La soledad
puede crear terribles fantasías.
Los
monstruos que las habitan son reales.
(Clara Gutierrez)
Si coges un cangrejo por el caparazón y lo levantas unos centímetros por encima
del suelo, verás lo que Alberto pensaba que era su vida. Un pataleo inútil y
ridículo que poco a poco se va haciendo más débil, hasta que llega un momento
en que las patas ya cuelgan exánimes, pendulares, lacias como un manojo de
espaguetis recién hervidos. Entonces puede ocurrir que las fuerzas que te
tenían atrapado desaparezcan, pero ya no hay nada que hacer; si acaso ir de
culo un par de pasos antes de desaparecer tú también. Alberto, a pesar de que
ya había cumplido los cuarenta, seguía pataleando. No soportaba la resignación y aún sentía la
necesidad de hacer cosas de las que poder arrepentirse.
Cosa extraña en un viernes por la tarde, había poca gente andando por la calle.
Alberto se paró y miró en dirección contraria al tráfico para ver si venía un
taxi. Nada, lo típico. La única manera de que aparezca uno, todo el mundo lo
sabe, es encendiendo un cigarrillo. Una invocación que nunca falla: en cuanto
das un par de caladas y empiezas a tener la estúpida sensación de que fumar es
un placer, aparece una luz verde que en virtud de Dios sabe qué leyes de la
física, recorre cinco manzanas en fracciones de segundo. Alberto conocía el
sortilegio y sacó el último cigarrillo de un extenuado paquete, sin saber que
en esta ocasión iba a aparecer algo más que un taxi. Pidió fuego, dio una gran
bocanada dando la espalda a la calzada,
luego dio otra más, y una chica pasó por delante de él sin dejar de
mirarlo.
Alberto estaba dispuesto a seguir mirando a la
chica mientras tuviera ojos para hacerlo. Ella lo sabía y pasó por delante de
él consciente de sus pantalones ceñidos.
Los taxis dejaron de existir. La chica se
detuvo en las escaleras del metro, miró su reloj, y se sentó en el primer peldaño. El cangrejo pataleaba.
El teléfono móvil sonó con insistencia puntiaguda en el bolsillo de Alberto.
Era su mujer para preguntarle cuánto iba a tardar en llegar. Mucho. No hay un
maldito taxi en toda la ciudad.
-Si quieres te
voy a buscar y luego vamos a tomar algo por ahí.
En ese momento la chica se levantó, se dio la vuelta y fue hacia Alberto.
-Ahora te
llamo yo, perdona –qué ojos-, no te oigo nada.
La diosa llegó a su lado con un cigarrillo apagado en la mano. Otra vez
un cigarrillo como elemento invocador de algo deseado.
-¿Tienes
fuego?
Alberto sabía que no llevaba mechero, pero fingió buscarlo.
-Fuego, fuego…
¿te vale de aquí? – le tendió su cigarrillo casi consumido.
Un par de aspiraciones y el trasvase ya estaba hecho. Luego la nada. La
chica volvió a su sitio y se sentó de nuevo en la escalera dando la espalda al
mundo.
-Dime… si,
perdona –Alberto cogió de nuevo su móvil sin dejar que terminara una irritante
y monocorde versión de “Las
Valkirias”-, es que aquí la cobertura es malísima… si, no, no te preocupes, ya
voy yo en cuanto pueda… -la chica miró su reloj- no creo que tarde mucho… hasta ahora.
Un taxi libre pasó
lentamente, tanto que Alberto pudo distinguir la cara del taxista que lo
miró como una esfinge en espera de la respuesta correcta. Sin pensarlo, se dio
media vuelta y fue hacia donde estaba la chica.
-Perdona –la chica se sobresaltó tenuemente- llevo un
montón de tiempo esperando un taxi, y me he dado cuenta de que tú también estás
esperando a alguien, y… ya ves, de
repente me he acordado de un juego que hacíamos en el colegio cuando
esperábamos a que vinieran a
buscarnos, y nuestros padres tardaban más de la cuenta en llegar.
Clara Gutiérrez, que ya va siendo hora de decir cómo se llamaba la
chica, miró a Alberto sin desconfianza, lo cual es bastante meritorio si
tenemos en cuenta la extravagante forma de abordarla.
-¿Si?
Una contestación en forma de pregunta, y tan breve, sólo puede indicar
interés, pensó Alberto.
-Sí, verás: el
juego consistía en que pensábamos un deseo y al primero al que vinieran a
buscar, a ese, se le cumplía su deseo.
-¿A los demás,
no?
-Sólo había un
ganador –dijo de la forma más tajante que su tono de voz le permitió.
-¿Y
funcionaba? –preguntó Clara con una mezcla de tristeza y esperanza. Una mezcla
maravillosa en aquellos ojos.
-No lo sé. A mí siempre venían a buscarme el último, pero supongo que
funcionaba porque mis amigos cambiaban de bicicleta muy a menudo.
Claro se rió como si no estuviera demasiado acostumbrada a reirse.
-Vale,
podemos probar. No me vendría mal
una bicicleta, aunque pensándolo mejor...
-Tchis, tchis
–le interrumpió Alberto-. El deseo no se puede declarar, ha de ser secreto.
-Ummm, qué
interesante, cada vez me va gustando más este juego. A ver...
Clara cerró los ojos, y si no fuera porque los tenía cerrados, estaría
mirando al cielo.
La cabeza levemente inclinada, la boca dibujando una leve sonrisa, los
párpados entornados y las pestañas afectadas de un tenue temblor. Para Alberto
era muy fácil pensar en su deseo.
-Ya está
–despertó Clara de su ensoñación-. ¿Y tú? ¿Ya has pensado el tuyo?
-Naturalmente
–un cangrejo pataleaba vigorosamente en la cabeza de Alberto-. Se puede decir
que soy un auténtico experto en pensar deseos, lo hago a toda velocidad.
-Pues nada,
que gane quién más lo necesite.
Un
tropel de personas inundó las escaleras subiendo fatigosamente hacia
ellos. Alberto iba a decir algo ingenioso a Clara pero se quedó paralizado
mirando la marea humana que salía del metro camino de vete a saber dónde. Una
lengua de gente que asomaba al exterior cada cierto tiempo, y que siempre había
pasado inadvertida a Alberto, pero que en esta ocasión le produjo una extraña
intranquilidad. Podía ser que entre todos esos individuos ignorados se
encontrara la persona que estaba esperando Clara. Estudió a cada uno de ellos
intentando descubrir quién podría ser. Poco a poco la multitud fue disminuyendo
hasta que finalmente Alberto observó aliviado que ya sólo subían los menos
preparados para las prisas, como ancianos y otros que claramente no tenían que
cumplir con un destino inmediato. Hasta la siguiente oleada podía estar seguro
de que Clara iba a estar allí. No sabía qué hacer, si permanecer a su lado
hablando de cualquier cosa, contándola historias inventadas con la esperanza de
que jamás apareciera el personaje esperado, o, lo que era más coherente con las
reglas del juego que él mismo había establecido, retirarse al borde de la
calzada a esperar su taxi. Entonces, sin saber cómo, lo que tenía en la cabeza
se transformó en palabras. Lo dijo
quedamente, como una salmodia de vieja beatona, sin apenas despegar los
labios.
-La prudencia es
una señora muy aburrida cortejada por un caballero muy cobarde.
-¿Has dicho algo?
-Que si te vienes
a tomar una cerveza.
Clara miró a Alberto, Alberto estudió la
expresión de Clara. El tiempo se detuvo, el espacio se contrajo a un punto de
densidad infinita. Clara se levantó y Alberto tuvo unas fracciones de segundo
de felicidad. Nada de esto afectó al taxi que se detuvo tras ellos con una luz
verde, omnipresente, obscena. Alberto la vio reflejada en los ojos de Clara.
Un punto verde sobre fondo verde, que sin embargo, cerraba
el paso.
-Hay un taxi libre
justo detrás de ti –sonó como si hubiera dicho, tienes un perro rabioso
persiguiéndote.
Alberto se dio la vuelta muy
despacio con la esperanza de que alguien cogiera el taxi antes que él, pero no;
allí estaba, aparcado desde antes del nacimiento del universo esperándole
expresamente a él. Era Caronte que había venido a buscarlo en su barca para
llevarlo al otro lado del río. Alberto había ganado el juego, pero sentía que
había perdido algo más importante. Su teléfono móvil empezó a sonar otra vez,
pero no contestó. Se despidió de Clara aparentando la alegría que no tenía y
subió sumisamente al taxi.
-Adiós –repitió.
-No esperes que se
cumpla tu deseo. Tu juego no funciona –le dijo Clara cuando el taxi ya estaba
casi en marcha.
Mirar hacia atrás es un acto de crueldad con uno mismo, pero Alberto no
pudo evitar hacerlo, y vio a Clara aún en la misma posición, sin moverse de la
acera, hasta que lentamente se giró y empezó a andar alejándose de la entrada
del metro. Entonces entendió porqué no había funcionado el juego: porque
realmente había ganado ella. La persona a quién estaba esperando había llegado
mucho antes que su taxi. Le había estado esperando a él.
Se sintió sin fuerzas para soportar el peso de su caparazón.