El viejo profesor era conocido, entre otras cosas,
por ser estricto con los horarios de sus clases, nunca llegaba ni un minuto
tarde. Pero este celo en ser puntual solo lo aplicaba con sus alumnos, con el
resto del mundo era un auténtico desastre; jamás acudía a una cita a la hora
programada. También era conocido por esta falta de puntualidad fuera de las
aulas.
Siempre había impartido su magisterio en la facultad
de medicina, hasta que lo despidieron. Su especialidad era la neurociencia y
supuestamente era el que más sabía sobre el cerebro humano. La mente humana,
tal cómo él prefería referirse a este órgano. Cerebro, decía a sus alumnos,
suena a masa viscosa y chorreante sin más gracia que un páncreas, mientras que
mente, otorga la parte emocional que merece. La mente humana está por encima de
un conjunto de células especializadas en transmitir impulsos eléctricos para
almacenar, organizar y procesar información. La mente humana trasciende a la
materia, está por encima de las ataduras impuestas por la química, la bilogía y
la misma medicina. Ni neurotransmisores, ni axones, ni dendritas ni mielinas
pueden modificar la grandeza de una mente, que tan solo son su mero soporte
molecular. Éstas eran sus opiniones, que naturalmente eran consideradas
escasamente científicas por sus colegas, mucho más por sus colegas enemigos, de
modo que no resultó complicado destituirle de la cátedra.
Pero el viejo profesor, no solo era viejo, también
era profesor, por lo que continuó dando clases. Si no podía formar a futuros médicos
lo haría a futuros filósofos y empezó en la cátedra de ética como profesor
adjunto, en la facultad de filosofía. Hasta que también lo despidieron.
Los motivos fueron los mismos, pues seguía
insistiendo en que la mente humana era donde residía el alma. ¿Qué alma?, le
preguntaban los catedráticos de filosofía, ¿acaso tenemos la certeza de su
existencia? Más bien, la dualidad mente-cuerpo es algo superado y actualmente
todas las líneas de pensamiento siguen en la dirección de que no hay
supervivencia de una sobe el otro. Cuando muere el cuerpo, todo muere con él,
incluyendo el cerebro. Cerebro no, gritaba el viejo profesor, estamos hablando
de mente, y la mente no muere porque la mente es el alma.
Este individuo no ha superado a Aristóteles, decían
unos. Desconoce a Spinoza, decían otros. ¿Cómo un profesor de esta facultad
puede ignorar a Bertrand Russel? Tanta rigidez en sus planteamientos
va en contra de nuestros principios. Encima llega tarde a todos los sitios. Sí,
es un auténtico desastre, jamás ha venido a una reunión del claustro a su hora.
Lo de menos son las tonterías que dice sobre la separación de la mente y el
cuerpo, lo que resulta imperdonable es su impuntualidad. Estamos de acuerdo,
siempre llega tarde a todos los lados, no se puede contar con él. Llegaría
tarde a su propio funeral, sentenció el decano de la facultad antes de firmar
el acta de su destitución.
Ya sabemos que la filosofía trata de encontrar la
verdad, y el decano, sin saberlo, cuando lo despidió dijo la mayor verdad de
todas. El viejo profesor, llegó tarde a su funeral.
Cuando lo despidieron, no pudo soportar la noticia
con la suficiente entereza y se emborrachó en el bar de la facultad hasta el
punto de no distinguir los colores de un semáforo, incluso, el mismo semáforo
de una farola. Al salir, un conductor neoplatónico lo arrolló con su coche y el
viejo profesor murió en el acto mientras evaluaba las conclusiones de la
crítica de la razón pura. Según caía al suelo y se fracturaba el cráneo contra
el asfalto, su mente se desprendió de forma repentina y ni siquiera el hilo de
plata que la había mantenido unida al cuerpo durante toda la vida, la pudo
sujetar. Salio despedida a demasiada velocidad, fue su conclusión mientras veía
alejarse la imagen de su cuerpo yaciente sobre la calzada. En vano trató de
volver, una fuerza desconocida lo mantenía a flote y otra, que además de
desconocida era partidaria de los viajes, se lo llevaba cada vez más lejos. No
podía hacer nada, solo estaba. No sentía dolor, no sentía el aire que lo
rodeaba, no escuchaba ningún ruido ni podía oler ningún aroma, en realidad no
podía hacer nada salvo estar. Estaba allí, suspendido, solo su mente.
Joder, si es que yo tenía razón, pensó. Luego se
convirtió en fantasma.
Este relato me ha recordado a la frase que se le atribuye al gran escapista Harry Houdini antes de fallecer. Si no recuerdo mal, era algo así como “si existe una forma de escapar a la muerte, sin duda la hallaré”. Hace ya casi un siglo de eso y nadie sabe cuánto más le llevará encontrar el camino de vuelta. Pero, por si acaso, yo sigo esperando.
ResponderEliminares verdad, pero me temo que el gran Houdini no la encontró
Eliminarsí, tienen fama ;-)))
ResponderEliminarGracias por tu comentario Joaquín.