Carlos Peralta, poeta, profesor de latín,
coleccionista de sellos y alguna otra cosa igual de inútil que no recuerdo,
cuando se emborrachaba, lo cual sucedía con notable frecuencia, se convertía en
una auténtica bestia. Podía despedazar con sus manos a quién se pusiera por
delante, solo necesitaba, además de la ayuda del alcohol, una razón que le
moviera a la acción. La única razón que existía era no caerle bien.
No soportaba a cierto tipo de personas: Aduladores,
banqueros, soldados (especialmente paracaidistas), periodistas (especialmente
deportivos), mentirosos, timadores, aprovechados, pederastas, curas (los curas
pederastas se llevaban doble paliza), fanáticos del futbol, y sobre todo, por
encima de todos los grupos anteriormente mencionados, no toleraba a los
admiradores de Arturo Pérez Reverte. Es que Arturo Pérez Reverte me pone
enfermo, sentenciaba sin separar los dientes, antes de liarse a mamporros con
el desdichado que aseguraba haber disfrutado leyendo Alatriste.
En una ocasión en que estaba compartiendo unas
botellas de vino con otros parroquianos y la influencia del alcohol ya era
evidente, entró en el establecimiento el mismísimo Arturo Pérez Reverte. Todas
las conversaciones se fueron apagando según la gente se iba dando cuenta de quién
era el visitante y el camarero corrió a parapetarse detrás de la barra. Todo el
mundo, como si fuera una película del oeste, se echó a un lado dejando un
enorme pasillo de silencioso vacío entre Arturo Pérez Reverte y el poeta Carlos
Peralta. Las dos miradas se cruzaron, una asesina y la otra con incierta placidez. Se
acercaron silenciosamente estudiando cada uno los movimientos del otro. Lentamente, el poeta se dio la vuelta sabiendo que algo iba a pasar.
El poeta, profesor, coleccionista de sellos, y por
cierto, también jugador de ajedrez, se acercó lentamente a la barra dando la
espalda al autor de tantos libros de éxito. Cogió su vaso de vino y lo apuró
sin prisas. Después cayó de rodillas, aún con el vaso en la mano, sobre un
charco de la sangre que manaba de sus pulmones. Detrás, Arturo Pérez Reverte,
mantenía con firmeza una pistola humeante. La guardó en su espalda, entre el
cinturón y el pantalón, y sin prisas salió del local.
Poco a poco la gente se fue arremolinando alrededor
del cadáver del poeta sin poder hacer ya nada por él.
Realmente se llevaban mal, dijo el camarero y cogió
el teléfono para llamar a la policía.
Vaya, no conocía ese carácter tan fuerte de Arturo Perez Reverte. Nunca he leído nada de él, aunque mejor no lo intento, por si no llega a gustarme. De todas formas, ante un hombre con una pistola, puedo llegar a ser el mentiroso más adulador sobre la faz de la tierra.
ResponderEliminara mi me pasa lo mismo, pero no es por miedo, es porque sangro con mucha facilidad cuando me dan un tiro.
EliminarAh, claro. No, lo mío es por el susto que me provoca el ruido.
EliminarEstá claro porque uno es famoso, académico, con citas en facebook (aunque no tantas como el baboso de Coelho) en la cima del éxito, y el otro un borracho de barra de bar de barrio: sabe tomar las decisiones, radicales, de acuerdo, en el momento justo...
ResponderEliminarsí, pero esta vez le falló el momento... ;-)
Eliminarfue un duelo justo. Yo estaba en aquel bar cuando sucedio todo.
ResponderEliminareso dicen, sí...
ResponderEliminarLástima de resultado
ResponderEliminarSí, una lástima, sobre todo porque siempre confié en el poeta Carlos Peralta, pero se ve que ese día bebió más de la cuenta.
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