Al día siguiente, cuando
íbamos camino de nuestra loma, descubrimos en una vía muerta algo insólito que
no debería estar allí. El Cagarrutas, siempre atento, descubrió la anomalía.
¿Veis el vagón de mercancías abandonado?, preguntó señalando hacia uno de
nuestros lugares favoritos de juegos. Daniel tosió afirmativamente, y yo me
fijé en algo más. Detrás del viejo vagón de madera de puertas corredizas,
asomaba otro mucho más grande situado en otra vía muerta paralela adonde estaba
el de mercancías. Hay otro vagón, exclamé jubiloso, parece de pasajeros. Los tres nos acercamos corriendo, que era
nuestra forma habitual de trasladarnos cuando nos dirigíamos hacia algo que nos
interesaba, y descubrimos maravillados un larguísimo vagón de pasajeros, nuevo,
reluciente, perfectamente cuidado. Estaba pintado de color azul y unas letras
doradas pulcramente trazadas componían el nombre de alguna compañía ferroviaria
que para nosotros era totalmente desconocida. Nos subimos al pescante de una de
las puertas pero estaba, tal como nos temíamos, cerrada. Probamos en la puerta que
había en el otro extremo pero tampoco se podía abrir. Miramos a través de los
cristales y vimos que el interior del vagón estaba perfectamente limpio, como
si lo acabaran de barrer, pero sin ningún asiento ni compartimiento. Un suelo
de madera barnizada se extendía a lo largo de todo el vagón, cuyas paredes
enteladas también estaban desnudas. Era como el interior de una caja gigante.
Extrañados empezamos a imaginar su origen fantaseando historias absurdas que ni
nosotros mismos dábamos por ciertas. Es el vagón de Franco, dijo Daniel, que lo
han traído aquí para repararlo porque tiene una ballesta rota. El Cagarrutas y
yo le miramos desconcertados por su versión.
El descubrimiento de aquel
vagón marcó claramente un hito en nuestras vidas. Desde ese momento teníamos un
secreto que no compartiríamos con nadie, mucho menos comentarlo en nuestras
casas. Todas las tardes visitábamos el gran vagón, como acabó llamándose, y
todas las tardes descubríamos estupefactos algo nuevo en su interior, como si
unas manos mágicas lo fueran transformando día a día. Lo primero que observamos
la segunda vez que lo vimos y que nos dejó muy sorprendidos es que en las ventanas aparecieron unos
visillos de tela gruesa de color crema recogidos en los extremos de los marcos
que no estaban el día anterior. Daniel al principio mantenía que él si los
había visto pero luego reconoció que estaba confundido y simplemente los había
imaginado. El interior del gran vagón seguía vacío. Sin embargo, la siguiente
tarde que fuimos a verlo, en las paredes había unos apliques de luz muy
bonitos, de estilo modernista, aunque en aquel momento ninguno de los tres
sabía qué era el estilo modernista. Poco a poco el vagón se fue completando con
diferentes elementos sin saber nosotros qué vendría después o cuando estaría
totalmente terminado. Nos limitábamos a maravillarnos por el prodigio. Algunas
veces también íbamos por las mañanas para ver si cazábamos a alguien
trabajando, colocando cosas, instalando los asientos, o haciendo cualquiera de
las múltiples tareas que se requerían para acondicionar el interior tal como se
estaba haciendo sin que aparentemente interviniera nadie.
Oye Cagarrutas, preguntó
un día Daniel, ¿tú sabes si en alguna otra ocasión ha pasado algo parecido en
el pueblo?, me refiero a que se hagan las cosas solas sin que haya nadie
haciéndolas, o sea, que el pueblo esté encantado o algo así. ¿Encantado? No,
no, qué va, lo único sobrenatural que tenemos es la virgen de la ermita y
tampoco es del otro mundo lo que hace. ¿Qué hace?, se interesó Daniel creyendo
que estaba llegando al fondo del asunto. Pues mantiene incorruptos unos palos
de madera que por lo visto tocó hace muchos siglos, cuando se le apareció a un
pastor en el mismo sitio donde ahora está la ermita. Los llamamos los palos santos
de la virgen de la ermita, mejor dicho, así los llamábamos pues ya no existen.
¿No decías que se mantenían incorruptos?, intervine yo. Y tanto que sí,
contestó el Cagarrutas dejando escapar una pícara sonrisilla, como que un día
llegaron unos forasteros que no sabían que los palos eran santos y los
utilizaron para hacer una paella. Los detuvo la guardia civil y les cayó una
buena. Creó que aún siguen presos en Madrid haciendo trabajos forzados. Daniel
y yo nos miramos un tanto incrédulos, al menos con el final de la historia.
MAÑANA SUBIRÉ EL FINAL. CASI CON TOTAL SEGURIDAD.
(Silencio expectante ante el misterioso final)
ResponderEliminarMañana llegará :-))
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