Nos gustaba poner objetos
en las vías para que el peso de los vagones los aplastara hasta convertirlos en
láminas. Teníamos una gran colección de objetos despachurrados: monedas,
chapas, cucharas… cualquier cosa era propicia para el aplanamiento. También
jugábamos a adivinar qué tren iba a pasar poniendo la oreja sobre las vías, tal
como habíamos visto hacer a los indios en las películas del oeste. El único
tren que acertábamos era el Talgo que iba a Francia y porque sabíamos a qué
hora pasaba. El Talgo, o el Tav, como también lo llamábamos, era uno de
nuestros preferidos pues atravesaba la estación sin detenerse, a toda
velocidad, dejando un remolino de aire a su paso que mantenía ingrávidas
durante unos segundos unas bolsas de papel que poníamos a propósito en el borde
del andén. La mayor parte de las veces, sin embargo, nos conformábamos con ver
pasar los trenes a lo lejos sentados en una loma, nuestra loma, para sentirnos
capturados por una sensación de felicidad que nos mantenía hipnotizados y nos
llevaba, arrastrados por la estela que dejaban los últimos vagones, a lugares
que imaginábamos fantásticos.
En cuanto aparecía en nuestro campo de visión,
saliendo de la última curva, un tren precedido de su silbato, y mejor aún en el
caso de las máquinas de vapor, de su inconfundible “chucu chucu chu”, nos
sentíamos tan felices que empezábamos a gritar como energúmenos y no parábamos
hasta que se perdía en la lejanía todo rastro de su traqueteo unido al eco de
nuestras entusiasmadas voces. En ocasiones acompañábamos los gritos con gestos
enérgicos con los brazos moviéndolos adelante y atrás en un alocado vaivén que
simulaba las enormes bielas de las locomotoras, tratando nosotros de resoplar
de la misma forma que ellas, lo que en el caso de Daniel le provocaba muy a
menudo sus recurrentes toses que él trataba de ignorar.
Una de las veces en que
nos encontrábamos en nuestra loma esperando al Tav a la hora que sabíamos que
iba a pasar, justo cuando ya lo oíamos a lo lejos, el Cagarrutas nos avisó de
que algo extraño sucedía pues ese no era el Tav. ¿Cómo que no es el Tav, por
qué lo sabes?, pregunté desilusionado. Porque os lo digo yo, respondió el
Cagarrutas sin dejar espacio a la discusión. Yo también noto algo extraño,
añadió Daniel antes de que un ataque de tos le callara. Pues sí que estamos
buenos, de todas formas si es otro tren nos daremos cuenta en seguida, por lo
que no merece la pena que lo discutamos.
A los pocos segundos apareció saliendo de la curva,
bufando como un toro salvaje, un tren que efectivamente no era el esperado Tav.
Éste
venía tirado por una enorme locomotora de vapor, impresionante, la más grande
que yo había visto jamás, pintada de verde y con una multitud de cañerías de
hierro que envolvían la caldera, extrañamente limpia. Con el humo salían
despedidas chirivitas rojas como confetis que ponían en espantada a los
pájaros. Su paso producía un estremecimiento por todo el paisaje que parecía
que iba a dislocar los montes y hacer tambalear los árboles. El Cagarrutas se
persignó, ignoro por qué le dio por ahí. Madre mía, qué bonito viene hoy el
rápido de Irún, fue todo lo que dijo. Pero no era el rápido pues observamos que
poco a poco su marcha perdía fuerza y de las vísceras de la máquina empezó a
salir un espesa nube de vapor blanco que chamuscaba los matojos más cercanos.
Estaba aminorando la velocidad. Los tres salimos corriendo tras el tren, en
dirección a la estación para no perdernos el espectáculo, pues seguro que se
detendría. Bajamos corriendo la loma hasta llegar a las vías y aunque el
misterioso tren desapareció de nuestra vista, aún percibíamos el aire caliente
y con olor a carbón, testigo de que algo grande acababa de pasar.
Cuando llegamos exhaustos
a la estación vimos decepcionados que el andén estaba vacío, ningún tren a la
vista, que ya imaginábamos parado, estremeciéndose con el sonido de todos los
hierros acomodándose a la posición de reposo después de muchos kilómetros a
toda velocidad. Nada había. Resignados nos fuimos a nuestras casas arrastrando
una enorme frustración. Entonces era el rápido de Irún, murmuró el Cagarrutas
mientras nos alejábamos cabizbajos de la estación. Hasta se nos olvidó ir a
recoger un pequeño cochecito de hojalata que habíamos puesto en la vía para
nuestra colección de aplastamientos.
CONTINUARÁ, EVIDENTEMENTE.
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