martes, 29 de junio de 2021

Locura o tontería

 




 Hace mucho tiempo que no escribo en mi blog y esta tarde me lo he recriminado a mí mismo; es una desatención que La tertulia perezosa no se merece, y cuando digo La tertulia perezosa me refiero a sus lectores (¿Qué otra cosa es un blog, si no son sus lectores?). He mirado por curiosidad en el apartado "estadísticas" y mi sorpresa ha sido mayúscula al ver que todos los días hay una docena pasada de personas que visitan el blog, sin encontrar para mi bochorno, nada nuevo en él.  Entonces se me ha ocurrido una locura, o una tontería según se mire, una locura o tontería que merece un preámbulo.

A mí me gusta escribir y lo hago sin esperar nada a cambio, si acaso treintamil euros en algún premio que no exija demasiado esfuerzo presentarse con algo que tengas por ahí, de modo que muchas veces empiezo a escribir cosas que luego nunca termino. ¿Qué más me da? Es como el pianista que aburrido abre la tapa del piano y ejecuta escalas sin propósito de componer ninguna nueva obra, y por supuesto sin público. Puedo poner otro ejemplo: es algo así como un dibujante que llena cuadernos de bocetos con manos, rostros, cuerpos, caracoles, berenjenas... un montón de dibujos que carecen de finalidad en este mundo, salvo servir de entretenimiento al autor. Cierto que también es entrenamiento, pero yo no quiero entrenar cuando escribo a lo loco, lo único que pretendo es pasar el tiempo haciendo algo que me gusta, hasta que llegue la hora de preparar la cena. Otras veces me voy a jugar al tenis o a montar en bici con el mismo propósito; lo importante es que cuando me tome el vino que siempre acompaña a los preparativos de la cena, tenga la sensación de que me lo he ganado merecidamente tras una extenuante sesión de trabajo. El deporte también vale, como ya he dicho, pero funciona mejor si todo parece indicar que he estado trabajando.

Pues bien, el otro día, empecé a escribir así, sin rumbo,  sin tener la menor idea de a dónde me llevaría la historia que estaba contando, de hecho, ¿había historia? Simplemente tenía una idea que me pareció interesante y empecé a desarrollarla... hasta que llegó la hora de la cena. Y ahí sigue, sin concluir en mi cuaderno de bocetos, entonces, y ahora viene la locura o la tontería de la que hablaba antes, se me ha ocurrido que la voy a subir a mi blog. Sin terminar, claro, tal como está, de modo que me doy un plazo de... pongamos diez días, para escribir el final. 

Al menos, de momento, esa docena de visitantes decepcionados que tiene diariamente La tertulia perezosa, tendrán algo que llevarse a los ojos. 

La historia, cuyo final espero que se me ocurra dentro del plazo prometido, es la siguiente:


SIN TÍTULO (AL MENOS DE MOMENTO)


Aún me estoy preguntando por qué lo hice. Fui a la casa en la que había quedado con un desconocido sin preocuparme qué podría encontrarme allí, le dije que iría y esa era la única razón por la que estaba tumbado en aquel lugar sin posibilidad de moverme.

La persona que abrió la puerta iba elegantemente vestida, pero no de la forma usual de elegancia sino otra mucho más sofisticada, más personal, cada detalle era único, nadie lo había llevado con anterioridad. La corbata por ejemplo, tenía un color que yo jamás había visto ni en corbatas ni en ninguna otra prenda, era un color inédito, inexistente fuera de aquella casa. Los colores son infinitos, o al menos yo me los imagino infinitos y sin embargo el número de colores que resultan armoniosos en una corbata y a la vez, entonan con la camisa y la chaqueta, es muy limitado.  La elegancia estriba en encontrar una combinación perfecta en las tonalidades y que a la vez reúna otros factores igual de aleatorios e infinitos, como la forma, textura, hechura… es como una partitura de música, tiene que existir armonía entre todas las notas, una nota aislada ni es agradable ni deja de serlo, es el conjunto lo que cuenta. 

Siempre me ha llamado la atención la palabra “hechura” para referirse a las prendas de vestir,  realmente no existe otra que represente mejor lo que quiere decir.

Quién me abrió la puerta no era el mismo desconocido que me propuso esta especie de juego, éste era más joven y desde luego mucho más guapo, parecía una estatua griega que algún dios le hubiera insuflado vida. Se movía de forma casi imperceptible, más bien se deslizaba. Me invitó a pasar a través de un espacioso hall a una sala mucho más pequeña, con las paredes completamente blancas, desnudas, techos con molduras de escayola muy altos y un suelo de tarima francesa perfectamente encerado en tono de cerezo. La estancia no tenía ningún mueble salvo un sillón modernísimo, de acero y cuero, de algún diseñador sin duda muy cotizado. Aparentemente no había ningún punto de luz, quizá hubiera algunos leds escamoteados en la moldura, pero de momento no era necesaria la iluminación artificial; un amplio ventanal permitía al sol entrar a sus anchas en la habitación.

El joven me indicó por señas que me sentara en el sillón, más bien que me tumbara, pues era como una hamaca. Se llevó un dedo a los labios que se mantenían semiabiertos en una franca sonrisa y desapareció detrás de mí. Oía sus pasos perfectamente y eso era todo lo que me llegaba a los oídos de él. No dijo ni una palabra y yo, obediente, tampoco dije nada. Pronto, una música suave, muy delicada, de un cuarteto de  cuerda, rompió el silencio e inmediatamente volví a escuchar los mismos pasos que se acercaban por detrás de mí. No me atreví a incorporarme, ignoro por qué, y esperé que pasara algo. Y pasó: una cinta de seda cayó sobre mis ojos, alguien, con toda seguridad el mismo joven que me había abierto la puerta, me estaba anudando la cinta por detrás de la cabeza. Yo, inexplicablemente, me deje llevar, en ningún momento se me pasó por la cabeza protestar o preguntar qué estaba pasando. Tampoco tenía la sensación de estar en peligro aunque debo admitir que la situación era de lo más extraña.

¿Qué hacía yo allí, dejándome vendar los ojos por un joven atlético que no hablaba, en una casa que no conocía de nada y a la que había sido invitado por un completo desconocido el día anterior? Se me acercó, me pidió fuego, intercambiamos cuatro frases intrascendentes y luego me preguntó si era feliz, pero la pregunta sonó a que ya conocía la respuesta. Me miró a los ojos bajando unas elegantes gafas de sol hasta la punta de la nariz, sacó de su cartera una tarjeta, me la dio y simplemente me dijo que me esperaba al día siguiente; no importa la hora, me dijo, cuando te apetezca vienes, yo estaré todo el día. Luego dio media vuelta y se fue sin mirar hacia atrás, erguido como un modelo de pasarela. Entonces me fijé en que llevaba un bastón con el que marcaba el ritmo de los pasos como un metrónomo ajustado a 80 pulsos en un majestuoso andante.

Las pisadas me indicaron que de nuevo el joven se alejaba de mí después de haberme vendado los ojos de tal manera que me resultaba imposible ver absolutamente nada. Tuve la sensación de que el tiempo iba a desaparecer y por un momento temí que sería engullido por un agujero negro. La música del cuarteto de cuerda se hizo más presente, ahora no quedaba ninguna duda de que se trataba de Schubert. 

Otros pasos distintos, estos de mujer pues claramente los producían unos afilados tacones, llegaron hasta detenerse detrás de mí. Tras unos segundos en que no pasó nada, noté unos dedos cálidos, finos, acariciándome ambas sienes. Me cogió de improviso y no pude evitar dar un ligero respingo. Los dedos no se inmutaron, continuaron con la misma cadencia, suave, monótona, con movimientos circulares que apenas me tocaban. Juraría que en algún instante los labios de la mujer se acercaron hasta mi oído derecho;  no dijo nada, ni siquiera respiró, pero noté su presencia. Pasé de no pensar en nada y haber estado a punto de desaparecer  por algún sumidero del universo, a excitarme pensando en cómo sería esa mujer. 

Luego ocurrió: los labios de la mujer, carnosos y húmedos besaron mi frente y ahí se detuvo todo. Desaparecieron los masajes en las sienes, la música del cuarteto de cuerda que interpretaba La muerte y la doncella dejó de sonar y el taconeo alejándose a mis espaldas me indicó que la mujer se había ido. Luego vinieron cuatro o cinco minutos en los que no pasó nada hasta que  de nuevo empezaron a ocurrir cosas. Primero la temperatura, descendió notablemente, luego el ambiente se impregnó de un aroma extraño, no era ni agradable ni lo contrario era… extraño, como el color de la corbata del joven apolo. ¿Cuál era el propósito de todo aquello? La fragancia empezó a tomar cuerpo, el aire que respiraba ahora era más denso, llenaba mis pulmones hasta el último rincón, un aire tan distinto que temí que me habían transportado a otro planeta.



Bien, hasta aquí esta primera parte. ¿Qué pasa a continuación? No tengo ni idea. Espero que se me ocurra algo de aquí a que termine el plazo que me he dado. Es un juego al que me he comprometido yo so solito, puede ser divertido o puede resultar que no encuentre absolutamente nada que encaje y quede como un gran capullo. Dentro de diez días veremos qué ha pasado. Hasta entonces disfrutad del calorcillo de estos días, yo empezaré a pensar en esto mañana o pasado.




 




2 comentarios:

  1. Inquietante, incluso desconcertante, pero no por ello menos previsible.
    (continuará en unos días)

    ResponderEliminar
  2. pues tú lo verás previsible, pero yo no tengo ni la menor (appelle-moi en privé et raconte-moi. Je te le dis en français pour que personne ne connaisse notre secret).

    ResponderEliminar