miércoles, 6 de agosto de 2014

El gran vagón. Segunda parte







Nos gustaba poner objetos en las vías para que el peso de los vagones los aplastara hasta convertirlos en láminas. Teníamos una gran colección de objetos despachurrados: monedas, chapas, cucharas… cualquier cosa era propicia para el aplanamiento. También jugábamos a adivinar qué tren iba a pasar poniendo la oreja sobre las vías, tal como habíamos visto hacer a los indios en las películas del oeste. El único tren que acertábamos era el Talgo que iba a Francia y porque sabíamos a qué hora pasaba. El Talgo, o el Tav, como también lo llamábamos, era uno de nuestros preferidos pues atravesaba la estación sin detenerse, a toda velocidad, dejando un remolino de aire a su paso que mantenía ingrávidas durante unos segundos unas bolsas de papel que poníamos a propósito en el borde del andén. La mayor parte de las veces, sin embargo, nos conformábamos con ver pasar los trenes a lo lejos sentados en una loma, nuestra loma, para sentirnos capturados por una sensación de felicidad que nos mantenía hipnotizados y nos llevaba, arrastrados por la estela que dejaban los últimos vagones, a lugares que imaginábamos fantásticos. 
En cuanto aparecía en nuestro campo de visión, saliendo de la última curva, un tren precedido de su silbato, y mejor aún en el caso de las máquinas de vapor, de su inconfundible “chucu chucu chu”, nos sentíamos tan felices que empezábamos a gritar como energúmenos y no parábamos hasta que se perdía en la lejanía todo rastro de su traqueteo unido al eco de nuestras entusiasmadas voces. En ocasiones acompañábamos los gritos con gestos enérgicos con los brazos moviéndolos adelante y atrás en un alocado vaivén que simulaba las enormes bielas de las locomotoras, tratando nosotros de resoplar de la misma forma que ellas, lo que en el caso de Daniel le provocaba muy a menudo sus recurrentes toses que él trataba de ignorar.
Una de las veces en que nos encontrábamos en nuestra loma esperando al Tav a la hora que sabíamos que iba a pasar, justo cuando ya lo oíamos a lo lejos, el Cagarrutas nos avisó de que algo extraño sucedía pues ese no era el Tav. ¿Cómo que no es el Tav, por qué lo sabes?, pregunté desilusionado. Porque os lo digo yo, respondió el Cagarrutas sin dejar espacio a la discusión. Yo también noto algo extraño, añadió Daniel antes de que un ataque de tos le callara. Pues sí que estamos buenos, de todas formas si es otro tren nos daremos cuenta en seguida, por lo que no merece la pena que lo discutamos.
A los pocos segundos apareció saliendo de la curva, bufando como un toro salvaje, un tren que efectivamente no era el esperado Tav. Éste venía tirado por una enorme locomotora de vapor, impresionante, la más grande que yo había visto jamás, pintada de verde y con una multitud de cañerías de hierro que envolvían la caldera, extrañamente limpia. Con el humo salían despedidas chirivitas rojas como confetis que ponían en espantada a los pájaros. Su paso producía un estremecimiento por todo el paisaje que parecía que iba a dislocar los montes y hacer tambalear los árboles. El Cagarrutas se persignó, ignoro por qué le dio por ahí. Madre mía, qué bonito viene hoy el rápido de Irún, fue todo lo que dijo. Pero no era el rápido pues observamos que poco a poco su marcha perdía fuerza y de las vísceras de la máquina empezó a salir un espesa nube de vapor blanco que chamuscaba los matojos más cercanos. Estaba aminorando la velocidad. Los tres salimos corriendo tras el tren, en dirección a la estación para no perdernos el espectáculo, pues seguro que se detendría. Bajamos corriendo la loma hasta llegar a las vías y aunque el misterioso tren desapareció de nuestra vista, aún percibíamos el aire caliente y con olor a carbón, testigo de que algo grande acababa de pasar.
Cuando llegamos exhaustos a la estación vimos decepcionados que el andén estaba vacío, ningún tren a la vista, que ya imaginábamos parado, estremeciéndose con el sonido de todos los hierros acomodándose a la posición de reposo después de muchos kilómetros a toda velocidad. Nada había. Resignados nos fuimos a nuestras casas arrastrando una enorme frustración. Entonces era el rápido de Irún, murmuró el Cagarrutas mientras nos alejábamos cabizbajos de la estación. Hasta se nos olvidó ir a recoger un pequeño cochecito de hojalata que habíamos puesto en la vía para nuestra colección de aplastamientos.



CONTINUARÁ, EVIDENTEMENTE.


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