Dimas intentó seguir caminando temeroso de todo.
Mejor dicho, arrastrándose. Era un hombre extremadamente religioso y a pesar de
su convencimiento de que tras la muerte pasaría a una vida mejor, cada vez que
se veía en peligro, el miedo lo atenazaba sin dejarlo apenas respirar. Su mujer
le reprendía por ese terror tan poco coherente con sus creencias. Si tan
convencido estás de ir al cielo, le decía, ¿por qué temes el momento de que eso
ocurra? ¿No es precisamente lo que más deseas?
Ahora estaba a punto de llegar al santuario del
Arcángel san Rafael, del que era gran devoto, para ofrecerle sus oraciones de
agradecimiento por ser su ángel de la guarda, siempre vigilante y eficaz. Todos
los años, al inicio de la primavera, hacía la peregrinación a la remota ermita
con la única compañía de su silenciosa devoción.
El santuario estaba situado en la cima de una
escarpada montaña, que a veces aún mantenía nieve en sus laderas. No tanta como
en esta última ocasión, que además de nieve, el hielo dificultaba la
ascensión. Cuando apenas le quedaban unos metros para llegar, sufrió una
aparatosa caída despeñándose por un risco implacable.
Probablemente se había rotos varios huesos, y quizá
también algún órgano interior, con lo que las probabilidades de sobrevivir en
aquel paraje eran nulas. No le quedaba
más remedio que intentar llegar al santuario. ¿Qué otra cosa podía
hacer? Allí al menos obtendría el consuelo de haber cumplido un año más con su
promesa de visitar a su ángel custodio. Sabía que iba a morir y las pocas
fuerzas que le quedaban debía emplearlas
de la mejor manera posible.
Finalmente, desfallecido, a muy pocos metros de su
objetivo, cuando ya podía distinguir la enorme figura de san Rafael tras la
verja que lo custodiaba, se dio por vencido, y mirando al cielo encomendó su
alma a Dios. Solo tenía que esperar a que dos ángeles enviados por san Rafael,
vinieran a recogerlo para llevarlo a su salvación y lo liberaran del
sufrimiento causado por sus mortales heridas. Cerró los ojos, los abrió de
nuevo, y allí estaban. Dos ángeles enormes batiendo sus alas antes de aterrizar
a su vera. Los veía en contraluz, con un enorme sol detrás, y la visión era
mágica, sobrenatural. Un halo luminoso los enmarcaba tal como había visto en
tantas representaciones litúrgicas. El milagro se había producido. Cerró los
ojos y se dispuso a encontrar la paz.
-¿Cuál es tu olor a cadáver favorito?
Neofrón se lo pensó unos segundos antes de responder.
-Mmmm, no sé, quizá el humano, es más exquisito que el de vaca o cabra.
¿Y el tuyo?
-Sí, el mío también –Hedrix respondió tajante.
Neofrón y Hendrix eran dos buitres que siempre
hablaban de comida antes de darse un atracón.
-Parece que aún no está del todo muerto,
pero yo creo que ya podemos empezar, ¿no te parece?
¡Jajajaja...!
ResponderEliminaresa reacción es mi favorita. Gracias Francisco ;-))
ResponderEliminarpara los buitres Neofrón y Hedrix, no ;-))
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