Agosto en Madrid, otro agosto en Madrid. Digo, esta
vez va a ser diferente, pero sé que no, que por mucho que me empeñe, será como
otros agostos anteriores. Entonces me fijo en que esto es una norma universal,
y que no sólo me afecta a mí, sino a todo el mundo, y no sólo al mes de agosto
sino a cualquier partición convenida del tiempo. Los seres humanos despiezamos
el tiempo como quien parte una tarta, y todos los trozos nos salen
cuidadosamente iguales, si no, fijaos en que todos los lunes son idénticos.
También, un sábado es igual a otro sábado, pero un domingo no tiene nada que
ver con un martes. Los días se repiten con disciplinado orden, de la misma
forma que las estaciones. Incluso las horas: las 9 de la noche de un miércoles
es igual a las nueve de la noche de otro miércoles pero diferente a las nueve
de la noche de un viernes, o las doce del medio día del mismo miércoles. Por
supuesto, esto es más notorio en fechas señaladas, a nadie se le escapa que
entre un día de Navidad y el siguiente y el anterior, no existe ninguna
diferencia. Podemos decir que nuestras vidas siguen funciones trigonométricas,
son ondas que se propagan siguiendo una pauta cíclica. Un máximo, un punto de
inflexión, un mínimo, un máximo, un punto de inflexión, un mínimo,…
Esto es así y tenemos que aceptarlo, diréis todos,
pero resulta que no, que se puede hacer algo para conseguir que cada vez que nos levantemos no sepamos
ni donde estamos ni qué va a ser de nosotros. ¿Cómo?, pues la cosa no es nada
fácil, la verdad, además entraña sus riesgos, y la cooperación de todos. La
idea consiste básicamente, en ir cambiándonos unos por otros, de modo que, por
ejemplo, yo tomo el lunes de otra
persona y le cedo el mío, y así sucesivamente. Es decir, un día salgo de casa y
entro como siempre a desayunar en la cafetería de la esquina, me siento a una
mesa y después de tomarme un café con porras, me levanto y atiendo la mesa de
al lado. Entonces, Matías, el camarero, se quita el delantal y acude a mi
oficina. Yo después de despachar un par de mesas, me voy con una señorita
ejecutiva de una multinacional que ha pedido un cruasán a la plancha y dejo a
su acompañante atendiendo la barra que a esas horas se pone imposible. Asisto a
una reunión en la que mantengo firme mi postura de no aceptar el plan de marketing
presentado, y salgo a la calle, cojo un taxi, pero nada de pasajero como
siempre, sino de taxista, y llevo a un señor a Manuel Becerra y ahí lo dejo,
con el taxi. Yo subo a su casa, me siento en un sillón comodísimo, tras apartar
a un perro de lanas, y su mujer me ofrece una cerveza con unas peladillas que
yo acepto encantado.
A la mañana siguiente, ya veremos.
acabo de llegar de mis minivacaciones (o las de otro). gracias por estar ahí.
ResponderEliminarDe nada, es un placer.
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