miércoles, 7 de julio de 2021

Ni locura ni tontería: EL DESCONOCIDO




Para entender el presente artiblog es imprescindible leer el anterior, titulado “Locura o tontería”.

 

Bien, tal como había quedado, aquí está la continuación de la historia que empecé sin saber cómo iba a continuar. He cumplido con el plazo de hacerlo antes de diez días, y mejor no os cuento cuándo empecé a preocuparme por tenerlo a tiempo. Nunca me ha gustado presumir de mis defectos.

Antes de nada, muchas gracias a los que me habéis mandado ideas para terminar la historia y que curiosamente todos habéis coincidido en que la muerte tenía que aparecer por algún lado. Posiblemente la intervención de la muerte alegrara un poco el relato, aún así he preferido salir del atolladero por mis propios medios, lo que no exime que mi agradecimiento siga siendo infinito.

 

Aquí tenéis la solución que he encontrado para el final de lo empezado, que ahora ya tiene título.

 

FINAL DE…  EL DESCONOCIDO

 

Poco a poco fui  perdiendo el sentido de la realidad, lo mejor era no intentar oponerme, ¿qué podía hacer yo para evitar irme por el desagüe? Me estaba vaciando de mí mismo, girando vertiginosamente en una espiral alocada hacia un fondo sin fondo hasta que perdí el conocimiento. Estuve muerto lo que me parecieron unos pocos minutos y cuando recobré la consciencia, se repitieron las últimas sensaciones que tuve pero en sentido inverso: empecé a ascender con mi cuerpo flotando en círculos hacia algún lugar en la superficie. Salía al exterior, ¿pero al exterior de dónde? Me fui llenando de algo, no sabía de qué, pero de la misma forma que antes había notado que me estaba vaciando, ahora sentía lo contrario, que mi ser estaba tomando forma, consistencia, me estaba haciendo.

Tuve claro que lo que ahora entraba en mi mente no era lo mismo que había salido. Tuve miedo, por primera vez tuve mucho miedo. El miedo de saber qué estaba pasando, de repente tuve certeza de todo lo que me había sucedido y descubrí cuales habían sido las intenciones de aquel desconocido que me invitó a su casa. 

Lentamente todo a mi alrededor empezó a tomar de nuevo forma, las brumas se disipaban dentro de mi cerebro o lo que hubiera en el lugar donde antes estuvo mi cerebro. El aire volvió a ocupar el espacio a mi alrededor y yo volví a respirar.

De alguna manera “algo” en aquella casa había absorbido mi esencia pero en lugar de dejarme vacío, inerte, me había insuflado una nueva. Me notaba ajeno a mí mismo, pero al mismo tiempo tenía consciencia de estar lleno de vida, una  vida que no era la mía, sino otra muy diferente, o al menos, en principio me parecía muy diferente.

Una maldita venda me impedía abrir los ojos. Para empeorar las cosas empezó a sonar una música de lo más molesta, aburridísima, algo así como música clásica con violines, o una mierda de esas. Unos tacones me advirtieron de que alguien, una mujer, venía por detrás de mí. La tía empezó a sobarme la cabeza, naturalmente intenté incorporarme a ver de qué iba, pero era más fuerte de lo que había imaginado y no pude ni menearme. Entonces se acercaron otras pisadas, seguía sin ver un carajo pero por el sonido supe que eran de un maromo, se detuvo a mi lado y me quitó la venda. Por fin había recobrado la vista, me incorporé y la tía se había ido, pero el que me había quitado la venda estaba allí, con una pinta que daba risa. Iba vestido como un mamarracho con una corbata que se la habría hecho con las bragas de su abuela. La musiquita sonaba ahora más alta, era espantosa, y olía a cosas raras. No sabía qué hacía allí yo, en un sitio tan deprimente y cursi. Entonces va el tío y me pregunta mi nombre, me lo quedo mirando y cuando le voy a soltar cuatro cosas me doy cuenta de que no sé qué responderle. ¿Cómo me llamo? ¡Ni idea! ¡No sé quién coños soy yo!

 

Eres Carlos, me dice, Carlos Peralta, a partir de ahora ese es tu nombre, ¿has entendido?

Yo digo que sí con la cabeza pero la verdad es que no entiendo una mierda, lo único que quiero es irme de ahí cuanto antes. Necesito un carajillo de anís, eso es lo único que entiendo perfectamente. Me levanto un tanto aturdido, me sacudo mis pantalones, por cierto, parecen muy  caros, ¿cuándo me he comprado yo unos pantalones así? Me da igual, empiezo a caminar en la dirección que el tío me indica y salgo de la habitación sin dejar de hacerme unas cuantas preguntas para las que de momento no tengo respuesta. Antes de llegar a lo que parece la puerta de la calle tengo que atravesar una habitación muy grande. En uno de los extremos hay un tío con un bastón en la mano, y un cigarrillo apagado en la boca. Me mira según saca un encendedor de esos de oro que suenan click al abrirlos, me sonríe, se prende fuego al pitillo y expulsa el humo sin perderme de vista.

Creo que se está riendo de mí. Me da igual, necesito un carajillo.




Leoncio López Álvarez





 

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