Hoy empiezan formalmente las vacaciones de verano, al menos el primer turno. ¿Existe mayor placer que dedicar parte del tiempo libre a la lectura? Para los que piensen que es difícil encontrar mejor alternativa pero se hayan dejado el libro en la oficina, aquí tienen algo a lo que echar el ojo. De nada.
La mañana era plomiza, como había sido la mañana
anterior y también sería la siguiente. Los árboles habían perdido las hojas, y
con ellas el color; esqueletos de madera rígidos y silenciosos. Las calles eran
grises, igual de grises que las fachadas de los edificios, sus portales, los
escaparates, las farolas, los perros, gatos..., toda la ciudad parecía de ceniza, como la gente
que iba de un lugar a otro con la barbilla hundida en el esternón, sin mirar al
frente, aburridos de la monotonía de ver todo en blanco y negro. En esa época
del año el sol se resistía a salir y su ausencia creaba una capa uniforme que
envolvía todo con un velo oscuro y tupido ¿Qué había pasado con los coches
rojos, amarillos, verdes? ¿Habían desaparecido, se habían marchado de la
ciudad? No, claro que no, qué bobada, seguían estando allí pero cualquier
realidad permanecía oculta bajo una envoltura de invierno impermeable a la luz, y con olor a humedad.
Sólo había una forma de librarse de la red de
pesadumbre que cubría todo: dejar de estar ahí, irse a cualquier otro lugar.
Escapar.
Viajar no es sólo satisfacer el deseo de conocer lugares
nuevos, también es olvidarse de los viejos.
Un día, Ernesto salió más temprano que de costumbre
de su trabajo pese a lo cual ya era de noche, y según iba a su casa se detuvo
en un escaparate atraído por un anuncio que le llamó poderosamente la atención.
Mostraba a una familia feliz, un papá, una mamá y un niño de unos cinco años de
edad. Tres sonrisas envidiables. Los tres saludaban desde la amplia ventana de
un enorme autocar como si se estuvieran despidiendo de alguien, y a juzgar por
sus expresiones parecían estar encantados con perderlos de vista. Ernesto
apartó la cara del escaparate dejando un cerco de vaho en el cristal que limpió
con la mano para volver a enfocar su mirada en el anuncio. Su mente aprovechó
ese espacio abierto y se coló en el autocar. De repente se vio al lado de la
familia feliz, saludando también hacia el exterior, entusiasmado por abandonar
la ciudad, despidiéndose de su tediosa tenebrosidad. Su imaginación lo retuvo
durante unos segundos en el interior de aquel autobús y hasta pudo escuchar el
sonido del potente motor y sentir el amortiguado movimiento a través de
carreteras flanqueadas por bosques, recorriendo cientos de kilómetros por
maravillosos paisajes.
El escaparate era de una agencia de viajes y el
anuncio correspondía a una oferta para “escapar a la ciudad de tus sueños”,
según prometía el titular del anuncio. Ernesto no pudo resistirse a la
tentación y entró en la agencia.
Una campanilla en el dintel de la puerta anunció su
entrada y casi simultáneamente apareció el dependiente, un hombre sonriente, de
edad incalculable con el rostro misteriosamente enrojecido. Una nariz
prominente destacaba con personalidad y separaba dos ojillos brillantes y
despiertos. Ernesto se sacudió los zapatos antes de pasar hacia el mostrador
dando potentes patadas en el suelo para desprenderse del barro y del hielo, y
se frotó las manos, que traía ateridas, según las calentaba con su aliento.
-Buenas tardes, amigo –saludó el dependiente de forma extremadamente
cordial- ¿Le ha interesado nuestra oferta para viajar a la ciudad de sus
sueños?
Ernesto se sorprendió al verse descubierto en sus
intenciones y pensó que no era el único que entraba esa tarde por el mismo
motivo.
-Sí, verá, de momento sólo quería que me informara de los precios,…
Una mano alzada a la altura de sus ojos le
interrumpió.
-Un momento, antes de seguir, dígame cual es la ciudad de sus sueños.
Esa es la parte más importante, y puede ocurrir que no esté disponible, en cuyo
caso de nada valdrá que le informe del resto de los detalles.
Ernesto vaciló, no había pensado en un destino
concreto, le bastaba simplemente con saber que estaba lo suficientemente lejos
como para que tuviera sol. Probablemente en otro país.
-Ya sé, ya sé, no me diga nada –continuó el dependiente con la misma
sonrisa inicial-, lo que usted quiere es dirigirse hacia el sur, a un sitio
donde pueda ver campo, no simplemente intuirlo debajo de una espesa niebla, ¿no
es así?
-En efecto, esa es la idea. Tengo unos días de vacaciones que no utilicé
en verano y he pensado que ésta podía ser una buena oportunidad.
-Inmejorable, sin duda. ¿Está usted casado, tiene hijos? –Ernesto
asintió un tanto desconcertado por la pregunta- Verá, la oferta sólo es
aplicable si viaja usted con su esposa y su hijo. En este caso el precio se
reduce considerablemente y sólo tendrá que pagar un billete.
-Parece un buen negocio.
Se quedó con ganas de preguntar qué pasaba si en
lugar de su esposa y su hijo se apuntaba en compañía de otros dos amigos, o su
padre y su tía,… cualquier otra combinación posible de tres personas, pero se
abstuvo y siguió interesado en las explicaciones que le daba el dependiente de
la cara sonrojada y sonrisa permanente.
-El viaje dura cuatro días y ya en el primero llegará a una ciudad que
cumplirá todas sus expectativas de sol y buen tiempo. El itinerario detallado
lo encontrará usted en la carpeta que le entregaré junto con una bolsa de
viaje, como regalo incluido en la promoción. La salida es dentro de tres días
desde la estación Sur de autobuses.
Ernesto no necesitaba saber más. Estaba entusiasmado.
Contar con que dentro de muy poco iba a cambiar ese ambiente tan obsesivo y
deprimente por un mundo completamente diferente, lo llenaba de gozo, y su
felicidad era aún mayor pensando en la alegría que les daría a su mujer y a su
hijo. Todos los días, durante el desayuno, salía algún comentario sobre el
tiempo y las ganas que tenían, tanto Clara como él, de que llegara la
primavera. Incluso, en el caso de Clara, este deseo era aún mayor. El pequeño,
Guille, se limitaba a observar la conversación de sus padres, limitado por una
experiencia de haber conocido sólo seis inviernos. Ernesto y Clara, en cambio,
llevaban ya contabilizados demasiados en sus vidas sin haber visto otra cosa
diferente. Jamás habían abandonado su ciudad natal y hoy por fin, Ernesto se
había decidido a hacerlo. Su trabajo ahora, y antes los estudios junto con la
obligación de cuidar de un padre podrido por el alcohol y una enfermedad
incurable, lo habían tenido prisionero. Unas circunstancias terribles que
dieron forma a un espíritu dominado por la racionalidad y el sentido práctico.
Esta tarde, a la salida del trabajo, viendo el escaparate de la agencia de
viajes, fue la primera vez en su vida que Ernesto se permitió soñar. Y se dio
cuenta de que era algo realmente hermoso.
En muy poco tiempo cerraron todos los detalles y en
seguida Ernesto se vio con tres billetes de autobús en el enorme bolsillo de su
abrigo, una bolsa roja de viaje de regalo y un programa con el itinerario
perfectamente explicado. El dependiente seguía sonriendo, en realidad no había
dejado de hacerlo en ningún momento, y se despidieron como si fueran grandes
amigos pero sabiendo que no volverían a verse nunca más. Afuera, la calle
seguía ofreciendo mil argumentos para respaldar la decisión de Ernesto.
Clara recibió a su marido con una mala noticia: su
padre, a quien adoraba desde que era una niña, había muerto y tendrían que
viajar al norte, a la ciudad donde había estado viviendo los últimos años, para
asistir a los funerales. Le sorprendió la reacción de Ernesto que se derrumbó
literalmente sobre una silla, demudado, con un gesto de terrible tristeza. No
sabía que apreciara tanto a su padre y le enterneció verlo así.
-No te preocupes cariño, según me ha dicho mamá, ha sido rápido y no le
ha dado tiempo a sufrir nada. Partiremos dentro de tres días, pues todas las
carreteras están cortadas por mal tiempo y hasta entonces no hay ningún
autobús que vaya hasta allí. Ya lo
tengo todo arreglado y he sacado los tres billetes, no tenemos con quién dejar
a Guille.
Tres días. Precisamente la salida era dentro de tres
días. También.
-El autocar sale de la estación Sur –continuó Clara-. Es extraño, pues
nos dirigimos hacia el norte pero eso pone en los billetes.
Ernesto miró a su mujer sin decir una sola palabra.
No tenía ninguna. Palpó su enorme bolsillo del abrigo buscando el tacto de sus
billetes hacia el sol. Su mujer se acercó para tratar de consolarlo y lo abrazó
sin percatarse de que también estaba abrazando un enorme bolsón de viaje de un
encendido color rojo, al que su marido se aferraba domo un chiquillo a su manta
de la suerte. El rojo del bolsón era el único rastro de color que existía en
varios kilómetros a la redonda. Ernesto levantó la cabeza, besó amargamente a
Clara y salió de la habitación para ocultarse en algún sitio indefinido e
inexistente.
Al día siguiente, Ernesto también salió pronto de la
oficina y se fue directamente a la estación Sur. Quería ver a los pasajeros que
felices se dirigían a un destino diferente y sobre todo, necesitaba pensar,
encontrar alguna salida a su mala suerte. Él era una persona extremadamente
racional, como todo el mundo decía, seguro que descubría la manera de no viajar
hacia el norte, al entierro de su suegro por el que jamás había tenido una
especial simpatía.
Ya era de noche cuando llegó. Se sentó en un banco
débilmente iluminado por una farola que parpadeaba con insistencia, y trató en
vano de buscar alguna excusa convincente. Pero no había manera, su atención
estaba centrada en los grandes autobuses de línea; unos salían limpios,
recién salidos del lavadero y otros llegaban con el rastro de
cientos de kilómetros adheridos a la carrocería. Le pareció que los últimos
entraban a regañadientes. Miraba a través de las ventanas iluminadas que
pasaban delante de él tratando de descubrir historias en las miradas de cada
pasajero. Imposible pensar. Lo dejaría para el día siguiente, seguro que algo
se le ocurriría.
Amaneció de la misma forma que venía amaneciendo
últimamente. Durante el desayuno trató de no hablar ni del tiempo ni de su suegro, lo que trajo dilatados momentos
de silencio. Le acongojaba pensar que se iba a perder unos días estupendos al
aire libre, con sol, campos abiertos, cielo despejado, y otras delicias tan
deseadas, a cambio de unos funerales y una visita obligada a un cementerio
frío, oscuro, húmedo y terrible. Miró a su hijo que estaba dando grandes sorbos
a su tazón de leche, y aún lo sintió más por él. Luego lo volvió a pensar y
llegó a la conclusión de que no era cierto, la cruda verdad es que por quién
más lo sentía era por él mismo. Para qué engañarse.
En la oficina estuvo ausente, sin parar de dar
vueltas a lo que ya se había convertido en una obsesión. En mil ocasiones sacó
los tres billetes que podían llevarle a otro universo y leyó una y otra vez el
reclamo mágico: ESCAPA A LA CIUDAD DE TUS SUEÑOS. Más abajo, detallaba que se
trataba de una oferta familiar, y que esa era la única condición para poder
beneficiarse de ella. Qué tontería pensó, pero a fin de cuentas, eso no
cambiaba en nada la situación irresoluble.
No había más remedio, tenía que devolver todo, hasta
la bolsa de viaje roja, recuperar su dinero y dejar de soñar.
Salió de la oficina y se dirigió sin que mediara su
voluntad hacia la agencia de viajes. Cuando llegó, antes de decidirse a entrar se
detuvo a mirar el escaparate; algo había cambiado. El anuncio que le había
hecho pasar hacía dos días ya no estaba. La campanilla de la puerta sonó
exactamente igual que la primera vez que estuvo allí y de la misma forma
espectral apareció el dependiente de la eterna sonrisa. Lo saludó
afectuosamente y le preguntó que le traía de nuevo.
-Han quitado el anuncio del escaparate –acertó a decir Ernesto, sin
saber exactamente cómo continuar.
-Efectivamente. Ya no tenía sentido seguir manteniéndolo pues usted se
llevó los últimos billetes. La promoción ha sido todo un éxito, le felicito por
haber llegado a tiempo –hizo una pequeña pausa aprovechada para volver a
sonreír-. Nada más marcharse usted, apareció otro señor interesado. Se llevó un
disgusto al ver que ya no tenía posibilidad, por eso quité el anuncio.
-¿Y sabe usted dónde vive ese señor?
-No, naturalmente que no. ¿Pasa algo?
-No, no, no, qué va, no pasa nada… muchas gracias.
Ernesto salió de la agencia apresuradamente sin
despedirse. A sus espaldas retumbó la voz del dependiente mientras se marchaba:
-Recuerde que el autobús sale mañana a las ocho. Plataforma número
cinco, estación Sur…
Clara preparaba las maletas para el viaje. Metió toda
la ropa de abrigo que pudo pues no sabía cuánto tiempo iban a estar fuera, pero
mínimo cinco o seis días. Por Ernesto no había problema pues aún le quedaba
parte de sus vacaciones que aún no había consumido, y ella había pedido permiso
en su trabajo.
Llegó Ernesto, besó a Clara mecánicamente, y a
Guille, preguntó qué preparaba para la cena y sin esperar respuesta abrió la
nevera en busca de alguna pista.
-Ya están las maletas, listas para mañana –anunció Clara, ya en los
postres.
Ernesto miró a su mujer decepcionado, como si le
hubiera gustado tomar parte en la operación.
-Muy bien ¿a qué hora sale el autobús?
-¿A qué hora sale el autobús? –repitió como un lorito Guille.
-No juegues con el yogurt, y termínatelo todo –reprendió maternalmente
Clara-. A las Ocho. Conviene que estemos mucho antes, pues nunca se sabe.
Ernesto asintió a esta última frase como si acabara
de escuchar la gran verdad sobre el origen del universo. Luego el brillo de los
ojos volvió a fundirse en la mortecina luz de la cocina.
A las ocho menos cuarto de la mañana la estación Sur
estaba llena de gente. Todos caminaban de forma desordenada cruzándose entre
si, unos con prisa y decisión, otros con prisa y sin saber exactamente adonde
dirigirse, y todos con la seguridad de que pronto abandonarían la ciudad.
Ernesto, Clara y Guille, participaban de la
coreografía caminando hacia la plataforma número cuatro, de donde salía el
autobús hacía el norte. Los dos autobuses juntos, cada uno con un destino muy
diferente, y para los dos tenían billetes. Ya no se trataba de a cuál se iban a
subir sino a cuál no. Ernesto se palpó instintivamente el enorme bolsillo de su
abrigo.
Clara estaba nerviosa, los viajes la alteraban
bastante más de lo que ella estaba dispuesta a admitir. Guille, como siempre,
se tomaba todo como un juego y Ernesto se mostraba tranquilo, casi indiferente.
-¿Qué plataforma tenemos, la cuatro o la
cinco? ¿O era la seis? –preguntó Clara con cierta impaciencia.
-Es por aquí.
Subieron al autobús. Clara dio instrucciones a Guille
de que no se moviera de su lado. Ernesto acomodó el equipaje de mano en el
lugar que había encima de sus cabezas y una vez todo en orden se sentaron.
Guille miraba entusiasmado a través de la enorme ventanilla. Su madre, a su
lado, respiraba tranquila disfrutando de esos momentos antes de la partida, en
los que uno se siente seguro, con
la certeza de que todo va a salir según los planes previstos. Afuera del
autobús quedaban sólo los que habían ido a despedir a algún familiar. Los
autobuses estaban alineados, cada uno en su plataforma. Un carricoche con las
maletas de todos los pasajeros que tenían la salida a la misma hora se acercó
haciendo un ruido sordo, eléctrico, como si quisiera pasar sin ser advertido.
Varios bolsones rojos destacaban
en la masa gris del equipaje transportado.
Pasados unos minutos, Ernesto sonrió a su hijo cuando
alborozado lanzó un grito, al notar un repentino tirón.
-¡Nos movemos, papá, ya nos vamos!
yo creo que no queda claro si cambia o no. De hecho, yo tampoco lo sé.
ResponderEliminarDigamos que cada uno se monta su final Gracias por el tuyo Joaquín
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