Los motores del viejo bombardero
Whitley 683 bramaban tratando de impulsar al aparato a través de un aire denso,
agitado y oscuro. John, acuclillado en una de sus torretas, escrutaba su
alrededor buscando alguna forma sobre la que disparar su ametralladora M22. De
vez en cuando, el fulgor de una explosión cercana le estremecía y le hacía
encogerse todo lo que un cuerpo
humano puede llegar a hacerlo. El avión se retorcía con cada descarga como la
bodega de una galera en medio de un temporal. Afortunadamente el ruido de los
motores ocultaba el pavoroso crujir de las cuadernas. Luego, pasado el gran
resplandor, John permanecía unos segundos con los ojos tan abiertos como los
suelen abrir los ciervos abatidos segundos antes de morir; con la misma
expresión de no comprender qué hacía agonizando. Entonces pensó que lo peor no
es morir: lo peor es que te maten.
El mundo, 1000 metros más abajo, se abría en
supurantes estallidos de tierra y barro. Los reflectores marcaban caminos de luz
difíciles de seguir por las baterías antiaéreas que se movían en esperpénticos
espasmos circulares. Johann esperaba su turno para salir. Por fin, una de las
piezas necesitaba que alguien reemplazara a su artillero que estaba pespunteado por las balas de
un caza cumplidor de su deber. Johann salió de su refugio, apartó como pudo a
su agujereado compañero, y se ajusto en el asiento mirando hacia el cielo buscando, primero clemencia, y luego,
algo que matar. De reojo contempló al soldado al que había sustituido y después
al que esperaba turno en el refugio para sustituirle a él. Entonces pensó que
lo peor no es que te maten: lo peor es no entender porqué te matan.
El comandante del avión trataba
en vano de mantener la calma, pero era nuevo en ser bombardeado, y no paraba de
temblar. Su copiloto, ocupado en desangrarse, ni decía ni aportaba nada. El
artillero John, encogido en su tabuco, llamaba al sargento insistentemente sólo porque necesitaba ver a alguien.
Mientras, las explosiones seguían sacudiendo el aire.
Johann, convulso y poseído por una
vesania incontrolada, aferrado de forma epiléptica al disparador, acribillaba
la nada. Hasta que agotó la munición. Entonces, se quedó inmóvil, echando de
menos al sargento al que conocía desde apenas unas horas.
-¿John, por qué no disparas?
-¡Sargento, creo que nos han alcanzado!
-Imposible chaval, esos de ahí abajo son
incapaces de dar a la muralla china desde un metro de distancia.
Silencio.
-Tengo frío. Mucho frío.
-¿Te has quedado helado, muchacho?¿por qué no te
mueves?
-¿A cuántos he derribado, sargento?
-Entre los que te has cargado tú y los que se
caen solos, apenas quedan aviones en el aire.
Una bomba reventó muy cerca de las líneas
antiaéreas.
-Ven a cubierto mientras traen más munición.
-Sargento, no se vaya, creo que me he quedado
sin munición.
-No te preocupes, tenemos de sobra en el avión. Te la haré
traer
Llevaron más munición.
Hizo que le llevaran más munición.
Una explosión resquebrajó el suelo. Otra el
aire. Ya no quedó nada.
Por cierto, El Ladrón de Nubes, también se vende en la librería Gaztambide de Madrid (C/ Gaztambide, 6) además de las que ya había. Lo digo por responder a varios estupendos visitadores que me lo han preguntado (uno, para ser exactos). Y por supuesto se puede pedir a la misma editorial en www.editorialonuba.es (no poner.com porque sale otra cosa. Son así)