(contra mi costumbre, es largo, pero es lo que tienen los relatos de verano)
LA ISLA DE SAFIR
Matías levantó la mirada
con más intención de oler que de ver, chasqueó la lengua y conectó Radio
Marítima para estar al tanto de las últimas informaciones. Mar, su novia, feliz
en su desconocimiento, seguía disfrutando de la travesía. Pronto aparecieron
densos nubarrones dispuestos a dar la razón al parte meteorológico que insistía
en la formación de una fuerte tormenta en la zona. Las olas cada vez agitaban
más la ligera embarcación, tanto,
que la siempre alegre sonrisa de Matías había dejado lugar a un gesto de cierta
preocupación, que poco a poco se convirtió en otro de intensa angustia.
Oscar llevaba más de 10 horas en la isla a la que había ido a parar
después de que su pequeño catamarán se hiciera trizas contra unas rocas y él
salvara milagrosamente la vida. Tenía frío, miedo, dolor, y sobre todo, tenía
mucha hambre. De sed tampoco andaba mal, aunque a base de chupar hojas mojadas
por la lluvia se le había pasado bastante. No tenía ni la menor idea de dónde
estaba. Era la primera vez que navegaba por aquellos mares, y lo único que
sabía era que estaban jalonados de pequeñas islas, casi todas iguales, y entre
las cuales, según le dijo el que le alquiló el catamarán, se movía el espíritu
de Safir, una diosa local sin mayores pretensiones mitológicas.
“Menudas vacaciones”,
pensó Oscar mientras buscaba afanosamente algo con que hacer fuego. Había
llegado a Sishiyo tres días
atrás, aprovechados íntegramente en reclamar unas maletas que se habían
perdido, mirar miles de fotos de criminales tratando de identificar a los que
le habían atracado nada más salir del aeropuerto, llamar a la agencia de viajes
para protestar por un cambio repentino de hotel a otro de menor categoría, y
pagar un precio abusivo por alquilar un catamarán que se había ido a
pique. Ahora, sencillamente, se
encontraba en una isla perdida con escasas probabilidades de sobrevivir, y sin
embargo era lo mejor que le había pasado en los últimos tres días.
La tempestad cada vez iba
tomando más fuerza con esa voluntad que sólo se ve en la naturaleza y en
algunos individuos de cuestionable inteligencia. Las olas, como expresión
megalómana de la furia del mar, formaban rizos de espuma cinco metros por
encima de dónde más tarde se deshacían, tan negras, que parecían las alas de un
enorme murciélago atrapado en un charco de brea. Allí se debatía para seguir a
flote el barco de Matías y Mar. Por poco tiempo. Matías trataba de dirigir la
proa hacia dónde él sabía que había un pequeño islote, aunque no pudiera verlo.
Su embarcación crujía en cada embestida con sobrecogedores chirridos
amortiguados por todo el agua que había entrado, y había entrado tanta que si
seguía flotando era de verdadero milagro. Lo que pasa es que los milagros no
existen, y por eso se acabó hundiendo.
Oscar, finalmente, había
conseguido algo parecido a comida, y lo estaba mirando con incertidumbre cuando
oyó a alguien que no paraba de gritar a sus espaldas. Al principio pensó que
era una especie de alucinación; más tarde pudo comprobar que la alucinación se arrastraba por la
playa escupiendo algas, pequeños
crustáceos y algún que otro pececillo. Mar, exhausta, miró a Oscar, hizo un
gesto con la mano y se desmoronó pesadamente, aún señalando hacia el mar. Oscar
corrió hacia el cuerpo inánime, le puso un coco podrido debajo de la espalda y le hizo la respiración
boca a boca hasta que Mar volvió, en medio de toses salobres, a la conciencia.
- Matías, ¿dónde está Matías?
Oscar miró mar adentro, y
a continuación puso cara de circunstancias. Fuera quién fuera Matías, a buen
seguro, ya había dejado de serlo.
-Tiene que aparecer –insistía Mar-, tiene que
aparecer .
-Claro, claro, pero tu ahora lo que tienes que
hacer es descansar –Oscar no sabía qué decir. Aquella pobre muchacha le causaba
una infinita tristeza-. Has tragado mucha agua.
-¿Y Matías? – repetía monocorde la pobre Mar.
“Matías más” se dijo a sí
mismo Oscar. Lentamente se incorporó y comenzó a andar por la playa sin saber
muy bien porqué lo hacía. Pensó por primera vez en la muerte como algo que
había tenido muy cerca. No había
sido consciente de ello, pero ahora se daba cuenta de que bien podía estar
haciendo compañía a Matías. Y así ocurrió un instante después, pero no porque Oscar
visitara el mundo de los muertos, sino porque Matías aún seguía en el de los
vivos resoplando como un buey herido. Oscar lo distinguió a lo lejos, apoyado contra una palmera que agitaba
al ritmo de sus convulsiones. Oscar empezó a llamarlo a gritos y corrió hacia
él chillando todo lo fuerte que podía, preso de una alegría inmensa. Mucho
tiempo después se preguntaba porqué le hizo tanta ilusión ver a alguien a quién
no conocía de nada. Quizá la presencia de la muerte estrecha los lazos entre
las personas que siguen vivas.
Cuando Oscar llegó al lado
de Matías, Mar, en el otro extremo de la playa, ya se había recuperado y miraba
emocionada a su novio sano y salvo, hablando a lo lejos, con el extraño
personaje que la había ayudado a recuperar la vida. ¿También lo había
conseguido con él? Lentamente se levantó y andando pausadamente por la playa
fue al encuentro de ellos que ya venían a buscarla. Cuando sólo quedaban
escasos metros entre Mar y Matías,
aceleraron el paso y se abrazaron en silencio como nunca antes lo habían
hecho. Oscar, pasados unos segundos, se unió emocionado al abrazo y así
permanecieron los tres unidos hasta que el mar empujado por la marea, les
llegaba ya por las rodillas.
-¿Nadie tiene hambre? –preguntó Matías como si
acabaran de terminar una partida de mus- Yo estoy que me muero.
-¿Sabéis de algún restaurante por aquí cerca que
se coma bien?
-Yo conozco uno pero está a unas veinte millas
náuticas en dirección hacia la tormenta. La comida es deplorable, te tratan
como a un perro y te cobran el oro de Maquena por cenar. ¿Qué os parece?
-Podemos intentarlo.
Repentinamente los tres
personajes se echaron a reír como si acabaran de descubrir que podían hacerlo.
Allí estaban, como si se conocieran de toda la vida y se lo estuvieran pasando
fenomenal. Tan sólo les faltaba lo básico para sobrevivir. Entonces decidieron explorar la isla
sabiendo de antemano que se trataba de un pequeño islote sin ninguna
importancia, rodeado de otros tantos islotes igualmente desmirriados. Claro,
que tampoco podían esperar algo muy diferente estando en Micronesia.
Emprendieron la marcha en dirección sur, animados por una conversación
plenamente integrada en el entorno y circunstancias que los rodeaban.
-¿Creéis que aquí habrá agua dulce? –preguntó
Mar, que tenía tanta sal en la garganta como en su propio nombre.
-No lo se; podemos dar la vuelta a la isla, y si
hay algún arroyuelo, nos toparemos con su desembocadura.
-¿Y si no?
-Si no, tendremos que esperar al amanecer para
beber el rocío –dijo Oscar, que ya tenía experiencia en libaciones matutinas.
-O bebernos el agua de los cocos.
La propuesta funcionó como
una invocación, y un coco del tamaño de una sandia cayó a escasos centímetros
de Matías. Los tres, impulsados por el mismo acto reflejo, miraron hacia
arriba, y los tres, una vez más compartiendo idéntica respuesta automática, se
cubrieron la cabeza con los brazos al tiempo que se alejaban de la palmera,
agachados, como si en esa postura fuera más sencilla la huida. Es curioso ver
como los sistemas subconscientes de defensa se pueden equivocar tanto como los
conscientes. Otro coco, aún más grande que su predecesor, impactó en la arena,
casi en los talones de Matías. Oscar, que fue el primero en ponerse fuera del
alcance de la lluvia de cocos, imprecaba indignado hacia la copa de la palmera.
-¡Imbécil! ¿Qué querías, matarnos?
-Pues sí –respondió una voz angulosa desde
arriba. Detrás de la voz asomaba un rostro apergaminado por el sol y un tanto
momificado, con incrustaciones de salitre.
-¿De dónde ha salido ese majadero?
-Mi nombre es John y puedo enseñaros la isla por
40 dólares, ¿de dónde venís?
-Acabamos de salir del casino, ¿y tú?
-No, qué va, yo no.
-¿Y por qué tiras cocos a la gente?
-Porque estoy subido a un cocotero y es lo único
que tengo a mano.
-Entonces baja ahora mismo o derribaremos la
palmera –dijo tajante Matías.
John hizo caso y empezó a
descender con sorprendente agilidad. Llevaba en la Isla tres o cuatro meses (no
tenía una idea exacta porque estaba en proceso de perder la razón), y vivía en
un chamizo construido por él mismo con los restos de lo que fue su embarcación
antes de hacerse astillas contra los escollos que jalonaban la parte sur del
islote. John se había dedicado al contrabando a pequeña escala, el trapicheo y
el engaño a turistas, aunque, naturalmente, ya eran actividades que había
dejado de practicar. El naufragio lo había redimido de su forma de ganarse la
vida.
-¿Puedo invitaros a mi casa? –el cambio de actitud
de John evidenciaba su enajenación- no está muy lejos de aquí y para mí sería
un honor.
-¿Un honor?
-Bueno, a lo mejor he exagerado un poco.
-¿Hay agua en la isla?
-Sí, claro. Tenemos un sistema de irrigación que
recorre todas las zonas agrícolas, y luego, en cada casa tenemos agua
corriente. Fría y caliente. Hemos pensado que el ferrocarril y Disney Wold
podían esperar.
-¿Los chiflados pueden ironizar? –preguntó Mar.
Wilka terminó su docena de
almejas, se limpió las manos y se levantó para otear el mar. Siempre le habían
gustado las almejas, y siempre se comía una docena exacta, aún ahora que podía
disponer de cuantas quisiera por el mismo esfuerzo. Después, como cada tarde,
se subió al promontorio desde donde divisaba toda la línea del horizonte. Con
las manos haciendo visera para evitar el deslumbramiento del sol vio algo que
le llamó la atención en una de las islas vecinas; exactamente en la que vivía
John, el guía que contrató en Basúm, y del que guardaba como mejor recuerdo el
momento en que se fueron a pique. Parecía que estaba con otras tres personas,
tres seres humanos desconocidos, tres esperanzas nuevas. Inmediatamente bajó a
la playa y se lanzó al agua; con su estupenda forma física, a buena braza, estaría en la otra isla en poco menos
de una hora.
Al cabo de cuarenta
minutos, Mar, Oscar y Matías seguían en el mismo sitio después de circundar la isla, que era,
efectivamente, insignificante. John les estaba esperando subido a otro cocotero
y en cuanto los vio bajó corriendo a su encuentro.
-¿Qué tal la vuelta al mundo, chicos?¿No os habréis topado
con los piratas azules, verdad?
Matías miró a John de
arriba abajo con esa mirada que sólo se usa cuando te encuentras con alguien
vestido de Napoleón.
-¡Cuidado, detrás de vosotros hay una bruja! –Insistió John en su
demencia.
Matías reforzó su mirada
levantando una ceja. Los otros dos, obedientes a la advertencia, se dieron la
vuelta y vieron a Wilka saliendo del agua. Oscar fue el único que dijo algo; con
la boca abierta, por cierto.
-¡Mi madre, vaya bruja!
Wilka, con la cabeza ladeada sobre un hombro mientras escurría su larga
melena rubia, la piel brillante, tostada, y tensa como la badana de un tambor,
y una mirada azul y punzante,
parecía, saliendo del mar,
una versión moderna y sicalíptica del Nacimiento de Venus. Oscar hubiera permanecido unas cuantas
horas sin moverse de su sitio con la voluntad raptada por la contemplación
mística de la diosa, pero pasados unos minutos tuvo la necesidad de respirar.
Mar miró a Wilka tan solo unas fracciones de segundo antes de desviar la mirada
a su novio por si advertía algún tipo de mutación en él, que trató de disimular
su turbación con escasos resultados. Dirigiéndose hacia los pechos de Wilka
balbuceó:
-Hola,
nosotros somos, Mar, nuestro amigo salvador, y yo, que soy Matías –carraspeó
antes de terminar-. Náufragos.
Wilka sonrió a los tres
dedicando especial atención a Oscar, el primero a quien tendió la mano.
-Hola Salvador.
-Salvador es su ocupación –terció Mar-, no su
nombre. Se llama... oye, ¿cómo te llamas?
-Oscar, ¿y tú? –la pregunta se la dirigió a Wilka, ignorando a Mar.
-Wilka… bueno, ya estamos todos presentados, qué
bien. ¿Erais los únicos en la embarcación…?
-Un momento –John
interrumpió indignado-. ¿Es que yo no pinto nada en todo esto?¿Acaso yo no soy
un náufrago como el que más?¿Pensáis que no tengo sentimientos?
Wilka lanzó una mirada a
John dejando claro que sabía cómo mirar con asco; sin crueldad, pero sin
misericordia, una mirada que manda callar. John agachó la cabeza al tiempo que
se buscaba algún dedo que le faltara de las manos. Todos comprendieron que John
y Wilka ya habían sido presentados anteriormente.
-Yo llegué a esta isla –empezó Oscar tratando de
poner un tono de voz interesante- hace un día y medio. Mar apareció esta tarde
medio ahogada y después llegó Matías que también se ha salvado de morir ahogado
por muy poco. Todos nos encontramos aquí como consecuencia de haber naufragado.
Oscar hizo una pequeña
pausa por si sus compañeros querían añadir algo, pero estaba claro que le
habían dejado a él como portavoz del grupo.
-Supongo que al lanzador de cocos y a ti, os
pasaría algo parecido, ¿no?
-Algo parecido –sentenció Wilka-. ¿Tenéis
hambre?
-El
lanzador de cocos, tiene un nombre.
-La verdad es que estamos hambrientos.
-John, me llamo John, y tampoco es que me pase
la vida lanzando cocos.
-Yo se cómo conseguir ciertos alimentos,
crustáceos, moluscos, peces,…de hecho, en mi isla –Wilka señaló una costra de
tierra hacia el sur- tengo una pequeña despensa,…pero más vale que nos
procuremos la comida sin tener que nadar.
-¿Queréis cocos? Yo sé cómo atraparlos.
-¿Por qué vives en otra isla? –preguntó Mar.
-Por no aguantarme. Dice que soy un pesado –dijo
lastimeramente John-. Además cree que yo hundí el barco a propósito…
La mirada de Wilka, capaz
de muchas cosas, últimamente se había especializado en hacer callar a John.
-Este miserable es un contrabandista –dijo- y había quedado con sus colegas en
este islote en pasarles una mercancía muy especial: una turista.
-Se refiere a los piratas azules, pero yo,…
Otra mirada de Wilka, otro silencio de John.
-Aunque la
embarcación la patroneaba yo, lo contraté como guía. Entonces él insistió en
que había una isla, ésta, que por un efecto óptico, se podía ver la cara de
Safir reflejada en la bahía.
-Safir, una reina indígena que se convirtió en
la diosa de estos mares cuando la isla donde nació fue destruida por un volcán
–interrumpió John poniéndose un pelín redicho- . Tiene poderes mágicos.
-Cuando entramos en la cala –continuó Wilka
inalterable- enseguida me di cuenta de la añagaza y viré en redondo, pero este
rufián trató de impedirlo, y en el forcejeo se estrelló el barco contra unas
rocas.
En este punto del relato,
todos miraron a John de tal forma que este dio un paso hacia atrás.
-Encima le salvé la vida, porque el muy imbécil
se estaba ahogando. Le traje como pude a esta isla y yo me fui al día siguiente
a la de enfrente.
-¿Y los piratas azules? –preguntó Oscar
fascinado por la historia.
-Supongo que se marcharían pensando que nos
habíamos ahogado los dos.
-No, qué va. Siguen aquí –intervino John.
-¿Dónde? –preguntó Matías que hasta este momento
no había dicho ni mu.
-Detrás de vosotros.
Los cuatro se dieron la
vuelta, y efectivamente, a lo lejos vieron a tres individuos que caminaban
resueltamente hacia ellos. En las
manos llevaban unas ramas de palmera muy raras, que según se iban acercando, se
iban pareciendo más a unas metralletas. Matías pasó su brazo por encima del
hombro de Mar, Oscar se acercó a Wilka hasta llegar a tocarla furtivamente, y
John se subió a su cocotero.
Cuando alguien sobrevive a
un naufragio y ha pasado los azarosos momentos que lo preceden en que la vida aparece como una incierta
probabilidad y logra al fin asentar sus pies sobre la reconfortante superficie
inamovible de tierra firme, muy mal se tienen que poner las cosas para no
sentirse realmente afortunado. Pues bien, ninguno de los náufragos que había
entonces en aquella playa se encontraba conforme con su suerte. Además, la
tormenta que había mandado a pique a Matías, Mar y Oscar, volvía a hacerse
notar con más fuerza y vigor. Ninguno de los tres sabía muy bien qué hacer, y
miraron a Wilka dispuestos a seguir sus movimientos. Ella, por su parte, se
encontraba mucho más segura ahora con la presencia de los tres nuevos
personajes, y en vez de salir corriendo, o nadando, que es lo que hubiera hecho
de estar sola, se limitó a
expresar sus cavilaciones buscando nuevas aportaciones del grupo.
-Si están aquí esos tipos, significa que deben
tener su embarcación por algún lado.
-En tal caso, podríamos nadar hasta ella y
largarnos de aquí –dijo Matías.
-¿Y si han dejado a un compinche a bordo
vigilando? –Mar, siempre tan cautelosa.
-Uno, no. Han dejado a dos compinches, porque
los piratas azules son cinco, todo el mundo lo sabe. Cómo los Beatles –Era
Jhon, gritando desde su cocotero, y demostrando que no era un gran seguidor de
los Beatles.
-Entonces no se ha quedado ningún pirata azul
vigilando en su barco –dijo Oscar mirando en sentido contrario- porque los dos
que faltan vienen por el otro lado.
Efectivamente, a mucha
menos distancia aparecieron por la retaguardia otros dos individuos imponentes
y feos como diablos. Estaban rodeados. Un trueno retumbó en el cielo
contribuyendo a crear un ambiente de terror que sin embargo, aún no había hecho
presa en los náufragos. Pero el hecho más sorprendente es que no salían las
cuentas: detrás de los dos tipos feos, aparecieron otros dos, con lo cual,
teníamos ya, no cinco, sino siete piratas azules.
-Un momento –era Jhon encaramado a la palmera-,
esos tíos no son los piratas azules. Los conozco bien. Estos, desde luego, son
mucho más feos, ... caray, y son
más.
Realmente, ya no podían
hacer nada. Los tenían encima y la única forma de librarse de ellos es que les
cayera un rayo encima. Cayó un rayo. Lejos. Pero allí mismo empezó a llover de
tal manera que salieron corriendo, no por escapar de los tipejos que los
rodeaban, sino para buscar refugio donde guarecerse del terrible chaparrón.
Incluso John bajó de su palmera para buscar un sitio más seguro. Huyeron todo
lo rápido que podían hacia el único sitio posible, hacia el interior de la
isla. Corrieron a través de una vegetación tan tupida que casi no pisaban el
suelo. A la cabeza iba Wilka saltando y abriéndose camino con tanta habilidad,
que daba la sensación de que fuera algo que hiciera todas las tardes. El resto
la seguía a toda velocidad sin tener muy claro si podrían continuar haciéndolo
por mucho tiempo, hasta que finalmente, llegaron a una pared de roca. Una pared
de granito completamente vertical, un muro que detenía su huida y los dejaba a
merced de sus perseguidores. Afortunadamente, se abría una estupenda cueva,
justo a escasos metros de donde estaban. Entraron apresuradamente a punto de
vomitar los pulmones y poco a poco recuperaron el resuello hasta que, pasados
diez minutos, fueron capaces de articular el habla.
-Vaya forma de llover, ¿eh?
Parecía que lo de menos es
que siete tíos malencarados y armados con metralletas fueran tras ellos.
-Se me ha
olvidado coger algún coco por si las moscas.
-¿Y la gentuza
esa, alguien se ha fijado hacia donde han tirado?
La respuesta a esa
pregunta entró en tropel en la cueva. De repente se encontraron todos juntos,
los 5 náufragos y los siete malhechores que acababan de llegar chorreando agua.
Ahí estaban, como boy scouts de excursión, mirándose los unos a los otros, y
todos igual de sorprendidos de encontrarse. Los recién llegados no sabían si
apuntar con sus fusiles a los náufragos o hacer algún comentario de ascensor
sobre asuntos meteorológicos. Estaba
claro que en ningún momento los habían perseguido.
-Hooola, buenas tardes tengan ustedes – dijo el
peor encarado de los siete con una ligera inclinación de cabeza, y un marcado
acento sudamericano, lo cual, en aquellas latitudes, contribuía generosamente a
aumentar el desconcierto de todos. Su fúsil se inclinó al mismo tiempo en una
acompasada coreografía-. Ustedes son los gringos que estaban en la playa, ¿no
es cierto? –el tono de voz trataba de ser amable y respetuoso.
-Si, éramos nosotros, ¿qué tal todo?
-Bueeeeno, no podemos quejarnos, la verdad –el
malencarado no sabía exactamente cómo manejar su desconcierto-. Perdónenme mi
curiosidad, pero es que no es muy habitual encontrarse a gente en una isla
desierta, ¿vienen mucho por aquí?
-Sólo cuando naufragamos –Mar no podía
resistirse nunca a los comentarios fuera de lugar. No obstante, el malencarado
pareció tranquilizarse con la respuesta.
-Aaaah, eso es lo que me parecía a mí, y se lo
dije a mis compañeros antes, en la playa, cuando los vimos. Les dije: eh, yo
creo que esos tipos necesitan ayuda, vayamos a ver si podemos echarles una
mano, pero de repente ustedes se pusieron a correr como alma que lleva el
diablo, y no más, desaparecieron,...
-Si, claro, la lluvia, los fusiles,... en fin,
pensamos que correr podía ser una buena idea... –Mar seguía en su línea.
-¿Los fusiles? –parecía que el malencarado
acabara de darse cuenta de que llevaba un enorme Kalasnicov colgando de su
hombro- Yaaa, no se asusten,... es porque por acá hay gente muy, pero que muy mala,
¿saben?
-Sí, los piratas azules –John parecía disfrutar
con la situación. Claro estaba loco.
-¿Ah, los conocen ustedes?
-Ya lo creo. Son amigos míos.
La expresión del
malencarado y sus compinches cambió súbitamente. De repente, todos pasaron de
un relajado descuido a un crispado “prevengan”. Hasta las armas se hicieron
notar con un entrechocar metálico.
-No hagan caso a este perturbado – Matías
parecía disculparse-, en cuanto le separan de los cocoteros empieza a decir
tonterías. Bueno, en realidad, las dice aunque esté rodeado de cocos, pero si
los lanza, parece que se calma un poco.
El malencarado miró a
Matías convencido de que estaba delante de un marciano. Un rayo acuchilló el
cielo y llenó la cueva de una luz extraterrestre y azul. Sirvió para desviar la
atención de la conversación.
-Vaya tormentita, ¿eh? –dijo Oscar frotándose
las palmas de las manos como dando a entender que además hacía frío.
-La verdad es que no me extraña que naufragaran
ustedes –siguió el malencarado-. De hecho, nosotros casi nos vemos en las
mismas, ¿no es cierto, muchachos?
Los muchachos dieron
muestras por gestos, de que sí, que efectivamente, casi se ven en las mismas.
Incluso uno de ellos llegó a expresar de palabra lo fácil que era naufragar con
ese tiempo. Cuando otro de sus colegas se iba a sumar al consenso general sobre
las condiciones favorables para los naufragios, llegó de fuera el inconfundible
griterío de un grupo de escolares alborozados. Todos se callaron, sin mover un
músculo, esperando que se tratara de un espejismo acústico. Pero no había duda;
claramente una buena caterva de críos había descubierto la cueva y venían
corriendo a meterse en ella. Los rufianes, los náufragos y el loco, todos, se
miraron absolutamente desconcertados. ¿A qué clase de isla desierta habían ido
a parar? De repente fueron invadidos por las hordas de Atila en pequeñito. Una
cantidad innumerable de críos entró en tropel en la cueva sin dar ninguna
importancia al hecho de que un montón de adultos, muchos de ellos armados, ya
estuvieran dentro. La inconsciencia, en multitud, es incompatible con el miedo.
Detrás de la mocosería llegó un reducido grupo de treintañeros vestidos de
manera ridícula, con pantalones cortos, gorras de béisbol con la visera para
atrás, y zapatillas deportivas de vivos colores. Uno de ellos, además, gritaba
con un tono de voz innecesariamente agudo.
-En fila, niños, os he dicho mil veces que
cuando entréis en un sitio tenéis que hacerlo en fila –se desgañitaba el de la
voz inmisericorde-. Fijaos en Carlitos.
Naturalmente, ninguno se
fijó en Carlitos, sobre todo, porque por muy buena disposición que tuviera
Carlitos, él solo no podría ponerse en fila para servir de ejemplo a sus
compañeros.
Otro de los treintañeros
trataba en vano de sacudirse el agua golpeando los pies contra el suelo
mientras murmuraba algo a cerca de que siempre que decidían hacer una excursión
acababa lloviendo. Oscar, Wilka, Mar, Matías, Jhon y los siete hombres armados,
asistían perplejos a la súbita aparición de los niños y sus cuidadores sin dar
crédito a lo que estaban viendo. Fue el malencarado, acostumbrado ya a dar
apariencia de normalidad a una situación completamente disparatada, el primero
en hablar.
-Ejem,…¿son de algún colegio de por acá?
Uno de los cuidadores se
sintió aludido y contestó como si la pregunta se la acabara de hacer la taquillera de un museo.
-Sí. Somos nueve profesores y 45 niños en un viaje de estudios
patrocinado por leches La Gurulesa. Ganamos el concurso escolar de este año,
“un día en la granja”, esponsorizado, como ya le digo por la leche La Gurulesa.
La mirada de estupefacción
del malencarado era un elaborado himno a la incomprensión. Cada uno de los
músculos de su cara, acostumbrados a tener muy claro si tenían que expresar
indiferencia, desprecio, ira,….todo una variedad de emociones, ahora estaban
sin saber exactamente qué hacer. Algunos se contraían, otros, sueltos como
postas, dibujaban una mueca vacía de inteligencia. Los ojos, encargados de dar
expresividad al gesto seleccionado en el subconsciente, se mantenían con la
distancia focal invariable, lo que proporcionaba a la mirada una ausencia
absoluta de todo. El educador lo interpretó a su manera.
-¡Claro!, le sorprende ver que sólo estamos la
mitad, ¿verdad?
-Sí, esa es mi gran sorpresa de hoy.
-Normal, pero todo tiene una explicación.
¡Juanito, por favor, deja de meter piedrecitas en el pistolón del señor! Verá,
es que nuestro grupo es sólo una parte. La otra mitad va en otro barco. Entonces,
el temporal nos pilló de lleno, y nosotros naufragamos, mejor dicho,
embarrancamos en la playa.
-Claro, con este tiempo -dijeron todos los
forajidos como una sola voz.
El treintañero sacó de una
bolsa estanca un teléfono móvil notoriamente echado a perder por la cantidad de
agua que le había entrado.
-… es curioso: esta bolsa ha funcionado
perfectamente durante el naufragio, y con el chaparrón se ha llenado de agua.
-Yo tengo un cargador en mi mochila –dijo otro
de los tutores, como si eso fuera a arreglar el estropicio en el teléfono- ¿lo
quieres?
-Sí, luego me lo dejas –aceptó su compañero
dando por sentado que la cueva estaba llena de enchufes-. El caso es que el
otro barco pasará a recogernos en cuanto amaine el temporal. Saben perfectamente
donde nos encontramos y todo es cuestión de esperar -el treintañero hizo una
pequeña pausa que aprovechó para sacudir su móvil- ¿Y ustedes?
-Estábamos a punto de desesperarnos.
-Claro –convino el del teléfono móvil-, es que
este tiempo es deprimente.
-Encima sin tener un solo coco que tirar a los
piratas azules
-¿Piratas azules?
Los piratas azules, gente
realmente terrible y sanguinaria, eran extorsionadores, traficantes, asesinos,
proxenetas, pornógrafos, evasores de impuestos, explotadores, matones, y todo
por una única causa: acumular una enorme cantidad de dinero. Tenían una
fortuna, ganada golpe a golpe, que era necesario guardar en algún sitio. Ahora
además, acababan de obtener una
importante suma de dinero por la venta de armamento ligero, que se sumaba a lo
ya acumulado. Un armamento, por cierto, caduco que no funcionaba, por lo que los guerrilleros sudamericanos
que lo habían comprado los andaban buscando para hacer las oportunas
reclamaciones. No eran sus únicos perseguidores, también tenían a un buen número
de guardacostas tras ellos, como es natural. Lo mejor, decidieron, era
deshacerse del dinero escondiéndolo en algún sitio seguro. Es lo que tarde o
temprano acaban haciendo todos los piratas. Por seguir la vieja tradición,
buscaron un islote deshabitado, y se dirigieron a uno, que en cierta ocasión,
hace ya más de dos meses, visitaron para un pequeño asunto de trata de blanca
(sólo iban a conseguir una), pero que acabó saliendo mal por culpa del panoli
encargado de llevar el pececillo a la red. La Isla era perfecta para sus
propósitos, pequeña, lejana, perdida entre otros islotes y deshabitada.
¿Deshabitada? Realmente nunca había estado deshabitada pues era la morada de
Safir, la diosa justiciera y poderosa.
Por fin, después de
terribles sufrimientos por la tormenta repentina que se había desencadenado,
lograron llegar a una de las playas con la embarcación a punto de irse a pique.
Bajo un imponente aguacero pudieron esconder su botín a los pies de un cocotero
solitario, previo a una vegetación exagerada que acababa en una pared de roca.
Sólo Safir conocía el lugar del tesoro. Después, exhaustos de cavar, se fueron
con la dulce sensación de haber hecho bien su trabajo. Atrás dejaron las
ganancias de todos sus delitos y se adentraron de nuevo en el mar con la idea
de alejarse lo más rápidamente posible del islote.
Al poco tiempo, la
tormenta cesó y un brillante sol surgió en el horizonte sólo para saludar a esa
parte del mundo antes de volver a ocultarse en un colorido ocaso. La tarde
quedó limpia, con olor a naturaleza y tenuemente cálida. Ese tipo de tardes que
en cualquier playa del mundo se pueden ver niños jugando con la arena, buscando
pequeñas conchitas de mar, sus diminutos tesoros, haciendo hoyos, muchos hoyos
y algunos cerca de los cocoteros, ¿por qué no?
Niños contentos y felices que
repentinamente pueden ser presos de un frenesí que a veces es compartido por
los adultos que los acompañan.
F i n.
Un relato estupendo, gracias. Me he reído mucho y me has mantenido enganchada hasta el final, vuellta tras vuelta de tuerca, con un narrador que te dice que todo es mentira guiñándote el ojo y sin embargo la intriga tira de ti, aunque no hayas previsto leer algo tan largo, aunque no estés predispuesta a la ficción en ese preciso momento.
ResponderEliminarMuchas gracias a ti por tu apreciación. Siempre es un placer saber que gusta lo que has escrito pero ese placer aumenta si además te argumentan por qué ha gustado. Gracias dobles, pues.
EliminarPues sí que es largo, sí. Aunque yo lo hubiera titulado "La isla que dejó de ser de Safir", porque allí se podía encontrar a todo el mundo menos a ella. Coincido con Tirso de Molina en que lo mejor, sin desmerecer al resto, son los apuntes del narrador.
ResponderEliminarSí, ella ya no cabía ;-)) es un narrador con mucha retranca.
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