El otro día amaneció propicio para dos cosas que
detesto: la melancolía y el dolor de ciática. Elegí la ciática, porque su
padecimiento me pone de un humor insoportable y prefería estar como un viejo
gruñón que como un viejo a secas.
Cogí mi cachaba y me arrastré como pude hasta la
puerta, doblado por la mitad, que es la única manera conocida de desplazarse en
casos de ciática y salí a esperar al taxista que había llamado para que fuera a
mi casa a recoger un paquete; lo que no sabía el pobre, es que el paquete era
yo.
Decidí ir directamente a que me hicieran una
resonancia magnética, saltándome el paso de acudir primero al traumatólogo,
pero es que las resonancias no duelen, y los traumatólogos te hacen poner de
pié para examinar la columna, te dicen que trates de tocar el suelo con las
manos, y otro tipo de pruebas para las que, francamente, no me encontraba con
cuerpo.
En la sala de espera del médico encargado de hacer
las resonancias, estábamos solo el taxista que me había llevado hasta allí como
si fuera un saco de patatas y yo. Como estas pruebas suelen tardar bastante,
despedí al taxista y le dije que volviera a recogerme pasada media hora. Su
ausencia me alivió pues ya no tenía que estar pendiente de sus carraspeos
continuos que era la forma que tenía de expresar sus protestas por estar
esperando, sin hacer nada, a que me atendieran.
Encontrarme en aquella sala de espera, solo, aislado,
en silencio, suponía un pequeño preámbulo de lo que me esperaba a continuación,
una especie de prueba o examen; si no conseguía superar el abandono en una
habitación amplia y llena de sillas, mucho menos en el agujero de un
electroimán gigante.
Al poco tiempo llegó una mujer que desprendía encanto
por todos los poros, de la misma forma que un hisopo, agua bendita. Estaba torcida,
posiblemente más que yo, y tenía la mirada melancólica, se ve que ella había elegido
por la mañana las dos cosas:
melancolía y ciática.
Era de mediana edad, pero mantenía la perversión de
una sonrisa adolescente en su rostro. Se sentó muy cerca de donde yo estaba e inmediatamente
nos miramos con ese disimulo imposible de disimular que solo se produce en las
salas de espera y en los ascensores amplios. Resultaba misteriosamente
atractiva, y su cuerpo, aunque estaba escorado hacia un lado por culpa de
alguna lesión que ahora trataban de diagnosticar, conservaba el tono de alguien
que ha pasado mucho tiempo haciendo deporte. Un cuerpo de cincuenta años tratado
como si tuviera veinte, con el resultado de una clásica armonía, como esos
edificios que jamás se ven estropeados a pesar de los años que acumulan sus
muros.
Me sentí ligeramente turbado por su presencia pues el
caso es que no dejaba de mirarme, parecía haber descubierto algo en mí que de
alguna manera le llamaba la atención. Podía ser mi expresión de malhumor, hay
mujeres que la confunden con una actitud desafiante y ya sabemos lo mucho que
eso puede llegar a excitar. Yo me hice el duro, pues a pesar de estar encorvado
mantenía intacta mi faceta de seductor, lo cual pareció provocar aún más su
interés en mi.
Cuando ya estaba yo decidido a entablar los
preliminares de una conversación básica destinada a sondear más pruebas de mi
irresistible atractivo sobre ella, entró la enfermera para anunciarme que era
mi turno. Me levanté de mi asiento con toda la soltura que pude, ahogando un
grito de dolor pues no estaba yo para volatines, y sin atreverme a mirar a la
mujer torcida seguí como un cordero el camino marcado por la auxiliar que con
innecesaria frialdad, me llevó hasta una cabina. Una vez allí, me señaló una
bata que yo creo que era de papel y me indicó que me desnudara y que saliera
solo con la bata puesta, con la humillante orden de que la apertura debía estar
en la espalda. ¿Por qué hacen eso los médicos? ¿No es suficiente con tener que
llegar a su consulta en los brazos de un taxista?
Ya, a esas alturas, me daba igual todo, de modo que
hice caso y salí de la cabina tal como se me había pedido procurando que se me
viera el culo entero, aunque a punto estuve de prescindir incluso de la
ridícula bata de papel, como infantil señal de protesta.
Me introdujeron tumbado en un tubo largo y estrecho y
antes de que empezara la prueba con su inconfundible ruido a carraca cósmica,
permanecí inmóvil expectante a nada, pues si hay un lugar en el que no cabe
esperar nada es precisamente el
interior de un electroimán gigante. Pude escuchar claramente que mi compañera
de infortunios, la mujer de mirada melancólica y cuerpo torcido y
condenadamente atractivo, estaba siendo sometida al mismo trato que antes lo
había sido yo. Por un momento me la imaginé con el mismo modelo de bata que yo
lucía y en ese momento dejó de parecerme una bata horrible y se convirtió en un
fetiche.
La mujer estaba, a juzgar por los ruidos que
llegaban, en la habitación de al lado de la mía, en una máquina probablemente
idéntica, y quién sabe, quizá imaginándome a mi tal como la imaginaba yo a
ella, solo con esa fantástica bata.
La ensoñación cesó y rápidamente los ruidos
procedentes de ambas máquinas llenaron todo el espacio disponible. A veces
coincidían el tableteo de las dos, sumando su efecto aturdidor, y en otras
ocasiones el de una, sucedía al de la otra con rítmica precisión. Parecían dos
animales cibernéticos en celo llamándose en la oscuridad de la noche, y
probablemente lo fueran, quién sabe.
Pasados veinte minutos o poco más, todo cesó. De
repente noté que me deslizaba a través del tubo, y como si fuera un pan recién
horneado, salí al exterior inmóvil y calentito. Inmediatamente apareció la
enfermera distante y me dijo que todo había terminado.
-¿Qué tal se encuentra? –me preguntó con fingido interés.
-Me siento otro –me dio por decir.
Supuse que en ese mismo momento, otra enfermera igual
de distante que la mía, estaría haciendo la misma pregunta a la mujer de al
lado.
Y algo así tuvo que pasar, pues cuando salí de la
habitación para ir a la cabina donde había dejado mi ropa, me encontré con la
mujer de la sala de mirada melancólica, que también se dirigía hacia su cabina.
Nuestras miradas se cruzaron cómplices, la suya provocativa, y la mía, tímida,
evitó posarse en su bata.
Después cada cual se metió en su cabina para vestirse.
Supongo que aquella mujer se llevó la misma sorpresa
que yo cuando descubrió que su pierna derecha había sido sustituida por otra
pierna derecha: la mía. Al menos, yo tengo ahora una pierna derecha femenina,
fantástica, y estoy convencido de que es la suya. Perfectamente moldeada,
larga, con unas curvas armoniosas y precisas, consecuencia de haber practicado
mucho deporte. A juzgar por el tono moreno, al aire libre.
Creo que hice bien esta mañana en levantarme con
ciática, ahora me encuentro muchísimo mejor.
¿Será posible que me haya gustado incluso más este cuento que el anterior? Sobre todo la intimidad de su narrador y ese surrealista final. ¿Y a quién no le gustaría tener una pierna femenina en todo su esplendor? Yo, sólo por lucirla, me cortaría un pantalón por la mitad y le cosería media mini falda.
ResponderEliminarjajaja, muy bueno tu comentario Mazcota. Dado que sigo teniendo la pierna de la mujer torcida, voy a hacer lo que dices. Gracias por la idea.
EliminarPrueba a ver si baila bien, seguro que arrastra a la otra y te convierte en un virtuoso.
ResponderEliminartambién lo intentaré, pero lo que me dices me da pié (no trataba de hacer un juego de palabras), para pensar que si empiezo a correr, con seguridad la pierna de la mujer será más rápida que la mía, pues como ya dije, se notaba que hacía mucho deporte, con la inevitable consecuencia de que giraré en torno a mí mismo sin avanzar nada. Qué terrible, ¡la cantidad de autobuses que voy a perder!, y sobre todo, hasta que me acostumbre, lo mucho que voy a llamar la atención, girando descontroladamente a diez metros de la parada del 61, que es el que yo suelo usar.
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