En un lugar de la Mancha, de cuyo
nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de
lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor...
Inesperadamente
llamaron a la puerta. La pluma de ganso se detuvo en el aire y una pequeña gota
de tinta se desprendió en forma de mancha. La mesa, llena de goterones de cera,
la recibió impasible. Volvieron a llamar. Lentamente el escritor se levantó de
su silla y con el cansancio de sus más de cincuenta concienzudos años fue a ver
quién era. Una figura desgarbada y elegante, contradictoria, con un rostro de
pocas carnes, nariz torcida y ojos hundidos, estaba al otro lado de la puerta.
Era D. Francisco Garcillán, librero y editor, aficionado a las visitas
casuales. Esta afición tan sociable había proporcionado a D. Francisco un
extraordinario sentido de la oportunidad para caer siempre en los momentos más
desafortunados; sólo cuando más podía molestar al visitado aparecía el
visitador, eso sí, con una bandeja en la que llevaba alguna golosina como
detalle compensatorio a las molestias causadas a su involuntario anfitrión. En
esta ocasión traía unos deliciosos suspiros, preparados por una criada que
tenía de Albacete, y unas pepas, tan típicas en Abenjibre, el pueblo de la maritornes.
El vinillo corría por parte de la otra parte, y esta vez, D. Francisco vio con
satisfacción que había ido a parar a una casa en la que no faltaba el tinto de
la Mancha, uno de sus preferidos. Así pues, se sentaron a la mesa los dos
personajes, escritor y editor, dispuestos a la charla, uno más que el otro, y a
la merendola, los dos por igual. Entre pepa, vaso de morapio, soplillo, y unas
tortas de manteca y chicharrones que había sacado el anfitrión de su despensa,
hablaron del recién fallecido Felipe ll, de su sucesor, de los Jerónimos, de
ultramar, y cómo no, de literatura. Este era un tema de conversación en el que
los dos se movían con extraordinaria destreza, como es natural. El escritor,
según hablaba, se llevaba continuamente la mano derecha sobre la izquierda, el
pecho y la frente, como asegurándose de que todo seguía en su sitio. D.
Francisco sabía que se trataba de las cicatrices de un arcabuzazo sufrido en
una batalla naval contra los turcos y se sentía orgulloso de su amigo. Hablaron
de la prosa de Figueroa, Padilla, Lainez,… autores de gran éxito, algunos de
ellos además, personajes de “La Galatea”, novela a la moda pastoril que tanto
se prodigaba. Casi al finalizar la velada le llegó el turno al teatro, y aquí
entraron en tales disquisiciones que les fue imposible llegar a un acuerdo. El
librero mantenía la postura, compartida por un importante grupo de gentes cultas, que el teatro estaba viviendo
uno de sus mejores momentos, sobre todo con el impulso de los recientes
corrales de comedias, y que era la oportunidad para ganar fama y fortuna con
una buena obra. Defendía la conveniencia de dedicar todos los esfuerzos a la
dramaturgia y no perder el tiempo en literatura narrativa. Su amigo, que ya
tenía una gran experiencia escribiendo teatro, le daba la razón, pero por otro
lado se la quitaba. Ultimamente andaba muy ocupado con la idea de crear un
personaje que fuera eterno y con esa única imposición estaba trabajando. En
principio con la idea de que apareciera en una novela, pero sin descartar
plenamente el drama.
El alma del
escritor estaba dividida entre ambas opciones, y tanto le atenazaba la duda,
que lo primero que hizo en cuanto se fue D. Francisco, y quizá animado por los
efectos del vinazo, fue acudir a su mesa de trabajo y tirar a un rincón, hecho
un burujo, la novela que había empezado a escribir. Después, cogió nuevo papel,
decidido a hacer caso al editor y emplear su talento en una obra de teatro.
Ahora estaba sentado el dramaturgo, dispuesto a crear una obra universal. La pluma,
en alto, esperaba las órdenes que enseguida llegaron, y obediente, trazó sobre
blanco con cuidada caligrafía:
Ser
o no ser, he ahí el dilema. ¿Qué es mejor para el alma, sufrir insultos de
fortuna, golpes, dardos, o levantarse en armas contra el océano del mal, y
oponerse a él y que así cesen?…
Entonces, el autor
se detuvo, miró hacia el rincón de la habitación donde estaba el principio de
su novela, dudó durante unos segundos, y a continuación, con un movimiento casi
convulso, hizo trizas su recién empezado monólogo y recogió de nuevo el papel
que había expulsado de la mesa y continuó:
…una olla de algo más
vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados,
lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos,…
F i n
(Es una suerte que murieran los dos el mismo día del mismo año para poder celebrar el día del libro de forma ecuánime)
Me ha encantado.
ResponderEliminar¿No era Fernando de Garcillán? ¿O ése es otro...? ;-)
un abrazo, amigote
Si, tienes toda la razón, cogí el apellido de nuestro amigo del cole porque me parecía de lo más apropiado para ser un personaje del Siglo de Oro. Ruiz de Valbuena también está fenomenl pero se que me pedirías royaltis y cosas de esas ;-)))
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