gravedad de la
situación pues trató de jugar conmigo mientras lo empujaba hacia su destino.
Permanecí unos segundos que se convirtieron en minutos con la oreja pegada a la
puerta esperando escuchar el fragor de la batalla, pero nada se oía salvo los
maullidos de Renata preguntándome que dónde estaba la gracia de aquel estúpido
juego. Me vestí con mi uniforme de guerra, cogí mi arma y con decisión entré en
la habitación cerrando de nuevo la puerta tras de mí. El ruido que escuché me
dejó paralizado momentáneamente aunque he de confesar que luego sentí cierto alivio: de nuevo el inconfundible
rascar en la puerta del armario, es decir, la enorme rata seguía presa en el
mismo sitio. Por un momento pensé que la solución estaba precisamente en
aprovechar esa situación, cerrar la puerta con llave y olvidarme del asunto, de
modo que el hambre y la sed acabarían tarde o temprano con mi enemigo. Sí,
parecía un buen plan, si no fuera porque dentro estaba mi abrigo de cachemir
protegido tan solo por un producto antipolillas, además de chaquetas y otras
prendas que podía necesitar próximamente. No, tenía que encarar el problema,
coger el toro por los cuernos y resolverlo con decisión y valor.
Me preparé para el momento, respiré hondo, mantuve el
aire en mis pulmones con todos los músculos en tensión, agarré el pomo de la
puerta del armario con la mano izquierda y con la derecha enarbolé la escoba,
comprobé que Renata estaba en su puesto, expulsé todo el aire en una potente
exhalación y al tiempo que volvía a inhalar todo el oxigeno que pude, abrí
impetuosamente la puerta.
Hay momentos en la vida en que uno se hace muchas
preguntas que hasta entonces no se había planteado. Recuerdo que siendo un
niño, cuando murió mi abuelo, fue uno de esos momentos. De repente me pregunté qué
hacía yo en este mundo, dónde estaba el sentido de todo, por qué estábamos
vivos y qué importancia podría tener dejar de estarlo. Cuando abrí la puerta
del armario me pregunté, esta vez
realmente intrigado, cómo era posible que un ruido tan terrible, tan
espeluznante como el que me había despertado la noche anterior y obligado a
vestirme de motorista para abrir un armario, fuera provocado por un animal tan
diminuto. Allí estaba, al borde del infarto, un diminuto ratón gris mirando
perplejo al monstruo que tenía delante de él, temiendo la descarga de la enorme
escoba que le amenazaba desde una altura que se perdía más allá de su vista.
No tengo ni idea de cómo se puede tranquilizar a un
ratón, pero si lo hubiera sabido, sin duda es lo que hubiera hecho en ese
momento. El pobre animal estaba aterrorizado, atenazado por un miedo infinito,
temblando, y hasta pasados unos segundos no fue capaz de reaccionar. De
repente, al ver que no le caía ningún escobazo ni nadie parecía tener intención
de devorarlo, salió corriendo a una velocidad increíble para su tamaño hasta
llegar a un rincón de la habitación. Evidentemente se había equivocado de
dirección a la hora de emprender la huida y en lugar de dirigirse hacia donde
había un sofá, una librería y una mesa de pared con un par de sillas donde se
podía haber refugiado, lo hizo hacia la zona más despejada de la habitación, un
terreno sin posibilidad de escapatoria y sin lugares donde esconderse. Renata
se había subido a la mesa buscando el sol y de momento no se había percatado de
la presencia de lo que con toda seguridad sería su víctima de torturas sin
límite en cuanto lo descubriera. Mi idea en ese momento era salvar la pobre
bicho. Avancé hacia él con la intención de cogerlo y soltarlo fuera de la casa.
Me conmovieron sus intentos por desaparecer absorbido por la pared. Cada vez se
apretujaba más contra el rincón, comprimiendo su diminuto cuerpo casi hasta el
punto de la implosión, y cuando ya lo tenía a mi alcance, justo en el momento
en que lo iba a coger, un jarrón de cristal se estrelló contra el suelo dándome
un susto de muerte, empujado por Renata al saltar de la mesa. Había descubierto
al pobre animalucho y su instinto salvaje surgió repentinamente, igual que
hicieron sus garras, para dar caza al ratón que aprovechó el momento de
confusión para salir disparado hacia el otro lado de la habitación. El ratón
chilló, yo grité a Renta, ella maulló, y acto seguido nos encontramos los tres
en el mismo espacio de la habitación aunque solo se nos veía a Renata y a mí, el
otro se había escondido con admirable habilidad. Cogí al gato en volandas y lo
saqué de la habitación entre sus protestas, más que por salvar al ratón, por
evitar que empezara una persecución entre cristales rotos con la predecible
consecuencia de acabar en el veterinario para que remendara las patas de mi
bravo felino.
Salvé al ratón, en cualquier caso salvé al ratón y
tal como lo salvé, también me olvidé de él. Me fui a mi trabajo, me aburrí y
cansé, como siempre, de lo que allí hacía y regresé a mi casa. Así todos los
días, hasta que no hace mucho, quizá porque había cenado demasiado, no
conseguía quedarme dormido. Tengo un método estupendo para volver a conciliar
el sueño pero en esa ocasión me falló, de modo que a las tres de la madrugada
estaba con los ojos como platos sin saber si continuar en la cama o levantarme
para hacer una visita al frigorífico y entonces volvió a suceder. De nuevo se
podía escuchar con extraordinaria claridad el ruido de un animal royendo o
arañando una madera. En esta ocasión no me produjo ninguna alarma pues ya sabía
yo que no se trataba de una temible rata, sino de mi viejo y olvidado amigo el
ratón, así que no le presté especial atención y seguí dudando si levantarme a
por un poco de leche o tratar de dormir de nuevo. Me decanté por lo segundo y
volví a intentar de nuevo mi método de relajación para recuperar el sueño, pero
se trata de un método que precisa silencio y eso es justo lo que no había en
ese momento. El ruido anterior había sido sustituido por otro ruido nuevo; esta
vez, sonaba como si el ratón estuviera correteando de un lugar a otro, casi
daba la sensación de que estuviera jugando. No me podía imaginar tanta
despreocupación en un animal tan temeroso y entonces me acordé de Renata. No
estaba conmigo, lo cual resultaba extraño pues lo normal es que durmiera a mis
pies, incluso encima de ellos. Agudicé el oído y me di cuenta de que a los
pequeñas carreras del ratón sobre la tarima le acompañaban los mullidos pasos
de mi gato. Gato y ratón juntos, malo para el ratón, pensé inmediatamente, y
con ese pensamiento di por concluidos mis intentos de volver a dormir. Me
levanté decidido a salvar por segunda vez al ratón de las garras de Renata,
encendí la luz, salí al pasillo, pasé a la otra habitación y descubrí sorprendido
una escena que jamás podría haber imaginado. Debajo de la ventana estaban el
ratón gris y Renata, uno al lado del otro, muy quietos, mirándome con expresión de haber sido
pillados haciendo una trastada, si es que tal expresión es posible en un ratón
y un gato. Los miré fijamente sin dar crédito a mis ojos, moví lentamente la
cabeza de un lado a otro, y volví a la cama. ¡Estaban jugando!
A partir de esa noche, ver a Renata y al ratón juntos
se convirtió en algo normal y cotidiano. Renata dejó de salir al jardín pues en
casa tenía todo el entretenimiento que necesitaba y raro era verla sin su nuevo
amigo, hasta comían juntos, el ratón invitado por el gato, literalmente metido
dentro de su plato.
Para mi era un placer ser testigo de aquella
extraordinaria amistad, incluso me hicieron un hueco en la relación. A partir
de entonces yo trataba de salir antes del trabajo para llegar pronto a casa y
participar de la recién estrenada vida familiar. Solíamos ver la televisión
juntos, es un decir claro, porque solo la veía yo, pero Renata dormitaba en su
cesto como siempre, con el ratón a su lado, a veces entre sus patas o
encaramado en los cuartos traseros. Cuando despertaban se ponían a jugar lo
cual era francamente divertido de observar. Por cierto, el ratón cada vez
estaba más gordo, supongo que era normal pues tenía todo el alimento que quería
a su alcance con solo meterse en el cuenco de Renata, cosa que muchas veces
hacía aunque no estuviera ella. Un glotoncete, vamos.
Por las noches Renata seguía durmiendo a mis pies, y
por supuesto también el ratón pues no podía faltar de su lado. Vaya trío. Yo
trataba de no moverme demasiado por miedo a aplastar al ratoncín que ya era
hora de que tuviera un nombre así que le puse Grizzly. Sonaba mejor que Kodiak,
y la idea era la misma.
Renata, Grizzly y yo formamos un equipo estupendo y a
pesar de lo azaroso de los inicios, la relación pronto se convirtió en un mundo
balsámico y hermoso, que tanto a Renata como a mí, nos producía una enorme
satisfacción.
Es curioso observar, me decía yo a mí mismo, como un
ser tan diminuto podía aportar tanto al grupo, probablemente lo mismo que el
más grande de los tres, es decir que yo.
Nos convertimos en inseparables y hasta dejó de molestarme hacer siempre
las mismas tonterías en mi trabajo, de hecho, mis compañeros observaron que me
mostraba con menos agresividad con ellos y era más tolerante. Parece que todo
el mundo salía beneficiado con la presencia de Grizzly.
Esta mañana sin embargo…
Conviene decir que yo me comunico bastante mal con mi
gato, vamos que no me hago entender, o quizá sea él quien no quiere entenderme
a mí y se hace el loco, pero al revés no sucede: todo lo que Renata quiere
decirme lo capto a la primera y casi siempre atiendo sus peticiones, vamos, que
hago lo que me dice en un 99% de las veces. Claro que no siempre que me dice
cosas es para pedirme algo, a veces simplemente me hace comentarios sobre lo a
gusto que se encuentra, o se interesa por cómo me ha ido fuera de casa, incluso
en muchas ocasiones me llama para ofrecerme cosas que ha cazado. De hecho,
siempre que captura una lagartija, me llama para que la vea, luego hace un
gesto de ofrecimiento y se aleja dejándome el suculento manjar que ha
conseguido en su jornada de cacería para que disfrute de él. Le gusta alimentarme,
yo creo que como una forma de igualar nuestra relación pues es consciente de
que yo lo alimento a él. No todas las veces que me trae comida son lagartijas,
pájaros, abejas y otro tipo de insectos, en una ocasión me trajo un chuletón
del jardín de al lado donde
estaban preparando una barbacoa. He de decir que me sentí bastante mal
oyendo a mi vecino regañar a sus hijos por haberse llevado un chuletón para
jugar, aunque según lo decía, a él mismo tenía que sonarle bastante raro.
Esta mañana no tenía que ir a trabajar así que me he
hecho el remolón en la cama retrasando todo lo posible el momento de
levantarme. Mi intención era estar hasta pasadas las doce del mediodía o más.
Muy pocas veces lo he conseguido y
hoy no iba a ser una excepción.
Aún en el estado de duermevela, mi favorito después de
completamente dormido, una potente llamada de Renata me ha puesto en alerta. Se
trataba de una llamada desconocida, un grito que nunca antes había escuchado,
no sabía exactamente qué me estaba diciendo, pero sí sabía que era importante.
Me he levantado sin demora y he ido a la habitación de al lado para ver si
conseguía entender lo que Renata me estaba diciendo, pero no había manera. Le
he pedido que se tranquilizara, que tratara de hablar más despacio, pero como
siempre, él no me entendía. Notaba cierto tono de enfado en su voz, como si me
estuviera culpabilizando de algo. Entonces lo he visto, y casi me da un vuelco
el corazón: pegado al sofá, con medio cuerpo debajo, estaba patas arriba
Grizzly, muerto, con el abdomen hinchado y un líquido blancuzco asomando por la
comisura de su diminuta boca. Lo he cogido con un cuidado extremo como si
temiera hacerle daño y rápidamente me he dado cuenta de lo que le había pasado.
Esta mañana, Grizzly, después de un montón de tiempo sin haberlo visto,
descubrió el potente veneno, y por otro lado apetitoso, que puse hace más de
dos meses por si entraba la rata que vio mi vecino.
El muy imbécil seguro que jamás vio ninguna rata y se
lo inventó todo para poderse explicar la desaparición de su estúpido chuletón.
Odio a mi vecino, tanto como me odió Renata cuando
fuimos a enterrar a Grizzly. Entré en la cocina para coger un cuchillo o algo
con lo que escarbar en la tierra y al pasar por delante del frigorífico se me
ocurrió una tontería; pensé que si le daba leche a Grizzly, quizá surtiera el
efecto que tantas veces había oído como remedio infalible contra las
intoxicaciones. No tenía nada que perder, más muerto de lo que ya estaba no
podría llegar a estar por muy mal que le sentara la leche, así que con decisión
le puse un artesanal embudo hecho con un plástico enrollado en la boca y vertí
en su interior el salvífico líquido. Renata se subió a la encimera para seguir
toda la operación en primera línea. De vez en cuando me miraba expectante
buscando alguna señal en mi rostro que delatara que sabía lo que me traía entre
manos, pero la verdad es que no, todo era pura improvisación y si tuviera que
apostar por algo, desde luego sería por el fracaso de la intentona.
Con un dedo hacía masajes en el vientre hinchado del
ratón para que la leche pasara al estómago, sin demasiadas esperanzas he de
decir. De repente, Grizzly pareció moverse. Un dedito de una de sus diminutas
patas había temblado. Le quité el embudo, le di la vuelta y a continuación unos
suaves golpes en la espalda. El ratón pareció toser, luego vomitó un líquido
blancuzco, no sé si de la leche, del veneno o de ambos, y poco a poco volvió a
la vida. Renata se llevó tal alegría que intentó dar una vuelta sobre si misma
y se cayó de la encimera. Volvió a subir de un salto, y de otro salto se
encaramó en mi espalda clavándome sus uñas que utilizaba como crampones para no
resbalar. ¡Sí, lo había conseguido! ¡Grizzly estaba vivo, lo había vuelto a
salvar!
Al poco tiempo ya estaba de nuevo jugando con Renata
que dejó de odiarme inmediatamente. Yo también dejé de hacerlo.
Me ha encantado y, sobre todo, sabes qué?. Pues que ya no tengo miedo a los ratones... Pero tendré que tener un gato. Uf. no sé, pero me ha gustado
ResponderEliminaryo te puedo proporcionar el set completo, gato + ratón.
ResponderEliminarMe alegro mucho de que te haya gustado Carmen y también de que haya mejorado tu imagen sobre ratones y gatos. Besazos
Un relato muy tierno y, para haber salido de ti, sorprendentemente sin sorpresa final ni giro inesperado, siempre que resucitar a un muerto entre dentro de lo corriente. Lo mejor es su tono afectuoso y esa sensación de haber sido escrito de forma sencilla pero a la vez de mantenernos enganchados al argumento. A mi también me ha encantado.
ResponderEliminarGracias Mazcota. Por cierto no encuentro "mi gozo en un pozo". Supongo que será un fallo de mis conexiones y que lo sigues manteniendo, ¿no? Cada vez me siento más confuso con las cosas que me pasan con los ordenadores porque pienso que solo me pasan a mí.
EliminarPues te dejo por aquí el enlace http://migozoenestepozo.blogspot.com.es , a ver si las muy canallas aún siguen resistiéndose. Me parece que los ordenadores son un misterio para todo aquel que no sea informático. Al mio, por ejemplo, le ha dado por poner en marcha su ventilador con sólo conectarlo. Yo lo achaco a la calor que estamos sufriendo últimamente. Supongo que para otoño ya habrá dejado de hacerlo. Si es que aún no ha estallado, claro.
Eliminarjajaja, te pasa cada cosa...
Eliminargracias ya tengo tu enlace.