jueves, 18 de agosto de 2022

Discusiones de verano que duran toda una vida

 


Como todos los años por estas fechas, me he hecho un viaje en solitario en mi moto. Amo a mi moto, mi moto me ama y juntos vamos a Alabama. En esta ocasión no ha sido Alabama, sino Corao, un pueblo perdido de Dios y encontrado por el turismo. Es un lugar maravilloso en la maravillosa Asturias y llegué a las cuatro de la tarde. Atención a la hora de llegada porque tiene importancia argumental. 

El pueblo consiste en una hilera de casas dispuestas en una única calle, aproximadamente unas cincuenta, de las que cuarenta y ocho son alojamientos rurales. Hay más hoteles que casas, y es que la vida en el campo se vive mejor ignorando que estás en el campo, o lo que es lo mismo, trabajando en cualquier cosa que no sean las labores de la tierra.

En la primera pasada al pueblo, es decir a la calle, no descubrí "El Espino", que era la casa rural en la que yo había reservado; ni en la segunda ni en la tercera, de modo que decidí hacer lo que no saben hacer los GPS: preguntar.

Vi un bar abierto en una de las casas que no se había convertido en hotel, solamente había llegado a tasca, el género chico de la restauración, y pasé asumiendo que la pregunta me costaría un café, torrefacto, casi seguro. La tascuela tenía una pequeña terraza con tres mesas y sólo una estaba ocupada, por dos personas, dos cafés y dos gin tonics. Se trataba a todas luces, de un padre y su hijo de unos veinte años pasados, discutiendo acaloradamente. Lo que no estaba claro era quién regañaba a quién. 

    -Tienes que escuchar y comprender a tu madre, esa es tu obligación.

Los intentos del padre en la defensa de la familia y de sus reglas fundacionales, no conseguían abrir brecha en el ánimo de  la criatura que replicaba con descaro:

    -Mi madre, con su comportamiento, no solo ha conseguido que no la entienda yo, tampoco la entiendes tú, con la diferencia de que a ti te respeta y a mí no me habla, y casi mejor porque cuando me habla, me insulta.

    -No digas eso.

    -Pues si no digo eso, y digo cualquier otra cosa estaré diciendo una mentira, porque la verdad es lo que acabo de decir.

    -Eres igual que tu madre.

Atención, recordemos que esta escena está teniendo lugar a las cuatro de la tarde. Me tomé mi café, una porquería de cuidado, torrefacto, y salí al exterior con la información precisa que me llevaría a mi hotel rural donde podría descansar de los estragos del viaje.

Salí del local con ardor de estómago y al pasar por delante de la escena paternofilial, deseé en silencio suerte a los contendientes; cogí mi moto, amo a mi moto mi moto me ama, y me fui directo al "Espino" donde me esperaba una larga ducha.

Al cabo de dos o tres horas (no todo el tiempo bajo la ducha, claro), me encontraba descansado, recuperado de las fatigas de más de quinientos kilómetros, fresquito y con ganas de tomarme una cerveza bien fría antes de cenar, que ya sabía yo dónde ir, al pueblo de al lado, más grande y con más recursos gastronómicos.

Me dirigí al bar del café asqueroso sabiendo que una cerveza de barril jamás la ponen torrefacta, por lo que no había nada por lo que temer, y ahora viene lo bueno de la historia. 

Eran las siete de la tarde, ojo. Pues bien, en la terraza de la tasca, lo habéis adivinado, seguían sentados exactamente cómo me los encontré a las cuatro, el padre y el hijo. Seguían en sus mismas posiciones, tanto por su acomodo en la silla, como en sus puntos de vista a cerca de la madre.

    -Si no haces caso a tu madre, serás un desgraciado toda tu vida.

    -Ya soy un desgraciado, por haberle hecho caso hasta ahora.

    -Eres igual que tu madre.

No pude aguantar el drama, que seguía vivo, de modo que volví grupas, cogí mi moto, amo a mi moto mi moto me ama, y salí del pueblo pensando que las disputas entre un padre y un hijo, una vez que empiezan, ya nunca tienen final.


Leoncio López Álvarez


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