Lo
bonito de esta tradición y además lo absurdo (todas las tradiciones tienen un
lado discutible que es bonito, y un lado innegable que es absurdo) es que a su vez mi amigo de Pamplona
hace exactamente lo mismo que yo: el día cinco de enero me compra un roscón de
reyes y me lo manda a continuación con un tarjetón en el que me desea todo tipo
de maravillas, con el añadido final de a ver cuándo nos vemos.
Ni qué decir
tiene que todos los años, tanto él como yo, nos comemos el roscón duro como una
piedra, pues tardan tres o cuatro días en llegar a su destino. Para mayor inri,
los dos sabemos que no vamos a volver a vernos jamás, pues como dije
anteriormente, ya me contarás tú para qué.
Pues bien, a pesar de tanta certeza
de lo inútil y sacrificado de nuestra particular tradición, la seguimos
manteniendo año tras año desde hace veinte sin faltar ni uno sólo, y parece que
el hecho de comernos el roscón duro, nos une más, pues un roscón cuando está
blandito puede ser bueno malo o regular, pero cuando está duro solo tiene una
opción, y es estar duro; es decir, que no hay quién se lo coma.
Es como si
estuviéramos juntos, uno al lado del otro comiendo el mismo roscón de granito,
una especie de comunión mística entre mi amigo, al que no veo desde hace veinte
años (ya me contarás tú para qué), y yo.
He de confesar que he pasado por momentos de
debilidad y muchas veces he tenido la tentación de mandar a paseo la vieja
tradición y sobre todo a mi amigo de Pamplona, para comer, por fin, un roscón
como dios manda, que ya no sé ni a qué sabe cuando está hecho del día. Pero siempre, una voz interior me ha hecho
desistir de tan sabia decisión, y de nuevo vuelvo al absurdo rito de hacer
cola para acabar comiendo un roscón que todo él parece la sorpresa de cerámica
que ponen en su interior.
El otro día, como decía, me levanté temprano para
cumplir con nuestro viejo compromiso, pero me sucedió algo terrible: cuando ya
tenía mi roscón envuelto, con la lazadita final que hacen con extraordinaria facilidad los dependientes pasteleros, el señor que estaba delante de mí se dio la
vuelta para marcharse y justo en el momento en que pasaba a mi lado se detuvo mirándome
fijamente. Tras unos momentos de vacilación, nos reconocimos.
Se trataba, sí,
de mi amigo de Pamplona que había venido a Madrid a un bautizo. Apenas nos
dijimos nada. Sencillamente nos dimos el roscón, el uno al otro, y tras
desearnos feliz año nuevo nos dijimos adiós marchándonos cada uno por su lado.
Antes hicimos un tímido comentario
de a ver cuándo nos veíamos.
Ahora los dos sabemos que nunca más volveremos a
mandarnos un roscón por reyes.
Al menos, este año, me lo voy a comer del día.
JAJAJAJA
ResponderEliminarMe he partido la sorpresita que cual roscón guardo en mi interior, pero que puede ser todo menos dura...
¿Por qué no me mandas un roscón a Burkina y yo te correspondo con cualquier cosa local tan incomestible como dura (no serían 2-3 días, que serían meses con el correo local)?
Podría llegar a convertirse en una bonita tradición: averiguar de qué se trataba el envío (mandémonos cosas muy caducables, sin tendencia al diamante, sino al desarrollo de bichitos y vida en general)
Besos, rey
Vale. Me parece una experiencia que puede ser interesante. Yo te mandaré un roscón de reyes (ya para la próxima epifanía) y tú lo que diantres se lleve por alá. A ver qué nos llega. Lo dejo apuntado en My Day para que no se me olvide.
EliminarBesotes y no descartes tan pronto lo del diamante, que me haría ilusión.
Hasta ahora es lo mejor que he leído en el 2013.
ResponderEliminarAntonio L.
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