Siempre que me quiero deprimir (en mi caso las
depresiones son voluntarias como medida para frenar tanta felicidad), pienso
en los salmones. El salmón es un animal que goza de todas mis simpatías, o de
casi todas, que tampoco quiero exagerar. Me gusta de él, lo andorrero que es,
que no para quieto: nace en la parte más alta de los ríos, luego, tras dos años
de infancia, si consigue que nadie se lo coma, se va nada menos que hasta el
mar, y finalmente, como si de repente se acordara de algo de suma importancia
que se dejó al salir de la guardería, vuelve al mismo lugar donde nació. Esto
dicho así parece cualquier cosa, pero tiene un mérito enorme, pues en su
regreso al lugar donde nació tiene que superar obstáculos impresionantes. Para
empezar, a los osos, que no es cualquier tontería, luego a las águilas, y por
supuesto al propio cansancio de remontar contra corriente (no hay otra forma de
remontar) ríos muy caudalosos, a veces dando saltos de hasta 3,7 metros de
altura. Por añadir un mérito más a su deportiva existencia, recorre 6,5
kilómetros diarios cuesta arriba, y yo, que soy montañero de altura, sé de qué
estamos hablando. Encima, él lo hace sin porteadores.
Hay varios tipos de salmones (los del atlántico
tienen una vida menos azarosa), pero al que yo me refiero, el del Pacífico, es
tal cual lo he contado. Llegado este punto, podemos hacernos la siguiente
pregunta: ¿y por qué pienso en los salmones cuando busco deprimirme? Por lo que
he contado de su existencia, está claro que llevan una vida llena de emociones,
rodeados de paisajes fantásticos, en entornos naturales lejos de las
aglomeraciones urbanas, y saltando de acá par allá, ¿qué tiene todo eso de
deprimente? (podemos comparar esa vida con la del escarabajo pelotero, más
apacible, menos riesgos, sí, pero siempre acarreando mierda). Pues tiene de deprimente, que este animalito, que
además está riquísimo, al final de sus días presenta un aspecto lamentable, que
hasta da un poco de asco verlo. De repente se le pone el pico ganchudo, le sale
joroba en el dorso, y sus colores siempre discretos, cambian a unos ronchones
colorados, síntoma clarísimo de mala circulación o de abusar del orujo, no sé. Además,
en sus últimos momentos, ya va el pobre como si tuviera la cadera rota, a
trompicones, despacito y de lado, por no decir que va de culo. Es, junto al
hombre, el animal al que más se le nota la vejez.
Pues eso, para deprimirse.
y otro peligro mas que debe sortear el pobre salmon: al propio hombre, al pesacador de salmones. Porque los que yo me como, alguien los debe pescar. A mi tambien me gusta el salmon mucho.
ResponderEliminareso mismo ha dicho una amiga en FB. Sí, claro, yo por ejemplo, soy consumidor de salmón, tanto como cualquier oso. ;-)
EliminarSí, la decrepitud en la vejez (o la pérdida de facultades en cualquier otro momento de la vida) es una mierda. Pero, ya que aún no podemos recuperar nuestro cuerpo*, la alternativa a cumplir años me parece más terrible.
ResponderEliminarPor otra parte, y analizando los síntomas del viejo salmón, he tenido la sospecha de que te referías, más que a un pescado, a un rey. Aunque tu mismo afirmabas las similitudes entre nosotros y ese escamoso animal. Y, al fin y al cabo, un rey también es un hombre.
*Dame dos semanas más y tendré lista la máquina de regeneración celular.
ja ja ja, sí, me di cuenta de las similitudes con el king salmón.
EliminarY no te olvides de su sabiduría; el famoso juicio de salmón...
ResponderEliminares verdad, el hijo del rey David.
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