VERSIÓN 4.0
Cada vez que llegaban las navidades, y para su
desgracia eso sucedía todos los años, Carol Scrooge se transformaba en otra
mujer. Normalmente era una persona muy amable dispuesta a echar una mano
siempre que veía a alguien en apuros, alegre y con ganas de pasarlo bien, pero
en cuanto detectaba los primeros indicios de las fiestas navideñas, se
convertía en un ser huraño, déspota, irascible y terriblemente desagradable.
Bastaba con salir de su casa, ver las calles
iluminadas, a su juicio de forma paleta y derrochona, olfatear el olor a pino
en el ambiente o mirar cualquier escaparate, y a Carol le cambiara hasta el
color de la piel. No soportaba los atascos de tráfico típicos en estas fechas,
ni encontrarse todos los sitios atestados de muchedumbres eufóricas y
atolondradas; fuera a donde fuera estaba lleno y normalmente, lleno de gente
gritona y en muchos casos borracha o a punto de estarlo. Le sacaba de sus
casillas escuchar la radio, ver la televisión o entrar en un centro comercial, porque no soportaba los
villancicos. ¿Cómo no se
suicidarían los pobres empleados que tenían que pasar toda su jornada laboral
con el “chiquirriquitín” y “campanas de Belén” haciendo destrozos irreparables
en su cerebro? Tampoco llevaba nada bien la forma que tenía todo el mundo de
despedirse, siempre deseándose felices fiestas y preguntándose unos a otros por
parientes de los que nunca se habían acordado. O esa mirada de perro pachón
para decir que ojalá el próximo año hubiera paz en el mundo y majaderías por el
estilo. Paz, paz, ¿por qué de repente esa preocupación por algo que un mes
antes le resultaba más o menos indiferente? Probablemente los que de forma
bobalicona se lamentaban de las guerras, eran los mismos que antes de su
repentina inquietud sensiblera, hacían comentarios del tipo, “lo que no podemos
permitir es que se nos llenen nuestras calles de todos los que huyen, a dónde
iríamos a parar”. Ahora, sí, ¿no?, ahora sí podemos dejarlos que pasen unos
días fuera del infierno, hasta pasado reyes por ejemplo.
Luego estaban las comilonas, las cestas, la lotería,
la noche vieja, la cabalgata, el roscón de las narices, la tontería de hacer
colas para comprar un turrón en tal sitio porque es “buenísimo, el de toda la
vida”, el chocolate de la tarde de reyes, el cotillón, hombres insensatos
cargados de optimismo, los polvorones que jamás le habían gustado ni conocía a
nadie que le gustaran y sin embargo estaban por todas partes, los mazapanes que
hacían bola en la garganta amenazando una muerte certera por asfixia, los guasaps
con repetidos mensajes que se cruzaban para recordarte que estabas en esa época
del año en que el ingenio desaparece, al menos de las redes sociales. Miles de
cerebros pensando en hacer un guasap original para felicitar las navidades y
ninguno capaz de conseguirlo, ni siquiera de acercarse a algo medianamente
gracioso. ¡Patético!
… Nada, no había absolutamente nada que le gustara de
las navidades, ni siquiera recibía de buen agrado los regalos que alguien le
hacía porque eran regalos trampa, regalos contra reembolso, por decirlo así.
Eran regalos que carecían de aquello que hace del regalo algo deseable: la
sorpresa y la generosidad, pues eran predecibles y quien lo regalaba, según lo
entregaba con una mano extendía la otra para recibir el que esperaba como
correspondencia. Menuda tontería.
Pero de todas las cosas malas que tenía que aguantar
de la navidad había una en particular que soportaba aún menos que las demás,
era algo tan profundamente irritante que no entendía como era capaz de resistir
la tentación de asesinar a alguien, exactamente al responsable. Resulta que un
amigo suyo, que siempre se había comportado como una persona normal sin
demasiadas taras, de repente adoptó la costumbre de mandarle todos los años un
cuento de navidad que él mismo escribía. Ya había recibido unos cuantos y con
eso tenía más que suficiente, la idea de recibir el siguiente le revolvía el
estómago. Encima el muy imbécil, pasados unos días la llamaba para preguntarle
si le había gustado su ridículo cuento. Era justo lo que le faltaba al cuadro:
tener que leer un cuento de navidad obligatoriamente. Manda huevos.
Claro que todo tenía un límite y este año decidió que
ya lo había alcanzado.
Cogió un billete de avión y se marchó lejos a un país
musulmán, a un emirato árabe dispuesta a disfrutar de su intransigencia
coránica, una delicia. Nada más llegar al hotel cogió su teléfono móvil y le
quitó la batería para que no llegara nada que oliera a navidades. Justo antes
de coger el vuelo, estando ya en el aeropuerto y faltando escasos minutos para
embarcar, recibió un email y un guasap de su amigo, bajo el amenazante título: “Este año tampoco podrás librarte de mi
cuento de navidad”. Se rió para sus adentros, pues inmediatamente apagó el
teléfono, subió al avión y a partir de ese momento tuvo la certeza de que este
año realmente sí se libraría del cuento de su amigo y de todo lo que tuviera
que ver con las navidades. Por eso quitó la batería de su teléfono nada más
llegar. En el fondo sintió un poco de lástima por el pesado de su amigo
escritor, pero la tenía harta y este año por fin, lo conseguiría.
Satisfecha, ufana y todo lo feliz que se puede estar
a 45 º de temperatura exterior, fue a la piscina, solo para mujeres, del hotel.
Se bañó, comió algo de fruta en el bar, lamentó no poder tomarse una cerveza o
un cocktail y subió a la habitación dispuesta a aburrirse como una mona en un
país que no ofrecía nada interesante para una mujer joven y con ganas de
divertirse. Miró su teléfono móvil sobre la cama con algo parecido a nostalgia
y de repente zumbó. Zumbó y brincó como nunca lo había hecho antes. Incrédula
miró la batería que estaba a escasos centímetros. No era posible, pero era
real: estaba entrando un guasap. Lo cogió y observó que era de su amigo el
escritor de cuentos tocapelotas. Ponía simplemente: “Este año tampoco podrás librarte de mi cuento de navidad”, con un
enlace debajo del texto que seguramente llevaría a una site donde estaría
alojado el maldito cuento. Posiblemente un ridículo blog.
Era el segundo guasap que le llegaba de su amigo y en
los dos decía lo mismo. No era posible. Comprobó que efectivamente el teléfono
no tenía batería. Entonces se dirigió al cuarto de baño, llenó el lavabo de
agua y sumergió el teléfono en su interior. Inmediatamente brotaron unas burbujas
al tiempo que en la pantalla aparecía el aviso de que estaba entrando un
guasap. “Este año tampoco podrás
librarte de mi cuento de navidad”. Carol Scrooge lo leyó aterrorizada, era
la tercera vez que lo leía, luego pensó que era una mujer que no se dejaba
aterrorizar fácilmente y actuando en consecuencia dejó de estar aterrorizada y
pasó a estar realmente enfadada. Miró a su alrededor buscando desesperadamente
el arma definitiva y vio al lado de la ventana una mecedora de enea. Una
sonrisa macabra se formó en sus labios finos y con determinación fue hacia
ella. Puso el teléfono debajo de uno de los balancines y luego se sentó
pesadamente dispuesta a dejarse mecer durante unos segundos al ritmo del crujir
de plástico y Coltan. Cuando consideró que el estropicio era irreparable bajó
de la mecedora y observó, feliz por estar más gorda de lo que deseaba, el
resultado de su trabajo. El teléfono estaba literalmente reventado y aunque la
carcasa se mantenía de una pieza, agrietada pero entera, por los lados salía un
llamativo fluido parecido al aceite. Ya está, pensó, asunto resuelto. Con el
dedo índice toqueteó la pantalla que permanecía negra, de un negro mate y
apagado sin ningún rastro de vida y se acordó de la película Terminator y
también del ordenador HAL de 2001.
Su pequeño teléfono móvil podía pertenecer al mismo grupo de héroes
difíciles de eliminar.
Lo cogió como si fuera el cadáver de un pájaro que se
hubiera encontrado en la terraza y lo llevó entre las dos manos hacia la
papelera cuando repentinamente se sacudió convulsivamente saltando al abismo.
Cayó sobre la alfombra y el impacto hizo que nuevas piezas salieran de su
interior al tiempo que se activaba el sistema de voz:
- Este año tampoco podrás
librarte de mi cuento de navidad.
El tono fácilmente reconocible de Siri repitió esta
frase como una salmodia una y otra vez, hasta que Carol Scrooge resignada,
aceptó leer el cuento de navidad que había escrito su amigo pulsando el enlace
que aparecía en el guasap.
Cuando terminó de leerlo se sentó de nuevo en la
mecedora, derrotada pero con una sensación desconocida en su interior. Se
encontraba rara, con unas ganas incontenibles de salir a la calle y acariciar
niños, de ir a ver belenes y cantar villancicos, incluso le hubiera gustado
comprar un pino, claro que donde estaba lo tenía muy difícil.
Notaba una sensación completamente nueva que la
obligó a hacer algo que jamás hubiera sospechado que sería capaz: buscó en su
teléfono móvil, que milagrosamente aún estaba operativo a pesar de los
destrozos, un villancico en Internet. Encontró uno perfecto, interpretado por
tres gatitos encantadores y lo envió a todos sus contactos con el mensaje “Te deseo una feliz navidad para ti y para
los tuyos”.
Después contestó a su amigo diciéndole que, como
todos los años, le había hecho muchísima ilusión su esperado cuento de navidad
y que le deseaba unas felices fiestas y próspero año nuevo. Luego incluyó unos
emoticonos con gorritos de fiesta, serpentinas y copas de champán chocando.